Obra instituida en la visitación al germen del autor, al momento bendito cuando acunaba quimeras que se convertirían en epopeyas cinematográficas que, huelga apuntarlo, sobrepasarían cualquier sueño infantil de hacer séptimo arte, Los Fabelman (2022) representa el testimonio de gratitud y el mensaje de amor de Steven Spielberg a la pantalla, como también a sus padres y a todos quienes de una u otra forma, al obrar bien o mal con él, incidieron en su formación en tanto persona y director de cine.
Al develarnos el relato de su infancia-adolescencia, tiempo este ya mismo el de sus balbuceos como cineasta, el gran narrador norteamericano de 76 años no se guarda ninguno de esos grandes e indelebles momentos (la primera vez que mamá y papá lo llevaron al cine a ver el para sí filme-premonición de Cecil B. De Mille El espectáculo más grande del mundo, la felicidad de cargar una cámara, el ensueño de las filmaciones adolescentes iniciales, el encuentro con el maestro John Ford), esas revelaciones dolorosas (conocer la infidelidad sentimental de su madre, justo gracias al lente del instrumento filmador), esos percances comunes de las personas poco comunes en los colegios (abuso escolar)… inherentes a las memorias fílmicas, e igual en parte a los documentos testamentarios.
Porque, amén de crónica filial u oda al cine, Los Fabelman entra dentro de la categoría del filme-testamento reservada a maestros, en virtud del cual el autor de Tiburón, E.T. y La guerra de los mundos no lega precisamente moralinas lecciones de vida, sino sugerencias de cómo emprender, desde el ardor poderoso de las entrañas, esa senda de reivindicación personal de los objetivos y de comprometimiento eterno con las filias que nos definen.
Suerte de racconto sentimental en la recta de cierre de una existencia tan fecunda como la suya, o regalo de autoficción que con toda causa se debía, Los Fabelman es una película-fábula construida desde la tesitura de lo íntimo, sobre la argamasa dual de sensibilidad e imaginación. Es un filme quedo, reposado, intencionalmente desprovisto del ritmo, el tempo y el clasicismo del cine spielbergiano más visto, en la cuerda de su última parcela creativa, mucho menos escorada hacia el interior del individuo que a lo espectacular. Es un largometraje sobre el asombro infinito de asistir al espectáculo cinematográfico y la conmoción sin igual de crear para entretener a millones de seres humanos, ello desde los postulados más legítimos y personales.
Y, cómo no, además claro exorcismo personal del talento judío de Ohio –quien personifica en los Fabelman del título a los suyos, como habrá inferido el lector– a traumas y cuitas pretéritas que le resultaba pertinente resolver sin más dilación, en la línea del Armagedon Time (James Gray 2022), y Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino, 2021), con cuyos relatos mantiene algunos vasos comunicantes.
Recientemente estrenada por la televisión cubana tras su paso previo por las salas cubanas, la película supone la posibilidad de contactar con el más reciente trabajo de uno de los directores vivos más importantes. Alguien quien, no obstante sus aportes a la historia de la pantalla norteamericana y la calidad de Los Fabelman, fue ignorado en la última y desastrosa edición de los Oscar, algo que no es la primera vez que le ocurre, como igual sucede con otros emblemas de ese cine en los cada vez menos creíbles premios.