Expresión replicante -aunque
no más a medias y sometida a luenga proclividad exegética-, de una época
signada por la atracción hacia el exceso en sus implicaciones artísticas,
políticas, bélicas, criminales, mediáticas, publicitarias, patológicas, consumistas,
antiecológicas…; por el lipovetskyano “triunfo de las pantallas en la sociedad
hipermoderna”; la apocrificidad de las llamadas filosofías posideológicas; el
infinito trotar de caballos apocalípticos; nuevos juicios finales y premoniciones
de oscuros paisajes urbanos harto semejantes a los configurados en las epopeyas
distópicas más espeluznantes del fantastique,
la narrativa fílmica contemporánea de terror no ha sabido aprovechar del todo
tan inédito abono dramático. Y cuando lo ha hecho solo ha sido, salvo
excepciones, para tomar nota -no desde un posicionamiento hermeneútico, o
siquiera una postura discursivo-moral, sino desde una mera óptica oportunista
de tufo conservador de despacho hollywoodino- de los contornos escarlata triste
donde se enmarca el escenario actual de violencia extrema, mafias, disturbios
sociales, inseguridad, crimen creciente, laceraciones a las personas, sangre… Más decantado hacia el reciclaje, el patchwork, el pastiche de temas, asuntos,
conceptos, el terror posmoderno, por arriba de las consustanciales
reubicaciones epocales, no acusa rupturas frontales con la tradición, al fundir
su argamasa morfológica con los modelos cardinales
de representación o los tropos del género. Pero las nuevas películas regurgitan
harto mal a sus precedentes tanto en su ausencia de ambiciones, el nihilista
radio de antena de sus preocupaciones o la atroz falta de ideas, como en sus
acumulaciones indiscriminadas de referencias, su no dosificación de los golpes
de efecto, estética ultravideoclipesca, fárrago de planos cortos en espacio y
duración, abuso del código del ralenti, angulaciones extremas, tomas de picados y cenitales en clonación ad infinitum,
pirotecnia de videojuego, transiciones altisonantes, soundtracks presagiantes, flash
backs confusos de textura granulada -siempre a caballo entre lo granuloso y
el efecto voluta de humo atisbado en esas usuales imágenes de video con el
objeto de manifestar amenazas desde una perspectiva difusa-, y ausencia casi
total de caracterización de los personajes (las verdaderas estrellas de los
filmes son las torturas, trepanaciones, desmembraciones).
La pantalla de miedo del
siglo XXI fue presa de un calentamiento global precoz, anunciado eso sí -no más
mapear los noventa del siglo ido para confirmarlo: a la fecha solo quedan
islotes; esta roca sólida, levantisca o curiosa surgida en tal punto; aquel
nombre otrora de luxe ahora reciclado
en algo más menos parecido a cuanto siempre hizo…; algún forastero de San
Hollywood que asoma rasgos de estilo (puede ser francés, alemán, japonés,
coreano, español) y luego es subsumido/neutralizado por la Meca tan raudo como Megan Fox
desbarata anatomías con su boca salaz en Diabólica
tentación. Se extrañan autores, corrientes, vibraciones, signos de vida; se
aborrece este marasmo, la lancinante sensación de déjà vu. Sí, a los
filofantaterroríficos no nos queda más remedio que asentir que ha pasado muchas
águilas por el mar desde los tiempos cuando el género proyectaba energía; y no
hablo de la protohistoria de la
Universal ni la posterior Hammer, sino de muchísimo más acá,
de los días aquellos donde del británico tórax de John Hurt emergía, tan feo
como luminoso, el Alien fundacional
de Ridley Scott (1979), o cuando el viejo Jack hacía sus mejores muecas de
arrebatado al deambular por el hotel de El
resplandor (Stanley Kubrick, 1980); de las gozadas de Peter Jackson en Nueva
Zelandia; o las sagas de Sam Raimi (1)
o George A. Romero; los aportes de Carpenter…
Es cierto que ahí, siglo en
marcha, habitan movimientos, tendencias y sellos, o películas o realizadores
destacables por una u otra razón: en el primer caso no puede olvidarse algún
brillo de la cola trasera del J-Terror u Horror Oriental, como tampoco los repetidos
pero cualitativamente intermitentes esfuerzos de la productora catalana Filmax;
el sello Ghost House Pictures, de Sam Raimi, u otros. Y en el segundo,
propuestas o nombres a la manera de Los
otros (Alejandro Amenábar, 2001), La
aldea (excepcional e incomprendidísimo terror psicológico de M. Nigth
Shyamalan), El orfanato (Juan Antonio
Bayona, 2007), los británicos Neil
Marshall (El descenso, Dog Soldiers) o sus coterráneos hermanos
Hughes (Desde el infierno) y Brad
Anderson (Sección 9), el surcoreano Bong
Joon-ho (El huésped y Phone), el australiano Gregg Malean (El territorio de la bestia), la
canadiense Antonia Bird (Voraz), los
argentino-mexicanos Pablo Siciliano y Eugenio Lasserre (El bosque), el norteamericano Victor Salva (Jeeper Creepers), los españoles Álex y David Pastor (Infectados), Jaume Balagueró y Paco
Plaza (el díptico REC), Juan
Carlos Fresnadillo (Exterminio), o el
hindú Tarsem Singh (La celda). Obras/nombres indicativos de
las potencialidades narrativas, expresivas de un género reacio a marchitarse
del todo, pero, como apuntaba antes, constituyen hechos, individualidades
aisladas, huellas asistemáticas, sombras efímeras, cimbronazos de ocasión.
El corpus del género sufre de una depresión tan grande como la
atravesada por la economía mundial, y ¡curiosidad¡ por primera vez en su
historia el terror no ha sabido rentabilizar sus dilectas oportunidades de
crisis mundiales para levantar escalofriantes epopeyas parabólicas (algunos
éxitos de público de producciones recién estrenadas no desmienten lo anterior, ellos
solo guardan relación con la también proverbial tendencia evasiva del
espectador en períodos tales). Antes bien, se deja llevar por la corriente,
fabricando en serie para el omnipotente mercado adolescente. (2) Ante un público tan poco
exigente -incapaz de no serlo al convertirse en un narratario condicionado sin
derecho a discusión-, los relatos hechos para su consumo tienen el peso de las
palomitas de maíz consumidas al ver películas que no originan escenarios, ni
ideas, ni recursos: trabajan sobre lo establecido, solo que, eso sí,
incorporando en dosis cada vez menos veladas rasgos eminentemente
conservadores, doctrinarios, excluyentes. Olvidémonos ahora de los viejos
mensajes pro de George A. Romero
sobre guerras, desconfianza o consumismo desenfrenado lacerantes de la
civilización occidental. Ya sabíamos con J.
Hoberman y Jonathan Rosembaun que “todo zombie es político”; los suyos más que
ninguno; mas hoy día los mensajes no van de
eso. La densidad de significados del discurso de la década en curso, lejos de
lecturas críticas, apunta a que el género anda a paso estrecho junto a la
ideología neoconservadora. Su decalogía fundamentalista de angelización moral
insiste sobre todo en el alerta, la reconvención, el llamado al “no hagas eso”.
El cine de terror adolescente del momento, o porno-tortura religiosa, parece
hecho a tres manos entre un padre victoriano, algún predicador de la secta Moon
y un clon de Karl Rove. La tendencia setento-ochentera del género del castigo a
la promuiscuidad sexual acentúase a grado sumo en la retahíla de novísimas
versiones (3) de los filmes dirigidos
e a aquella altura por nombres icónicos tipo William Friedkin, Wes Craven, John Carpenter o Sean S. Cunnigham, entre
otros. Las revisitaciones parteadas por el dilatado revival -La masacre de Texas,
El exorcista, La profecía, La última casa a
la izquierda, Viernes 13, Halloween …- participan casi en mayoría
del espíritu punitivo contra el diferente o el pecado supuesto por las
relaciones carnales, el alcohol, el ocio, e incluso la desorganización de una
agenda a cuyos personajes fílmicos esta pantalla no perdona demasiado tiempo
fuera de la oficina o el collage.
Codificado como pocos, el género adopta en su variante de “jóvenes perseguidos
por asesinos, descuartizadores, fenómenos, mutantes” las pautas normativas más
estrictas. Aquí todo opera con arreglo a similar esquema. Un ejemplo que habla
por todos: Viernes 13 (Marcus Nispel,
2009) (4). Especialista en matanzas juveniles y remakes, en su anterior versión de La masacre de Texas (2003) el alemanito
Nispel -como en la referida onceava versión de la serie del asesino Jason-,
también echaba en fauces malévolas a hormonales niñas de buen look. Jovencitas abiertas en canal cuya
carne rellenará el sopón de una tribu de fenómenos no es de lo que carece el
terror adolescente. En La masacre… el
Mal fílmico viene representado por una familia disfuncional, conformada por
tarados, engendros y otras perlas más bellas que los Freaks del Tod Browning homónimo de 1932. Para los personajes deformes del subgénero
(que no se enfocan en ningún caso desde el prisma del comentario social de
marginados del stablishment o cosa
así, todo lo contrario: sobre la asimilación del concepto de amenaza) no existe claro reconocimiento de la entidad
binaria Bien-Mal, solo responden a un rencor maligno congénito sin, para ellos,
contrapartida moral verificable, el cual no identifica signos de luz, bondad o
religión. Ergo, serían estos elementos los que en su contrahecha subjetividad
apreciativa entreverían como los causantes de reducirlos a su condición. De
modo que, y según el anterior entendido, actúan por efecto de redargución
contra esos muchachitos lozanos, vitaminados y sin preocupación alguna en su
vida no sea pertrecharse de un paquete de condones. En cristiano, son tan
enemigos para Hollywood como los árabes que persigue el agente CIA Leonardo Di
Caprio por el Medio Oriente en Red de
mentiras. Expresión siniestra del looser,
los inadaptados o sujetos fuera de la órbita del sistema, también son los
representados, verbigracia, por los mutantes boscosos de Virginia (Kilómetro 666, Rob Schmidt, 2003) et al, o los fenómenos desérticos del
remake hecho por el joven director francés Alexander Aja de Las colinas tienen ojos (2006). El desconocimiento/aprehensión,
el desprecio/ignorancia del ciudadano medio norteamericano por la otra parte de
los terrícolas, mala cosecha de la ideología imperial, queda evidente en Hostel, ese gran éxito mundial de
público en 2006. Aunque el ministerio de Turismo checo echó pestes por la
galería snuffmovista en territorio
bohemio de su relato de adolescentes picoteados en vivo para deleite de ricos,
Eli Roth repitió la dosis en 2007 e inauguró la nueva moda subgenérica del
turiterror, bien en sincronía con la apoteosis de una época marcada por el
clima de odio a lo externo y las alteridades hiperbolizado tras el cisma del 11
de Septiembre. Hostel da aceite y
mantequilla al subgénero de “terror de viaje de incauto de vacaciones en el
exterior”, exacerbador del miedo a lo desconocido y la desconfianza entre los
seres humanos. Luego del sonado éxito comercial cayeron varias “gemas”
replicadoras del eco, encajables dentro de disímiles subvariantes: Turistas (John Stockwell, 2007), o Las ruinas (Carter Smith, 2008): aquí una ávida de sangre vegetación mexicana
funciona como metonimia del cariz xenófobo de tales exponentes.
Este cine no puede ocultar,
su ralea exploitation, su visceral
naturaleza de producto de consumo, prenda de usar y tirar al servicio de la
emoción primaria y la morbosidad. (5). Sobadas, exprimidas, las fórmulas
argumentales dan vueltas sobre un mismo círculo sin posibilidad de salida,
habida cuenta la estandarización extrema de un dispositivo que a ciencia
cierta, así reconozcámoslo, tampoco cuenta con mucho terreno virgen donde
reconcebirse, al menos desde planteos ortodoxos o aceptables para la industria.
De cierto, existe tanta abulia neuronal que uno abandona los visionajes con más
tortura en los ojos que la de Betsabé en el cuadro de Rembrandt y tendiendo a
preguntarse si sus hacedores de cajón serán capaces en determinado momento de
zafarse, por ejemplo, de los clisés del personaje que entra en escena de forma
inopinada, la puerta que cruje, la sombra pasajera, los constantes y saturadores
efectos sonoros, el pedazo de carne desgarrado…, en fin los recursos
arquetípicos ya agotados a la fecha.
Mucho del terror actual se cuece en una caldera cuyos olores se olvidan
en medio soplo, en tanto sobran los bodrios, con escasa cabida para las buenas
recetas de los clásicos en las metodologías al uso. Pese a lo mucho que
Spielberg les regalara la enseñanza a los jóvenes directores que si mostraba
más de unos segundos a su escualo gigante de Tiburón sangriento “menos parecía una fuerza de la naturaleza y más
un trozo de plástico”, el estilo contemporáneo dentro del cine estadounidense
pasa por la descarnada explicitez gráfica. Y la sugerencia a la hostia. Por
esta cuerda se mueve el trabajo de Rick Rosenthal, Marcus Adams, Rob Zombie,
Zack Znyder, Jamie Blanks, el Jaume Serra-Colet de Casa de Cera (no así el
de la superior La huérfana, 2009)…
Quienes sí hallaron en el
arte del sobrevuelo, en terreno de lo inductivo y el subtexto, bazas
comunicantes fueron los japoneses y algunos vecinos, a través del denominado
J-Terror. La comelotodo industria estadounidense trasladó al ABC casero unas
cuantas de estas producciones, con mucho más interés en lo narrativo que en lo
visual, blasón distintivo, el último, de los practicantes del Pacífico. Las versiones
gringas, salvo dos o tres excepciones de aciertos en su forma, hacen palidecer
aun más a los lívidos fantasmas larguipelinegros de las cintas niponas,
coreanas, hongkoneanas y tailandesas. El ángulo ontológico de la soledad, la
pobreza existencial, las cuitas y el proceso de muda cerebral del ciudadano
actual desconectado de sus mismas esencias, así como el aura melancólica, los
silencios, misterios, el tempo, los
tonos, las sorprendentes vueltas de tuerca observados en las obras del género
realizadas en el este por gente como Hideo Nakata (mascarón de proa con su
copiadísima Ringu, de 1998); los
hermanos Pang, Takashi Shimizu, Kiyoshi
Kurosawa (su Crímenes oscuros, de
2006, clasifica entre lo más depurado del saldo asiático en la materia),
Takashi Miike, Norio Tsuruta, Byeong-ki Ahn, Banjong Pisanthanakun y Parkpoom
Wongpoom, muta por lo general en ramplona estridencia al verterse al filtro
Hollywoodland. Los readaptaciones mainstream
de El ojo o Una llamada perdida, no importa los refrescadores de pantalla a lo
Jessica Alba o quien sea, representan ejemplos perfectos del adocenamiento
narrativo en el cual incurrió la corriente versionística USA del terror
amarillo. Es que por sacarle las tiras al último centavo potencial, aquí se
llega a hacer de todo, dentro de ese todo siguen cabiendo las “de casas
embrujadas”, “niños malévolos”, “profecías seudoreligiosas” o las igual de añejísimas
pero a estas alturas intragables monsters
mash (películas de monstruos juntos). Tal cine caroñerro se alimenta de despropósitos
como Alien contra Predator o Freddy contra Jason y naderías parecidas.
(6). También entra en el saco la
prolongación, al infinito y más allá,
de sagas como Saw (7).
Aunque no todo está perdido en
el género -a veces asoman cabeza modestas pero interesantes obras cual las al
inicio evocadas u otras de la guisa de las estupendas Escalofrío (Bill Paxton, 2001), May
(Lucky McKee, 2002) o Arrástrame al infierno (Sam Raimi, 2009)…-en
sentido general campea el espanto gratuito, fluyen dramáticamente fútiles e interminables
chorros de sangre salidos de cortes o zajaduras equis, ya sea en variante gore o slasher. La meta consiste en extender a escala inaudita el tendal
de cadáveres de turno, a través de mutilaciones extremas provocadas por
machetes, garfios, cuchillos y las triunfantes sierras de la era Saw. Epifanía, o mejor orgásmica
masturbatoria, de la crudeza sádica. Culmen de la explicitación de la crueldad,
sin la poética de la ausencia, la sugestión como vía para crear miedo y las elipsis
del terror clásico, sino justo al revés: cual resorte de búsqueda de gozo en un
narratario suerte de verdugo voyeusadomasoquista ante el sufrimiento ajeno. El
espectador asiste al escópico reallity
show del snuff movies flagelario.
Verdad que es de mentiritas, se trata de una puesta en escena, claro, y no
estamos viendo animación sino terror con todo su imaginario secular de horrores
ya sentado, también es cierto; mas a la larga entre el disfrute del crimen en
vivo y el del montaje pende, en el plano espiritual, tan solo una delgada línea
de separación que no para mientes en ningún caso, sea anatomía o celuloide, sobre
cuanto implica en términos de involución de la especie bajar el pulgar a los
victimarios de estos circos de tortura, muerte y humillación del ser humano.
NOTAS:
1) Su
Arrástrame al infierno, de 2009, supone momentánea vuelta a los orígenes de Within the woods o la trilogía Evil Dead, cual alto en medio de la saga
Spider Man.
2) En
EUA viven 79 millones. En términos de boletería, les corresponde las tres
cuartas partes de las entradas vendidas en salas.
3) Como
casi ningún muchachito americano se ha tomado el trabajo de buscar los dvd
originales de los terrores del ´70, o al menos es la excusa dada por los
estudios, varios sellos las retoman, con presupuestos y batería de efectos
especiales mucho más holgados, aunque las secuelas, recreadoras tan solo de un
registro epidérmico de la memoria cinéfila, llegan descafeinadas, limada
la ruibarba de cualquier alusión
intradiegética sobre hombre civilizado, barbarie, o represión de impulsos en el
sujeto contemporáneo con las cuales asaetaban a la conciencia los filmes
originales.
4) Los
muchachos WASP (blancos, anglosajones, protestantes) con pinta de modelos de
turno acuden por enésima vez al lago intraboscoso donde el celebérrimo Jason
vio arrancarle la cabeza a su madre para empezar luego él a defenestrarlas por
su cuenta. Cerca del tenebroso Lago Cristal hay sembrada mucha marihuana,
algunos se hacen la boca agua. Aunque Schwarzenegger quiera legalizarla para
bojear la debacle financiera de California, eso es mala palabra en el contexto
que nos ocupa, donde se demoniza la yerba. Baja la noche y con ella la
cháchara, los tragos; dos enamorados van a su casa de campaña, al descampado
queda la otra nena cuyos senos se apuntan bien bajo su camiseta sin necesidad
de mojársela mediante el erohúmedo lugar común sentado década atrás por
conducto de Sé lo que hiciste el último
verano. La oscuridad tienta las ganas de sus diecipico trigueños años, de
modo que comienza a tocarse con fruición sus pechos tipo Pamela Anderson ante
su novio; mediarán segundos entre tanto éste la penetre mediante coitus
a tergus tomado en plano americano para que esos senos lujuriosos bamboleen
bien frente al espectador. Pero llega Jason y manda a parar. Su legendario
machete dejará acéfalos a ambos pecadores. El Santo Oficio ha hecho su primer
auto de fe, si bien habrá un posterior lance punitivo de idéntico signo: ya en
la casa del acaudalado joven que invita al camping. Este tiene lugar en el
lecho de dicha mansión y dura cerca de extensos cinco minutos (en el terror más
próximo algo común, lo sabe bien el último Patrick Lussier) trae de plus
jadeos, escorzos, y ¿cómo no¿ las tomas frontales de esos siempre grandes
senos, ahora rubios. El niño-hombre-muerto enmascarado rascabuchea a través de
la ventana, aunque sin afán lúbrico, lo suyo anda por el castigo a los
concupiscentes amantes no matrimoniados, tarea que viene haciendo con puntual
perseverancia desde la era Reagan. Así, van quedando cuerpos en el camino; al final
solo llegan, obvio, los más castos, constantes, sufridos, íntegros, moralmente
fuertes. Para colmo, hijos de una madre recién muerta por cáncer. La
hagiografía del horror suele preservar sus arcángeles.
5)
Historias incapaces de generar susto, de producir genuinos escalofríos, son tan
de laboratorio que casi nunca provocan al espectador la sensación de formar
parte de una pesadilla ni logran generar ese clima opresivo distintivo de lo
más granado del género. No pocos exponentes se olvidan de la lección de la
noventera Scream, cuyo sesgo
autoirónico le puso muletas al género para seguir su camino, en tanto rebosan
solemnidad en proporción semejante a cómo le falta vitriolo, sarcasmo, mala
leche o mero humor. El componente lúdrico, vencido siempre en magnitud por la
gazmoñería, la moralina y la pacatería, luce impostado, a la guisa de la pieza
suelta de cierto puzzle.
6) Varias
de de estas películas no exhiben grandiosos resultados en taquilla. No resultan
demasiado habituales fenómenos multimillonarios como las variantes del falso
documental y miedo filmado desde el punto de vista de camarita digital en manos
de los personajes reproducidas en El misterio de la bruja de Blair (Daniel
Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), Paranormal
Activity (Orem Peli, 2009) o Cloverfield (Matt Reeves, 2007), donde un monstruo asuela
el Nueva York post trauma 11 de Septiembre, en la misma línea de los bichos
atacantes en la Guerra
Fría, solo con cambio de foco en el peligro: ahora
proveniente de perdidas cuevas de los consabidos oscuros rincones. Ya un
artículo aparecido en el New York Times,
hace dos años, refería el nuevo fenómeno de cine de terror directo para dvd
(productos estandarizados a una duración de noventa minutos de duración, para
su adquisición extensiva a las cadenas televisivas) un negocio de 150 millones
de dólares al año que tiene como uno de sus actores de peso a la distribuidora
Lionsgate, la cual en 2005 logró vender
en siete días más de 3 millones de discos de la parte original de Saw, resultados conseguidos igualmente
con otras cintas de escaso presupuesto y elevadas cuotas de terror. Constituyen
producciones hechas a semejanza de las de Serie B de los años 50 y 60, de poco
dinero, escasos escenarios, bastantes interiores, actores desconocidos… pero,
ojo, sin la inteligencia ni la viveza de
aquellas, cuyos responsables -a esos entre los cuales Robert Rodríguez
homenajea con justeza en su por desgracia malograda Planeta Terror, de 2007- levantaban con imaginación creativa lo que
les faltaba de presupuesto.
7) La sexta
parte de esta saga (Kevin Greutert, 2009) que llegará a ocho, fue calificada X
en octubre de este año en España “por su sentido pornográfico y apologético de
la violencia”. En iguales términos se había pronunciado la revista New York Magazine respecto a Hostel.
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