viernes, 6 de junio de 2014

Barcelona, un mapa: cartografía abrupta


Al aproximarse a A la deriva, cinta estrenada en 2009, la crítica española censuraba a su realizador, Ventura Pons, el hecho de que su sentido del riesgo le hacía caer en opciones tan discutibles como las de montar en paralelo un encuentro erótico con imágenes de africanos masacrados. Ese sería tan solo, un ejemplo entre muchos de su “sentido del riesgo”; podrían citarse momentos parecidos en unas cuantas de sus películas.

Es que la filmografía toda del prolífico director catalán está preñada no solo ya de situaciones o escenas de características semejantes, sino más, de líneas de relato, e incluso narraciones completas donde los malabares imaginativos y los triple saltos mortales de audacia argumental ponen en verdadera situación de peligro el equilibrio de sus historias.
Barcelona, un mapa (2007) confirma el aserto por conducto de un mélage batiburrillado de ideas, coordenadas estéticas, tonos, registros genéricos; muchas veces yuxtapuesta esta arcilla múltiple dentro de una estructura narrativa sin demasiada certeza de cuál resulta el objeto cabal de la construcción dramática ni el trazo cardinal del leit motiv.
Barcelona…, otra de las frecuentes adaptaciones de Ventura Pons -en este caso sobre la pieza escénica Barcelona: Mapa d'ombres, entregada a las tablas por Llüisa Cunillé para 2004; también bebió el realizador de fuentes teatrales en Caricias, Forasteros u otras cintas- se ve lastrada por un mal de fondo que la autoaniquila por obra de su misma incontención: la puesta en escena sucumbe a la sobreabundancia de temas, a la superposición de varias líneas de relato a la columna vertebral de la trama que dificulta la asimilación de no poco de cuanto hay de interés en los gozos y las sombras de este viejo matrimonio catalán seguido por la cámara; sobre todo en las segundas.
Se entiende que el director de Anita no pierde el tren y Amor idiota se decanta por ello en razón de conferirle mayor posibilidad de ventilación fílmica al perfil teatral de un guión sembrado en interiores, con escasos personajes a su disposición…, pero meter de forma acumulatoriamente forzada en el mismo saco de su intento de ejercicio cartográfico sus devociones historiográfico-estético-urbanitas (desde el arranque con la grafía documental de la guerra civil hasta el reiterado ítem referencial del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, mucho más que las otras alusiones arquitectónicas, envuelto en cartucho sonoro filooperístico), inmigración latinoamericana, piromanía, edipismo, endogamia, sociología matrimonial ibérica, esos flashes o efectos de extrañamiento a destiempo, el mood drag del viejo emperifollado con vestido y carmín de señora y el pasado incestuoso a conciencia de su compañera con la gratuita digresión de los lances homosexuales de ese hijo al que pasa por hermano, sonaría a algo rayano en el despropósito.
No llega a serlo del todo, no, a causa de la forma en que fueron esculpidos los personajes centrales de la pareja de ancianos dueña de este piso barcelonés donde orbita la trama (como también orbitaría en la posterior Forasteros), y sobre todo merced a la defensa que de ellos emprenden Josep María Pou y Núria Espert. El primero es el bastión básico -e intocable a las manos del crítico dada su estatura interpretativa- de Barcelona, un mapa.
En la jerga fílmica estadounidense la expresión "acariciar el perro" denota que le pusieron demasiado caramelo a un personaje. "Matar el perro", todo lo contrario. Y en componer en el libreto -y caracterizar- a este par de adultos mayores, uno en plan de partida por la enfermedad terminal que lo aqueja, la otra en son de develar todo cuanto escondió de su pasado, hubo su buena alevosía canina, ingenio, mala leche, imaginación; bastante hay en sus reacciones y parlamentos de pasiones humanas, desilusiones, mentiras muchas y verdades menos, ternura, dolor y otros tantos virtudes o desperfectos que orlan o afectan a esta máquina de errar que somos los humanos.
Pou y Espert constituyen el par de troncos gracias a los cuales la película no se deshace al viento. La infaltable Rosa María Sardá, en el rol de la inquilina profesora de francés, lo mismo, pura delicia histriónica. Merecían los tres la suerte de una película más a la altura de sus registros, un filme más llevadero para el espectador.
Cierto famoso director europeo reflexionó recientemente: El cine es una cuestión de sentido de la medida. Para mí, el cine le cuesta mucho al espectador. Cuando uno ve una película en una sala, cualquiera sea la suma que se haya pagado, también se paga en horas de vida. Una vez franqueada la puerta, una hora y media de nuestra vida se escapa irremediablemente. Ese tiempo no volverá jamás. ¡Imagínense cuál es la responsabilidad de un cineasta frente a hombres que van a perder una hora y medida de sus vidas para ver su obra!”.
A lo mejor sería bueno enviarle un correo con el texto a Ventura Pons.

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