Renoir (Gilles Bourdos, 2012),
exhibida en Cuba como parte del Festival de Cine Francés en cartel, es una
aproximación al período creativo final del maestro impresionista francés Pierre
August Renoir (1841-1919), a partir de 1915, en la
Costa Azul, tras la muerte de su esposa
Aline; aun en plena labor plástica pese a la afección reumática que afecta la
movilidad de sus manos. No se trata con
exactitud de una biopic integral, sino parcial. Por ende, dado el lapso
espacial cubierto por el arco dramático del relato, había aquí trigo limpio
para segar bastante en el examen instrospectivo del personaje y su marco de
relaciones humanas durante etapa tan definitoria de su existencia. Empero, el realizador
Bourdos no alcanza un afianzamiento caracterológico del pintor; más allá de sus
silencios o insistencia en dibujar a Andrée Heuschling, la joven pelirroja que
da pie a Los bañistas u otros lienzos postreros suyos.
Aunque tampoco lo de la
relación con esta, su última modelo y primera esposa de su hijo, el célebre
cineasta Jean, va en la cuerda mucho más problémica, conflictual de,
verbigracia, La bella mentirosa
(Jacques Rivette, 1991). Aquí la interacción tiende más a lo sensorial, al
realce del cuerpo de la joven ante las iridiscencias, el brillo campestre, la
conjunción de su halo con el de las aguas…, labor de la cual se encarga, no sin
lustre, el excelente fotógrafo taiwanés Mark Ping Bing Lee; si bien la
proclividad a lo bucólico-pastoril llega a abrumar a cierta altura del metraje.
En su cuarto opus, en el
cual se inspiró en Le tableau amoureux,
biografía novelada de Jacques Renoir -tataranieto de Pierre-Auguste y sobrino
nieto de Jean- el director de Premonición (2008) solo atina a estampar
viñetazos de humanidades, por norma escindidos dentro del desarrollo del guion;
más preocupado como está en la configuración visual de un filme cuyo continente
quiere poner bien en armonía con la feraz imaginación pictórica del artista, a
desmedro de un contenido con algunas líneas de interés pero desprovisto del
suficiente numen que ubicaría al narratario en conexión con la mente del
creador. Dicho puente de empatía nunca logra tenderse.
El filme se alimenta de
algunos buenos momentos, debido en lo fundamental al bordado del magnífico actor
Michel Bouquet del personaje central y a unos escasos pero proteicos diálogos
entre los personajes de los Renoir padre e hijo que, de consuno con la loable
descripción cotidiana de las costumbres y rutinas hogareñas, de algún modo dan
idea del modo de vida dentro de la casa de familia donde convivieron algún
tiempo dos genios de distintas artes, uno de ellos sin saberlo todavía. En tal
sentido, concitan interés las alusiones a la protohistoria cinemática de Jean
-en la mansión paterna, al ser herido en la Primera Guerra Mundial, antes
de retornar al frente- en la pantalla, a través de ese período cuando aun solo
sueña el cine y faltan varios diciembres para Nana (1926), La gran ilusión
(1937) o Las reglas del juego (1939).
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