Un crítico europeo arrancaba
así su apreciación de Una historia de violencia (History of Violence, 2005):
“El film de (David) Cronenberg, quizás su mejor obra hasta ahora, me ha
recordado mucho a Camino a la perdición de Sam Mendes. Preside ambos films un
idéntico clima de fatalismo violento que pesa penosamente sobre los
protagonistas: la casi imposibilidad de escapar del propio pasado. Tom Stall,
un hombre tranquilo de mediana edad, vive en Millbrook, un pueblecito de
Indiana, con su mujer y dos hijos, uno, adolescente, la otra, una niña todavía
pequeña. Es el dueño de esas típicas cafeterías americanas en que se sirve
comida rápida elaborada en el mismo establecimiento. Una noche se presentan en
el local, a la hora del cierre, una pareja de atracadores itinerantes con
numerosas muertes a sus espaldas. Y Tom, en un momento dado, no tiene más
remedio que matarlos para evitar que acaben con él, sus dos empleados y unos
clientes. Su repentina y efímera fama como héroe americano le trae como secuela
una terrible tempestad: en la localidad aparecen tres peligrosos gángsteres,
empeñados en afirmar que Tom no es otro que Joey Cusack, un peligroso sicario,
desaparecido hace años, hermano de un conocido "boss" y con un montón
de cuentas pendientes, entre ellas la que los tres mafiosos pretenden saldar.
Tom y su familia no salen de su asombro, aunque quizás no todos estén tan
seguros de que nada tiene que ocultar. Poco a poco las sospechas se abren
paso…”.
La película -cine que puntea
aperturas a nuevos registros genéricos en el expediente expresivo del
canadiense, tan o más notables en la posterior Promesas del este, de 2007-, es
una cruza personalísima de cine negro y western que respeta a partes iguales
las señas icónicas demarcatorias de cada territorio genérico dentro de un
relato simbiótico jaezado en lo argumental por la necesidad de respuesta de
este hombre de pueblo (Viggo Mortensen) ante el arribo allí de estos tipos de
turbias metas. Los visitantes fungen como el elemento catalizador de la salida
a superficie de corrientes subterráneas en el yo individual-escenario familiar
y de la suerte de “mutación” experimentada por el personaje central, a quien no
le queda otra que sumergirse hasta el fondo en una verdadera historia de
violencia con el fin de preservar la familia fundada: núcleo humano consolidado
a despecho de su pasado e incluso quizá de su propia naturaleza. Lo que
Cronenberg orla es una sugestiva aunque probablemente demasiado subrayada
declaratoria de intenciones, por mucho remarcada en su filmografía general
tanto como el tema de la doble identidad, acerca de la inherencia de fortísimas
pulsiones primarias en el fondo ideológico-conductual no ya de un individuo,
sino de la especie. Al percibir el “viraje” psicológico de Tom no a la manera
de una especie de transustanciación volitiva, sino por el contrario casi al
modo de la respuesta consustancial ante determinada situación de hostilidad,
está proyectando de algún modo su percepción sobre la tácita condición
beligerante del ser humano, solo requerida para manifestarse del mecanismo
detonante preciso según indicarían sus imágenes. Podrá agradar o coincidirse o
no con su proposición, y hasta parecer determinista, pueril o anquilosada
visión tal, pero en lo que sí habrá que estar de acuerdo es en las
extraordinarias facultades del director de Zona muerta para construirse una
película de esas (ya pocas vista la pantalla en su conjunto al día de hoy) que
machetean el resuello y no derrochan una escena ni siquiera un encuadre
gratuitos a través de sus muy bien montados 96 minutos. Tiempo en pantalla que
guarda memorables secuencias, planos-secuencias-planos fijos-contraplanos
geniales de Peter Suschitzky,
atmósferas deudoras del mejor noir de los ´50, silencios pletóricos de
significados y una banda sonora de Howard Shore que ribetean con toques aúreos
un tejido dramático hilado con mano clásica. Cronenberg deja deslizarse entre
sus guiños los fantasmas cómplices de algún John Ford, Elia Kazan, Sam
Peckinpah o el George Stevens de esa Shane el desconocido que, de niño, le
enseñó a conocer la madera violenta del cine y sus hombres. Su filme, ríspido
mas a la vez cargado de sensibilidad y sentimiento, es emotivo y franco.
Paradigmática del manejo del tiempo en la narración cinematográfica, a esos
quienes la leyeron “lenta” o amodorrada en el ritmo, cabría preguntársele de
qué otra forma resultaría viable en pantalla representar las claves para
desenredar el ovillo por donde se dobla y pierde el hilo de la paz hasta desembocar
en una rueca siniestra de opresión y angustia.
Polisémica, generosa en
lecturas, la obra, en opinión de su propio creador “es una película sobre las
consecuencias de las acciones que emprendemos. La violencia es la violencia del
protagonista y del lugar del que procede (…). La violencia no es un ballet, no
es la coreografía de un combate de sables en un bosque de bambú. Es negocio. Murder incorporated. Al igual que los
negocios, la violencia es eficaz, brutal, rápida; de una cosa se pasa a otra.
Así fue mi acercamiento a la violencia en esta película. Había visto dvds que
se pueden comprar en los Estados Unidos y donde se muestra como uno puede
entrenarse para matar a gente en la calle. (…) Encarnan al fantasma paranoico
del ciudadano americano. Usted va andando por la calle con su mujer y tres
negros se le acercan con revólveres para matarle y violar a su esposa. O bien
tiene usted un arma y termina por herirse accidentalmente, o aprende a matar.
Este es el objetivo de estos dvds. Viggo en la película, se inspira en estas
técnicas para defenderse. Existe toda una especie de filosofía detrás de estos
comportamientos. Cuando un hombre aborda a otro con un arma de fuego o un
cuchillo, el contrato social se rescinde. Ya no se trata de "parecer".
Ni es deporte, ni artes marciales, con reglas y árbitros, sino una cuestión de
supervivencia y es la ley de la jungla. George W. Bush construyó así su
política exterior. "Quiero a Bin Laden vivo o muerto" -declaró. Es
una frase del western. Y si esa es la mitología con la que uno vive, todo está
permitido, asesinato y tortura incluidos “.
A
diferencia de la mayor parte de los realizadores que trabajan con material
adaptado de novelas gráficas, quienes conocen o al menos tienen una idea del
punto de partida del cual despegan sus relatos, Cronenberg se enteró que el
guión de Josh Olson surgía de la elogiada historieta de John Wagner y Vince Locke (Paradox Press,
1997) a días de finalizar el rodaje, según confesara públicamente. Olson, en
cambio, sí degustó bien las viñetas y no riñe demasiado en su escritura con el
primer tercio de la historieta, aunque de ahí en adelante sí ya va casi de a
pleno por su cuenta en la creación de motivos argumentales inéditos. Empero,
más allá de cualquier circunstancia factual, a una conclusión sí es fiable
arribar luego de apreciar largometrajes como este, Road to Perdition o Sin
City: hoy por hoy resultan las graphic novels de género negro uno de los
blancos de exploración de la pantalla en territorio-comic de más fecundo
tratamiento cinematográfico.
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