El lobo de Wall Street (2013), de Martin Scorsese, funciona de dos
maneras: primero, en cuanto puesta al día, cronológica y metodológica, no tanto
de los destinos de un personaje imperdible del cine norteamericano como fue
aquel tiburón bursátil llamado Gordon Gekko, de Wall Street, la película
estrenada en 1986 por Oliver Stone, como de la continuidad de su presencia cual
material dramático derivado de la mera realidad social. Ahora, por supuesto,
Gekko ya viene transubstanciado en otro tahúr financiero. Diferentes nombres,
ligeros cambios epocales o formas técnicas de desfalcar; pero, en el fondo, el
mismo contexto, similar intención de acumular millones sobre la base de la
sustracción ilegítima y la mentira. Segundo: a la manera, muy en consecuencia
con la trayectoria del realizador de Uno de los nuestros (1990) o Casino
(1995), de otro notable fresco sobre esos -para sí dilectos- universos de la
corrupción, la degradación moral, la ambición y codicia desmedidas; peculiares
deontologías donde la básica y (amoral) regla de sus protagonistas pasa por
adquirir poder, cueste cuanto cueste pintar el color del dinero.
Jordan Belfort, interpretado por Leonardo DiCaprio en la que constituye
su quinto acople con el gran Martin, representa el eje central del relato de
las tres muy raudas horas de El lobo de Wall Street, filme donde el
septuagenario director y su habitual montadora Thelma Schoonmaker regalan a las pirotécnicas
nuevas generaciones de cineastas industriales soberana lección de un eficiente
empleo de la edición en función del ritmo narrativo, sin recurrir a la estética
de picadillo entronizada hace años.
De telefonista en una agencia, Belfort salta a la bolsa, para, en plena
juventud, facturar asquerosas montañas de dinero sucio en muy poco tiempo. La
fama, tanta plata, demasiado poder son difíciles de encontrar una
metabolización por parte suya. Incapaz de procesar su éxito, el “as” bursátil
vive perenne francachela paroxística de drogas, orgías, excentricidades de toda
suerte. Martin capta su mundo alucinógeno de forma tan rotunda como este
comentarista no veía nada semejante desde Miedo y asco en Las Vegas, de Terry
Gillian. Su puesta en escena y la historia de Terence Winter -firmante para
David Chase de Los Soprano y creador de Boardwalk Empire-, parecen relojes
suizos de precisión cinemática al observar la fauna de un escenario marcado por
el desenfreno, la desmesura, la elusión de las pautas posibles. Ni Scorsese
rinde pleitesía a la perpetua bacanal anfetamínica de Jordan, cual
de manera distorsionada anotaron algunos críticos norteamericanos; ni DiCaprio
sobreactúa. Este punto extra en la acentuación histriónica deviene primordial
para fraguar el personaje. Cuanto hace el creador de Toro salvaje (1980) es
expresar, saborear, oler, distinguir las pulsiones, sensaciones de una selva
presa del más salvaje darwinismo de la especulación financiera, cuyos
depredadores -sin barreras éticas ni valladares ontológicos en su búsqueda a
ultranza de más dinero y placer- experimentan el hedonista “deber” de gozar su
victoria biológica de machos alfa de Wall Street.
El firmante de Taxi Driver (1976), fiel traductor de las épocas, no solo
está hablando de la enajenación absoluta de un modo de vida, de muchos Belfort
o de otros de mayor poder, epítomes de la era Madoff; sino además de un modelo
corporativo-bursátil-bancario que hizo agua y condujo al crack financiero de 2008, a la quiebra de
aquellos bancos a los cuales luego el gobierno de Obama respaldó con la entrega
de 800 000 millones de dólares, pese a haber estafado al pueblo norteamericano.
Pero, esto, sabemos son cosas de la economía y la política estadounidenses.
Financista, banqueros, corruptos seguirán en posición de poder. El ejemplo
mayor es este Belfort, inspirado en el personaje homónimo real, quien tras
estar menos de dos años en prisión por su inicua andadura en el emporio del
dinero invisible, reemergió y hoy día amasa millones otra vez, entre otras vías
por impartir “conferencias sobre técnicas bursátiles”. El gran timador, el
malversador por excelencia ahora cobra 4 000 dólares por persona a los oyentes
de sus seminarios a lo largo de la nación, en sesiones teóricas donde promueve
el mismo decálogo utilizado por él en los ´90. El vivo vive del bobo y el
capitalismo de la tierra de Hearts engorda con la sumatoria de “loosers o
perdedores” interesados en comprar el “Sueño Americano”.
A la insana fascinación colectiva por truhanes como el corredor de bolsa
Belfort -no obstante su prontuario, identificados como “ganadores” en parte del
imaginario norteamericano-, también se refiere, y bien, El lobo de Wall Street,
cuyos fotogramas estrechan ínsita ecuación de despeje con referentes esenciales
de la cultura estadounidense. Esa resulta en realidad la causa fundamental, no
la otra antes consignada y solo a manera de justificante argüida, por la cual
los académicos la ignoraron en los Oscar varios tanques pensantes arremetieron
contra ella en los grandes medios corporativos, o críticos como el de The Wall
Street Journal o varios otros la calificaran de “espectáculo vacío”. Scorsese
no es gratuito, ambiguo ni hagiógrafo; tan solo entomológicamente realista en
la descripción de personaje y contexto dentro de su cuestionada biopic,
encargada de llevar a lo fictivo parte de lo formulado en el documental Inside
job (2010). Richard Brody, de la revista
The New Yorker, describió con justeza la naturaleza de la repulsa interna a El
lobo de Wall Street: "Aquellos que condenan sus excesos están defendiendo
su propia inocencia, quejándose demasiado de su inmunidad a sus tentaciones".
Belfort no es, aunque se le
parezca, el De Niro de Uno de los nuestros, aquel mafioso en cierto modo
intangible para el común de los mortales más allá de la comunidad gangsteril,
sino un hombre común pero con mucho más poder para destrozar destinos, muy
cerca de muchos, quien estuvo ahí (de hecho aun sigue ahí, aunque en otro
puesto), hizo daño sin contemplaciones, pero es parte de un sistema alentador
de tan voraces apetitos. El ataque local al filme, a la larga, no es más que la
combinación de pura hipocresía con el dolor de haber sido objetos de un retrato
no consentido al centro de su pecho. “Belfort, nos jodiste; no obstante
queremos ser como tú”. Tal presunta dicotomía inducida afecta la nervadura, la
médula ósea y hasta los 21
gramos del alma muerta de un sistema enfermo de sí
mismo.
http://vichevargasg.blogspot.com/2015/02/sindrome-del-dinero-arq.html
ResponderEliminarDE LA SERIE DE TV BREAKING BAD
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