Hace 34 años Ridley Scott (South Shields, 1937) ofrendó al patrimonio
fílmico mundial la obra maestra del cine de ciencia-ficción de terror más
impresionante y aportadora de la historia del celuloide. Alien, el octavo
pasajero no tuvo comparación con nada conocido. Terror en el espacio (Mario
Baba, 1965) solo constituiría para el autor de Blade Runner quizá semilla
inspirativa y La cosa (John Carpenter, 1982), pese a su rango, contenía
inocultables rasgos hereditarios de esa pieza de marras portadora de una
alquimia dramatúrgica fraguada del enyunte entre un feraz pie imaginativo que
(re) dibujaba con nuevos cinceles en el espacio sideral el subgénero de “casa
encantada de donde nadie puede escapar al poder de una entidad malévola”, con
el aprovechamiento diegético de cada minuto del tiempo y de cada fragmento del
espacio físico para generar suspense, horror, amenaza, claustrofobia,
insospechados twits o giros de timón y cliffhangers o puntos climáticos
tensionales de antología.
La magnificencia visual marca Scott y el diseño
de producción (verdaderos tótems de distintas manifestaciones artísticas
apoyaron al inglés en departamentos tales) fueron además pilares básicos para
generar la recordada atmósfera propia de esta proto-película. No se podría
entender ni existiría como es hoy la sci-fi ni el fantaterror general
contemporáneos sin ese filme fundacional que tuvo tres secuelas de densidades
cualitativas inequivalentes (mas ninguna desdeñable), según Cameron
(1986); Fincher (1992) y Jeunet (1997).
Por obra de los mercachifles hollywooderos, a la
tetralogía le colgaron luego, sin necesidad alguna, uno de los más anonadantes
bodrios del género (la subfranquicia Alien vs. Depredador), lo cual alejó al
padre de la saga de todo lo relacionado con la historia de la comandante Ellen
Ripley y su victoria final contra aquel monstruo desolador de la nave Nostromo
reventado del cuerpo de John Hurt.
A mucho ruego, Scott accedió a retomar el mito y
de la mano del guionista Damon Lindelof compuso Prometeo (Prometheus, 2012),
semi-precuela de Alien, el octavo pasajero, la cual en verdad conecta mejor a
nivel argumental con la original durante la zona resolutiva. Sobre todo en los
planos finales, mediante el nacimiento de ese bicho infernal que pondría a
correr a la Ripley
de Sigourney Weaver. Porque cuanto cuenta antes Ridley poca imbricación guarda,
o acaso forzada (el vínculo con el ser encontrado en una tumba espacial del
filme de 1979), con el universo Ellen Ripley. Y eso cuanto cuenta es lo siguiente:
un variopinto tándem conformado por el moribundo magnate de cierta compañía
privada (Guy Pearce), su hija
(Charlize Theron), investigadores y el inevitable -y único gran personaje- del
androide (Michael Fassbender) arriban hacia finales del siglo XXI a bordo de la
nave Prometeo al planeta donde en presunción vivirían los creadores de la raza
humana. A dicha dänikeneana teoría arriban,
muy altamirianamente, tras apreciar los científicos interpretados por Noomi Rapace y Logan
Marshall-Green antiguas pinturas rupestres escocesas cuyas señas remitían a esa
constelación.
A lo Wachowsky en La Matriz, Lindeloff -quizá no
cansado todavía de elaborar conjeturas sin respuestas tras las seis temporadas
de Perdidos-, parte de tal búsqueda ¿raigal¿ para formular algunas
interrogantes metafísicas más bien tontinas sobre el origen, el decurso y el
final de nuestra especie; así como para tejer analogías entre la empresa de los
tripulantes y el semidios griego que robó el fuego para los humanos y pagó su
osadía encadenado a la roca donde las
águilas devoraban sus entrañas, como pagan con la muerte su curiosidad
intergaláctica casi todos los tripulantes del Prometeo, salvo la doctora Shaw
de la Rapace
con su ADN de la Weaver
y el temple de Thelma y Louise. No resulta, empero, lo más interesante del
show. Por el contrario, lo más objetable, dada la cantidad de esbozos
narrativos y cabos sueltos dejados por el tapete: no ex profeso, sino debido a
la incapacidad del guion para proporcionarles contenido real o despejarlos, de
manera respectiva.
Lo fruitivo aquí es el puro espectáculo, lo
realmente valioso en términos de puesta en escena -el mero “concepto” queda
apabullado ante la ingeniería descriptiva, la impronta visual marcada por la
fotografía de Dariusz Wolski, el componente sonoro, las
secuencias de puro movimiento como la de la autocesárea, el pulso narrativo y
no el virtual propósito ideico de la narración en sí misma- es el frenesí
aventurero impuesto por Scott, quien desprovisto de todo complejo de culpa, sabedor
de que no corren los tiempos de Kubrick y Hal 9000, permite galopar a su aire a
una gozosa película anclada en las mejores comarcas del cine comercial, ajena a
cualquier otro objetivo. El maridaje ciencia-ficción/horror gótico del
largometraje del ´79, pierde clavos de unión ahora, a favor de una sci-fi
variante cosmos más adherida a la configuración del canon clásico. En ningún
momento existe interés por superar o ni siquiera reelaborar el icono Alien,
porque ningún padre es capaz de aniquilar a su propio hijo. El director de
Gladiador, el verdadero Zeus del primigenio e irrepetible caos delirante de la
nave Nostromo, solo se remite a trabajar tangencialmente, con clase y estilo
pero sin mucha ambición, sobre un escenario conocido, el cual orina para marcar
territorio y quizá espantar a la probabilidad de nuevas monsters mash tipo
Alien vs. Depredador. ¡Vade Retro¡
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