miércoles, 20 de junio de 2018

Ernesto: divorcio entre intención y resultado artístico



El espectador que no posea ninguna información previa respecto a la historia relatada en la película, se devanará infructuosamente los sesos hasta el minuto 100 de un largometraje de 125 como Ernesto, coproducción japonesa-cubana que el año anterior el realizador nipón Junji Sakamoto finalizara en homenaje al aniversario 50 de la caída del Che Guevara y de sus compañeros de la guerrilla en Bolivia, estrenada el pasado octubre en Japón y ahora en nuestro país, en ocasión de los noventa años del natalicio del Che. Las dudas le sofocarán porque, pese a ser este último el cometido del filme y aparecer el Guerrillero Heroico en numerosas escenas, no será ese Ernesto del Granma y la Sierra el protagonista del relato ni al que se refiera el título, sino al Ernesto que el propio Guerrillero Heroico le ubicó como apelativo para la lucha insurgente en Sudamérica al estudiante de Medicina de origen boliviano-nipón Freddy Maymura Hurtado, personaje central defendido por el actor japonés Joe Odagiri y único con peso dentro de una trama coral mayoritariamente asumida por actores cubanos. Cuestión de identidad y denominación esta no revelada hasta entonces, para las postrimerías de un largometraje que solo en la zona epilogar referirá el pasaje histórico de la guerrilla.


El director de El rostro y Niños de la oscuridad, de evidente filiación progresista, se propuso el loable empeño de visibilizar para Japón y el mundo a Freddy Maymura Hurtado, hijo de un inmigrante japonés en Trinidad, ciudad boliviana, y figura de extraordinaria dimensión humana, quien renunció a la comodidad de su familia solvente en la nación andina para viajar a Cuba, convertirse en médico y ayudar profesionalmente a la población pobre de su país: misión reconducida luego del golpe militar en La Paz y la articulación de la guerrilla internacionalista comandada por el Che, a la cual se incorporaría bajo el sobrenombre de “Ernesto, el médico” y en cuya lucha muere en 1967, con solo 25 años.

Sin embargo, en Ernesto, la película, se verifica -con creces-, la dolorosa dicotomía que puede dividir las plausibles intenciones de una obra cinematográfica y sus concreciones artísticas, hasta convertirlas en opuestos absolutos.

Dudas no caben, el filme dirigido y escrito por Sakamoto (merecedor del Premio Especial de la Paz en el pasado Festival Internacional de Hiroshima) integra esa parcela de piezas “necesarias” interesadas en rastrear el fabuloso pretérito de coraje, dignidad e hidalguía de nuestro país y del subcontinente, trabajos por los cuales este propio comentarista ha abogado en disímiles oportunidades, habida cuenta de su significación para el conocimiento de las nuevas hornadas de receptores y de su pertinencia en tanto reflejo fílmico de magnos hechos que nos precedieron y definieron. Cuanto falla aquí es que se registra una convergencia de desaciertos de la dramaturgia y la puesta en pantalla, de manera que lo que debía ser una película de ficción corre el riesgo, en demasiadas ocasiones, de convertirse o bien en un ejercicio didáctico para niños de primaria o bien en un panfleto barajador de las mismas cartas marcadas del cine de propaganda estadounidense desde que Hollywood comenzara sus películas para levantar la autoestima de los soldados patrios en la II Guerra Mundial.  Por supuesto, Ernesto cuenta con un contenido ideológico antitético al preconizado por la industria fílmica yanki al servicio del Pentágono y en cambio acorde con enfoques objetivos y un ideario de izquierda muy bien delineado. Pero eso no es todo para apostar por una causa en el celuloide. Si no hay arte, poco podrá auparse, respaldarse. Y es el caso, lamentable, de esta proposición.

Sakamoto, en calidad de escritor y guía de la película, constituye el responsable principal del desaguisado. Si bien su acercamiento a colosos continentales de la talla del Che o Fidel está marcado por la admiración y el cariño, la definición en pantalla de ambos resulta nimbada por el imaginario de manual configurado por algunos en relación con estos, por una mirada desde la lejanía cultural y desde la atalaya del estereotipo. El Che (Juan Miguel Valero Acosta), de mayor representación dentro del argumento, es pura cáscara acorralada entre el discurso siempre sentencioso; y el líder histórico de la Revolución Cubana (Roberto Espinosa Sebasco), mera pose, amalgamada solo a partir de ciertos ademanes típicos del Comandante, que aquí son llevados al plano directo de la exageración o hasta la caricatura. La intervención de Fidel en rechazo al ataque imperialista a Playa Girón, del minuto 22, ejemplo palmario de lo anterior, deviene yerro absoluto en composición e interpretación.

Ninguno de los dos actores, especialmente Espinosa Sebasco en su rol de Fidel, se sienten cómodos en su incorporación de personajes bigger than life (más grandes que la vida), de ese tipo de héroes para los que se demandaría al Benicio del Toro del Che de Steven Soderbergh, en el primer caso, y que en el de Fidel todavía está por aparecer.

La interpretación supone uno de los contratiempos más evidentes acá. No sé por qué Sakamoto y sus responsables de casting, siendo esta una película con capital japonés y de perfil multinacional (concepto generador de resultados repudiables desde varios de aquellos exponentes fundacionales del cine europeo de los ´60), eligieron a actores cubanos para representar a los estudiantes latinoamericanos que vinieron junto con Freddy a estudiar Medicina en la Isla, cuando debieron contratar a intérpretes originarios de dichas naciones. En la tarea de imitar el acento de sus respectivos países, los nuestros incurren en el ridículo. Aunque el lastre fundamental no sería ese, sino que no superan la categoría de bocetos; son almas desdibujadas.

El romance platónico de Freddy con Luisa (la cubana Giselle Lominchar, de recursos muy limitados) intenta descondensar la extrema solemnidad que atraviesan unos fotogramas reacios a la distensión en el tono del relato y signados en cambio por la gravedad de muchas de las secuencias planificadas, habitadas por personajes sin átomos de relajación. En 124 minutos nadie organizará una broma ni sonreirá. Solo una historia “cubana” contada por un japonés podría lucir tan severamente oriental.

El aparato formal (fotografía correcta, límpida, muy cinematográfica en estos días de visualidad televisiva en demasiado filme) del opus de Sakamoto desborda su endeble narrativa. Y supone otra de las paradojas lancinantes de la película.

El epílogo de carácter documental en el Memorial Ernesto Che Guevara en Santa Clara (donde reposan los restos de Freddy Maymura Hurtado, junto a los de sus compañeros combatientes de la guerrilla boliviana) será recordado por representar uno de los apéndices más innecesarios y peor montados del cine reciente producido o coproducido en Cuba.

Tiene un momento, sí, el filme, que, creo, resultará evocado por la fuerza específica de su imagen y la mirada de Joe Odagiri como Freddy/Ernesto en el momento del asesinato del revolucionario de Ñancahuazú por las hienas del ejército boliviano. Esos ojos de desprecio, incomprensión, coraje y resolución del joven, que valen por mucho de cuanto no fue capaz de transmitir la película a través de dos horas, hablan con elocuencia de la dignidad irredenta de una clase, un continente; de la gente sin tierra y oprimida de esta América nuestra esquilmada. Con sus venas abiertas, siempre, por desgracia, al zarpazo de esos títeres al servicio de un imperio que ordena: por cierto fustigado con justicia en el filme de Sakamoto desde el mismo prólogo.

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