Los cuarenta años, o su cercanía, implican, casi siempre, la aplicación
de un colirio de tristeza en los ojos con los cuales se mira el pasado. La
llegada a la media edad, con su carga de derivaciones inmanentes en cada uno de
los planos del individuo (no el menor el psicológico, por supuesto) supone en
muchos el recuento automático de los pasajes más perdurables de su vida
pretérita, desde el primer día de escuela al beso precursor, el vuelo del nido
paterno, aquel gran amor de juventud… En fin, todo eso lindo que jamás volverá
y que se vivió en su instante con la suprema intensidad de lo irrepetible,
acaso sin saberlo entonces. Suele arredrar el arranque nostálgico las mil
inocentadas cometidas, aquellas tontas actitudes, las picardías del niño
adolescente, las tropelías del bachillerato. Entonces, la sonrisa benefactora
por regla impide que la fuerza de gravedad transporte lágrimas al piso.
Mediterráneos, latinos, temperamentales, ñoños, familiares y con una
tradición audiovisual a sus espaldas donde drama, melodrama y comedia se
muerden la cola, los italianos están que ni pintados para facturar películas
capaces, o que al menos lo intenten, de condensar tal sentimiento, emoción o
estado de ánimo.
Es así que nace del más natural de los partos fílmicos peninsulares una
comedia generacional como Inmaduros, extraordinario éxito de público en Italia,
ahora de estreno en Cuba. El filme dirigido por Paulo Genovese en 2011 exuda el
tono antes señalado y cierto tipo de espectador santifica por resorte de
identificación no escasas percepciones de las compartidas por este grupo de
cuarentones que tras ser anulado por determinado problema su examen de fin del
bachillerato, deben repetir la evaluación más de veinte años después. El
receptor se ríe y hasta le cae cierta morriña a su vera.
Por supuesto que la improbable excusa de la prueba anulada es solo el
pie para el reencuentro de esta gente, donde se encuentran todos los prototipos
vivientes de la enseñanza media y la vida adulta. Ponerlos a interactuar entre
los mundos del presente y el pasado para extraer el dividendo hilarante de tal
confrontación, constituye el propósito meramente situacional de Genovese. Ahora
bien, su megaobjetivo es volver donde ese ya bastante común tipo de cine
europeo interesado en retratar el peterpanismo, la inmadurez, el poco afán de
crecer de esa generación protagónica de adultos adolescentes.
En dicha cohorte, sin embargo, una película como Inmaduros no ocupa los
primeros puestos, en razón tanto de la superpoblación de estereotipos y viejos
fantasmas del guión, como de su acercamiento esquemático y acaso demasiado
romántico al fenómeno abordado. Es una película de laboratorio, hecha en una
fábrica de producción en serie, gestionada sola y únicamente en procura de
atraer. De hecho, lo consigue.
No obstante, sea válido acotar que aunque si bien aquí casi nada parte
de premisas originales o se concreta en una expresión marcada por su carácter
singular, tampoco puede impugnarse su falta de funcionamiento, lo cual
representa una suerte de “insana virtud” de bastante cine contemporáneo que se
contenta con responder bien a esa tácita tabla de multiplicar dramática con la
cual hoy día las plateas parecen satisfacerse.
Repetitivos, sí, pero los gags del filme cumplen su misión de forma no
exenta de eficacia, y de ahí quizá el beneplácito total del público nacional.
Heredera de algún costado de la
tradición popular del cine italiano de los sesenta, cuanto pierde en
originalidad y crudeza (a diferencia de aquel), Inmaduros lo gana en simpatía
(como aquel también).
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