Mejor que estudio de personaje, que lo es, Blonde debe identificarse en términos más precisos de calificación como el estudio del costado de un personaje, el del dolor y la pena vital de Marilyn Monroe, esa construcción prefabricada por los estudios hollywoodenses, cuyo desmenuce emocional desde el plano más íntimo emprende el realizador Andrew Dominik a partir de la biografía novelada de Joyce Carol Oates.
El filme de reciente estreno mundial, ahora en las pantallas cubanas, arranca en la etapa larval de Norma Jeane, como la llamó aquella madre neurótica quien la responsabilizó de la ausencia paterna, carga culposa que la niña, según el filme, asume a través de una forma de veneración extrema hacia la figura del progenitor nunca conocido: elemento simbólico-argumental este que lastra fuertemente el decurso del relato.
Las soluciones cinematográficas tendentes a representar dicha adoración o curiosa dependencia sentimental por alguien no tangible afectan bastante a una película que en la exageración de dicha tesitura pierde trecho, de sus casi tres alargadísimas horas, para adentrarse en otros ángulos de la vida de la actriz. Este comentarista no veía desde hace años una imagen tan cursi, tan prescindible, como la de ese padre supuesto aparecido entre nubes o volutas de humo al borde la muerte de la adolorida mujer.
Adolorida mujer a la cual que el guionista y director no le permite distensión alguna a lo largo del metraje, pues la intención manifiesta, sin desvío de tono y camino, es plasmar el sufrimiento, el estado de quiebra de una persona traumada, a quien la vida golpea una y otra vez (la madre desquiciada, el padre no presente, los embarazos perdidos, su infructuosa relación con muchos hombres y golpizas incluidas, abusos, humillaciones, su vínculo con las drogas, su función de usar y tirar por los Kennedy: por cierto, a Dominik se le va la mano con la felación de Marilyn a JFK mientras el presidente escucha por teléfono a alguien que, vaya casualidad, le transmite las acusaciones de las que está siendo blanco por violaciones o acoso a distintas a distintas mujeres).
El firmante de la notable El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford y la olvidable Mátalos suavemente también pierde la compostura en otras apelaciones de su afectada construcción -el desfile de espermatozoides, las conversaciones de la estrella grávida con el feto, el alma desprendida de la actriz en su lecho de muerte-, así como en la pueril poetización del engarce erótico trilateral de la Monroe con los respectivos hijos de Charles Chaplin y Edward G. Robinson. En tal u otros lances, uno aprecia las actitudes de la Marilyn pergeñada por Dominik y no le queda otra que pensar que, como sabemos y remacha el largometraje, fue una mujer ingenua, frágil, emocionalmente dependiente, dueña de una sexualidad proclive a la desmedida atención masculina, cosificada, quien pagó como nadie el precio de la fama sí; pero, además, casi tan tonta en la vida real como se empeñaban los guionistas en definir sus personajes.
Sin embargo, para que no reparemos mucho en la condición que él mismo sugiere, el director neozelandés compensa (la búsqueda de equilibrios en cine a veces son tan peligrosas como las compensaciones de los árbitros en el balompié) y no las pone, en formas doctas, corrigiendo al mismísimo Arthur Miller, evocando a Dostoievski en la audición de un filme o sacando a colación a Chéjov a cada rato. De cierto, Norma Jeane leyó al autor de Tío Vania de acuerdo con las biografías; el problema es la manera manipulada mediante la cual el creador inserta tales presuntas muestras de erudición.
Blonde,
estéticamente caprichosa en los cambios no siempre plausibles de formato o
color, acusa exceso de incontención, sobre todo, durante su tercer acto, al
intentar transmitir la psiquis fracturada del personaje central, cuando se
pierde más de la cuenta entre los fantasmas y oscuridades de la Monroe
concebidos por Dominik.
Debe haberle costado alto grado de sacrificio a Ana de Armas componer a esta Marilyn abroquelada que le ordena el director, pero a la vez al símbolo sexual planetario. La actriz, quien define aquí la mejor interpretación de su carrera, rinde su esfuerzo mayor en expresar la fragilidad de la Monroe; aunque ha de encomiársele también el hecho de pulsar con determinación todas las notas de mayor exigencia posible demandadas a cualquier actriz: sufrimiento extremo, evasión mental, continuos desnudos, escenas diversas de sexo, transiciones de carácter abruptas que no emularán a las de Glenn Close en Amistades peligrosas pero que sí dejan bien parada a la coterránea …