martes, 29 de abril de 2014

El embrujo de Chungmuro: la pantalla de Corea del Sur


Allende Hollywood, se cuentan con una mano e incluso sobra el pulgar las cinematografías que, a la fecha, logran mantener un mercado interno de distribución, con un receptor nativo que aprecie en pantalla producción de factura nacional a través de buena parte del año. De exceptuarse la, a juicio personal del redactor, hórrida por extremadamente folclorista/local/apastelada/melófila experiencia hindú -descontando por supuesto a los dos o tres realizadores de relieve mundial existentes hoy allí-, con sus casi 900 títulos anuales consumidos con fruición por los paladares sin par del Indostán; el ahora retraído en tal cuerda Japón, no obstante así y todo rondar los 300 títulos al finalizar cada diciembre; o Francia, la única de todas las industrias europeas navegante en estos mares, es por mucho Corea del Sur la expresión particular de mayor connotación en dicho sentido.

Entre 1995 y 2005 el espectador de cine nacional experimentó un crecimiento exponencial allí, al trepar de 21 a 59 por ciento la venta de entradas para obras de sello propio. Gráficamente lo anterior se ilustra así: 9 millones y medios de los 45 millones de boletos expendidos en el primer caso; 84 de 143, en el segundo. El siguiente 2006 sería fecundo, al producirse 110 largometrajes e incrementarse en 200 las salas en el país, justo cuando muchas eran cerradas o transformadas en el resto del planeta. De 2007 y 2011, la media anual se situaría ya en alrededor de 80 filmes. Sin vista inmediata a ascender.
Pensadores e historiadores del cine surcoreano han apuntado en libros o ensayos que varios elementos -no pocos de ellos extraartísticos, mas indisolublemente ligados a su concreción-, determinaron en la buena salud industrial del celuloide de marras. A saber, la solvencia económica de uno de los, en su momento, denominados “tigres asiáticos”, que por razones de pragmatismo político ha recibido -tal cual hizo la Casa Blanca con Chile en su día- el espaldarazo norteamericano; la pujanza de la compañía productora CJ Enternaiment; el apoyo financiero de grandes firmas empresariales de las industrias electrónica o automovilística locales con Samsung e Hyundai a la cabeza; la inyección de las netizen funds o donaciones privadas efectuadas a través de Internet u otras vías menos virtuales y el mantenimiento de un auténtico “sistema de estrellas” a la californiana cortejado por un notable público adolescente/juvenil.
Si se compara con lo manejado por las majors yankis, el presupuesto promedio de 2, 7 millones de dólares de los largometrajes surcoreanos (el 25 por ciento de ellos, con mucho menos de un millón y el 5 cercano a los diez e incluso más en determinados blockbusters) podría parecer de escaso monto; sin embargo está por encima de la media en el contexto asiático: incluidas las no despreciables industrias de China, Hong-Kong, Taiwán y Tailandia.
Hizo cuanto pudo también en impulsar el celuloide local ese notable realizador llamado Lee Chang-dong (Poesía, drama de 2010), quien dirigió el Ministerio de Cultura y Turismo durante una etapa. De valiosa incidencia devendría, en igual proyección, el surgimiento hacia 1996 del Festival Internacional de Cine de Pusán. Dicha cita se convirtió en otra ventana promocional al exterior para una filmografía que concitaría respeto en Cannes, Berlín, Venecia o San Sebastián, los festivales cimeros de clase A, donde se granjeara numerosos reconocimientos dentro de las categorías de mejor filme, dirección y guion. A recordar, entre otros, la Palma de Oro de Cannes 2002 para el director Im Kwon-taek por su Ebrio de mujeres y pintura, gran biopic del pintor Ohwon.
Mas el peso mayúsculo del auge es atribuible, por arriba de todo lo anterior, a la subvención estatal de proyectos fílmicos y a la articulación de programas de formación profesional destinados a beneficiar a esa hornada de jóvenes creadores en acción hoy día (algunos de los cuales estudiaron en la escuela de cine concebida durante el gobierno de Kim Young-sam): nada de lo cual hubiese sido posible sin la implantación de la ley de cuota de proyección de 146 días. Concebida en tanto resorte esencial de la política cinematográfica proteccionista, estuvo vigente a través de extensa franja temporal con esa auspiciosa presencia -inconcebible para el 95 por ciento de las naciones-, aunque quedó reducida a 73 jornadas para 2007, merced a las imposiciones de ese “amigo americano”, el cual pese al empujoncito monetario no duda en volar naves a conveniencia política o en mantener 30 000 soldados allí.
De entonces a acá el “fenómeno coreano” vio bajar el listón el listón en las grandes citas fílmicas del planeta, de equiparse con la etapa comprendida entre 2000-2006, cuando fue omnipresente en dichos circuitos; al tiempo que descendió la producción, cual se apuntase en párrafos anteriores. Ahora Hollywood tiene casi el mismo poder en el territorio que en cualquier sitio.
Pese a producir 800 películas al año menos que la India, la a todas luces más ecumenista pantalla de Chungmuro (área de Seúl, o “Pequeña Meca”, donde filmaron metraje de buena parte de las cintas nacionales; por ende apelativo de dicha filmografía) resulta, en cambio, asimilable en cualquier parte del mundo, salvando las grandes distancias culturales entre las distintas regiones. Tal aseveración no encandila el farol crítico capaz de reconocer sus también innegables dosis de cocimientos puramente criollos, inextricables “coreanadas” surgidas al calor del proverbial cruce genérico sello de la casa del cual en múltiples ocasiones extraen beneficios artísticos pero que en otras aniquila la dramaturgia de sus propuestas; o la sobreabundancia de filmes de acción, melodramas for import, comedias románticas y cintas bélicas de acerba retórica anticomunista e incontenibles chorros de nacionalismo.
La pantalla perteneciente a la parte baja de esta península de milenaria cultura común dividida en dos sistemas políticos en perenne tensión, afincados tras el histórico e inevitable armisticio que puso el cese al fuego a una cruenta intervención estadounidense que dejó un saldo de 4 millones de muertos, ha transitado diversos momentos históricos de eclosión o retracción, en épocas de dictadura o democracia. Remembramos con aprecio en el primer caso la “ola” de los ´60, con la espléndida La sirvienta (Kim Ki-young, 1960) al primer tramo evocativo. Empero, no son los pretéritos el objeto de interés de este artículo, sino los presentes, cuyos hitos primigenios comenzaron a manifestarse durante los ´90 (Sopyonje, del veteranísimo director de 101 filmes Im Kwon-taek, 1993: exponente medular del boom de dicha década), para luego proseguir a lo largo del primer decenio del siglo en curso a través de las filmografías de cineastas más jóvenes. Algunos nacidos en los ´60, entre quienes este autor privilegia en sus preferencias a Kim Ki-duk, Park Chan-wook, el ya aludido Lee Chang-dong y Bong Joon-ho, en igual orden, varios de cuyos filmes u obras reseñara de forma puntual a través de los años.
Las poéticas autorales suyas, conjuntamente con las de otros significativos realizadores a la manera de Jang Sun-woo (Mentiras, drama erótico de 1999) Kim Sung-su (El guerrero, filme épico de 2001), Hong Sang-soo (Mujer en la playa, drama intimista de 2006) o Im Sang-soo (La esposa del buen abogado, drama de 2003 y el remake de La sirvienta, 2010), por citar solo cuatro más a considerar entre varios otros, realzan desde el plano estético el corpus de una pantalla cuya identificación mayor con su público depende menos del respeto que tales nombres inspiran en Occidente -mas no tanto determinados casos en la mayoría de los 48 millones de surcoreanos, la verdad sea dicha-, que de la incursión de la vastedad de directores locales en todos los géneros. Ellos extendieron su diapasón genérico/subgenérico a todos los rumbos posibles, desde el gangsteril, las artes marciales, la aventura épica, el terror en la mayoría de sus variantes, el cine de superhéroes, el policial y el tecnothriller hasta el drama histórico, la ciencia-ficción, el bélico y el catastrofismo. Como es sabido, varios de estos infranqueables para gran número de cinematografías, por sus requerimientos técnicos, costo. O deseos de acometerlos.
Los surcoreanos van por lo suyo sin miedo, mediante un rico descaro al asumir el riesgo, hasta el borde mismo del peligro. Resultado: un péndulo oscilante del cine mayor al ridículo. Gana el primero en buen trozo de las ocasiones, eso sí. Tanto la disimilitud e hibridación/subversión constante de géneros como la diversidad de estilos, iconoclastia, metatextualidad, creatividad, presencia de complejas tipologías, crudeza y empleo naturalista de la violencia/sexo en el tratamiento de muchos temas e incesante búsqueda de nuevas coordenadas argumentales en filmes de impecable puesta en escena rodados con profesional pericia técnica, potencia visual, belleza estilística, arrojados encadenamientos dramáticos, frescura, dominio y osadía narrativas evidencian la admiración y la autocapacidad de asombro de sus gestores ante el potencial -todavía infinito- de los mecanismos expresivos del séptimo arte.
He ahí arriba el ABC primario de comprensión del magnetismo desprendido por parte de este cine. Paradigma que podrían seguir algunas cinematografías latinoamericanas, de poseer no solo el debido respaldo oficial sino además la voluntad de algunos creadores para soslayar prejuicios y no temer abrir la doxa a la heterodoxia. Mas el embrujo del cine surcoreano, el cual prenda aun más en su vertiente autoral, solo puede explicarse viéndolo. Lamentablemente ni el redactor ni otros colegas aficionados de la escuela asiática existentes en el país han podido apreciarlo en su completa dimensión, si bien segmento importante de lo tampoco escaso visionado gracias a gestiones compartidas da la medida para sostener que lo hecho allí durante los tres lustros recientes no supone otra de las modas pasajeras de los curadores de Cannes. Pese a que 2007-2011 no fuesen sus primaveras más floridas, acótese. 
Hasta alguien como Kim Ki-duk ha flaqueado durante recientes propuestas, quizá el ejemplo más palpable sea su fallida Arirang (2010). No obstante, la obra de este director, uno de los más conspicuos y legítimos representante del llamado “nuevo cine coreano” -mal que le pese a quienes ya abjuraron de sí, incluso tras la maravillosa pero subvalorada Aliento (2007), o nunca les interesó-, abre brechas de insospechadas cuan luminosas aperturas hacia un universo de significados que apunta, en primer caso, a la extraordinaria complejidad de las relaciones humanas en la frialdad del mundo moderno. Sus filmes angustian y apasionan, abruman de incógnitas y desbaratan falsas intuiciones, a través de relatos generadores a dos manos del estupor y la desazón que se agazapan en las capas de sentido de una poética salvajemente lírica y signada por la desconcertante ambigüedad que supone el establecimiento de una portentosa potencialidad dialogística por intermedio de historias donde prima el laconismo casi extremo de sus personajes. Los personajes de La isla (2000), Hierro 3 (la mejor película del planeta según los críticos de la FIPRESCI en 2004) o El arco (2005) no son reacios a la palabra por mera gratuidad del autor. Semejante rechazo por darle trabajo a la lengua tiene una exégesis bisémica: el realizador está certificando su convicción de fe en torno a la maculación verborreica del sujeto contemporáneo a la belleza y las posibilidades del léxico; pero a la vez está potencializando como probablemente ningún otro creador de la actualidad la capacidad de la imagen cinematográfica per se. Al tiempo que por la vía de un  -al día de hoy- extraño mecanismo de asociación con antiquísimas certezas de distintas cosmogonías filosóficas y religiosas, se rinde a la majestuosa eficacia comunicacional del silencio en la transmisión de sentimientos e ideas.
Con Park Chan-wook suele suceder algo semejante que con Kim en la admiración, polémica o desdén que suscita. Hacia quien en Old Boy (Premio Especial del Jurado en Cannes 2004 y vencedora del Festival de Sitges), proponía un cine desenfrenado y a veces preso de la total desmesura, tamizado por singulares arranques de bizarra imaginación, no todos desgranan simpatía. Impenetrable para algunos, incluso al ver dicho filme -integrante de su Trilogía de la Venganza junto a la anterior Simpathy for Mr. Vengeance y la posterior Simpathy for Lady Vengeance- un conocido crítico de la prensa norteamericana parafraseó a Samuel Goldwyn al exclamar: “Inclúyanme fuera”. No pienso igual. Más allá del impacto de las imágenes (destaca el genial trabajo con los encuadres), el virtuosismo estético y formal, o la personalidad visual de Old boy apreciada en sentido general, lo que más me prenda de la labor de Park, aquí como en la Trilogía de la Venganza completa, es su imperturbable decisión de desvirgar a cada tramo del metraje la imaginación del receptor. Muy poco se adivina en la trama, y cuando se hace es para darnos de bruces luego con el surgimiento de una nueva lógica conflictual que pondrá en solfa antes barruntado. Si acaso algún giro o destello nos recuerda a Miike, Nakata o hasta el mismo Tarantino, será cosa de mero reflejo.
  Park jaranea con los géneros con el mayor aplomo, renueva la tradición oriental del cine de acción a través de la potencialización del elemento trágico, solivianta el concepto de estereotipo al grado de redefinirlo en belleza formal y reencarna en pobres diablos del agobio contemporáneo a las almas de los personajes trágicos helénicos. Dinamita sus relatos con cargas de ironía y un humor, que por muy coreano que sea se comprende. Hace retroceder los ojos de la pantalla cuando alguien se traga un pulpo vivo o se arrancan lenguas y dentaduras, sin  mostrar compasión ni simpatía por sus personajes -incluido los flagelados antihéroes protagónicos. Pero quizá su acierto mayor estribe en traducir las neurosis sociológicas de un país que accedió al desarrollo en pocos años, en las conductas de sus personajes, de quienes atisba su realidad desde los ribetes deformados de una suerte de cómic de la sobrevida.
Aunque no con la fama de lo anteriores u otros, no es tampoco Bong Joon-ho ningún desconocido, pues el creador de Los perros que ladran nunca muerden obtuvo la Concha de Plata y el Premio de la Crítica en San Sebastián 2003 gracias a su aclamada Memorias de un asesino. Más que por haberse convertido en fenómeno taquillero del cine local, con cerca de quince millones de entradas vendidas; por arrasar en la entrega de los Premios al Cine de Corea de Sur durante 2006; o haber sido considerada según Variety como “la mejor película de monstruos de la historia” -aseveración pantagruélica que no tiene caso discutir por su absolutismo-, El huésped deviene ingente esfuerzo del realizador Bong por recuperar el hálito de la serie B del cine de terror y ciencia ficción de los años 50 y su poderosa carga de alegorías políticas. Si hace más de medio siglo los lagartos gigantes como Godzilla o las tarántulas asesinas o todo tipo de bichos extraordinarios generados por radiaciones nucleares u otras causa análogas representaban un grito de alerta en la pantalla sobre los peligros de la Guerra Fría y el posible resultado del encono entre las superpotencias norteamericana-soviética, el filme está hablando en signos fílmicos contemporáneos de la intromisión EUA en la península coreana y los daños al medio ambiente que allí, como en cualquier sitio del planeta, la política de las administraciones yankis y su sistema corporativo acarrea.
El huésped baraja esto sin cargar las tintas; sin olvidar por un instante -pese a toda su carga añadida de valores- su claro propósito de convertirse en un producto de entretenimiento, el cual fue capaz incluso de competir de igual a igual en la taquilla con los tanques norteños. Al igual que las precedentes e irregulares Shiri, Ataque en la estación de gas, Silmido o Taegugki, las cuales en su día se pasaron por la golilla en la boletería a las Titanic, Matrix o similares. Como lo hizo para 2009 la superproducción Haendaue. De entonces a acá no ha vuelto a ocurrir. Ojalá la estrella surcoreana no eclipse de a poco.

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