Es el cine elaborado en Corea del Sur uno de los más sugerentes,
eclécticos y rotundos del planeta, desde hace al menos tres lustros. A los
grandes directores como Kim Ki-duk, Park Chang-wook o Bong Joon-ho, sumánse
decenas de notables realizadores noveles, quienes entregan juvenilia y
creatividad temática y expresiva a sus exponentes.
El hombre sin pasado, filme de estreno en Cuba de extraordinaria
repercusión taquillera en su país, reafirma la eficacia de la pantalla
surcoreana en conferir un planteamiento propio a géneros que contaron con su
momento de esplendor en el cine norteamericano, pero que hoy día languidecieron
en Hollywood.
El thriller de acción con contornos de western escrito y dirigido por
Lee Jeong-beom no destaca por la originalidad de la trama, sino por cómo montan
la puesta en pantalla en función de añadir un continente formal exquisito a un
contenido que, barajado por cualquier artesano estadounidense, hubiera ido
directamente a video. En otras palabras, El hombre sin pasado es lo mismo de
siempre, pero urdido de una manera diferente. Tan así, que incluso al intentar
hallar conexiones con los referentes europeos más directos, uno hasta llega a
revisar El samurai, del francés
Jean-Pierre Melville, en pos de articular vasos comunicantes entre ambos
trabajos, mas salvo en las analogías con el perfil del personaje central, todo
lo demás del quehacer de Jeong-beom posee su sello distintivo.
Tae-shik, el personaje central de El hombre sin pasado, es un usurero
solitario e hierático, quien solo tiene la eventual compañía de So-mi, una niña
vecina. La madre de la pequeña, bailarina de tercera con tendencia a la evasión
narcótica, intercepta por cuestión de azar la droga de cierto grupo mafioso.
Dicho clan, además, comercia con órganos humanos y explota menores.
Los extorsionistas asesinan y extraen cada órgano de esta mujer, al
tiempo que raptan a su hija, quizá el único vínculo afectivo con el exterior del
introvertido Tae-shik. Esto activará la maquinaria de ignición del sujeto, de
quien progresivamente el guion brindará dosis informativas, hasta poner al
corriente al espectador con su pasado. Fue Tae-shik un condecorado miembro de
las fuerzas especiales surcoreanas, quien se aleja de ese mundo tras la pérdida
de su familia.
Como se supondrá, él es experto en defensa personal, explosivos y todo
cuanto haga falta para acabar con las pandillas traficantes de Seúl.
Nada nuevo bajo el Sol con lo anterior. Los méritos del realizador
consisten en su toque al armar el relato, mediante la composición de esa
soberbia fotografía digital y el uso incuestionable de un montaje preciso,
seco, que sabe empero cuando distenderse para no coartar la ebullición
escenográfica de las numerosas escenas de violencia, filmadas con la
plasticidad que el cine asiático sabe imprimir a este cine movido. Aunque
tampoco sin exagerar en dicha voluntad, porque Lee no quiere convertir esto en Tigre
y dragón, ni en un filme de Johnny To, al procurar mayor realismo y menos
estilización en las escenas de combate.
Además de la notable labor interpretativa de Won-bin en el rol central
del filme y de la pequeña Kim Sae-ron en el papel de la niña So-mi, otra fortaleza
de El hombre sin pasado radica en la mirada social y el escrutinio políticos
promovidos por su creador, interesado en aprehender las señas de la
marginalidad y el crimen organizado en la sociedad surcoreana.
Tal intención la inscribe en una corriente próxima del cine nacional, movimiento
en el cual cohabitan obras más atendibles, a la manera de El mar amarillo, Yo
ví al diablo o la precedente Memorias de un asesino, por mencionar las más
conocidas por el público occidental.
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