viernes, 13 de junio de 2014

La afgana Osama y la mongola La leyenda del camello que llora


No es Bin Laden, sino una niña de doce años la nombrada Osama y protagonista de la cinta homónima afgana. A la pequeña no le queda otro remedio que aparentar ser varón, porque el régimen talibán le prohíbe todo a la mujer - entre ese todo figura trabajar también-, y ella debe impedir que su paupérrima familia muera de inanición, realizando alguna labor que le proporcione un mínimo jornal. Aunque solo le de  para traerle una sandía al anochecer a la madre y la abuela.

Hay películas que nos hace dudar si somos humanos o una especie de virus letal en fase de mutación (como definiera alguna vez Noam Chomsky ciertas conductas de la especie). Osama, pura bilis derramada para manchar la alfombra de lo inverosímil, quebranta nuestra certeza teológica del triunfo del bien. Todo cuanto sucede en el itinerario vital de esta niña es tan aberrante, sórdido y deshumanizante que hace sangrar los tobillos y muñecas de la esperanza, para inri de la especie.
Es preferible ser camello que mujer en el Afganistán donde pusieron en una pica la cabeza de Najibullah, y luego controlara -o aparentara hacerlo- Estados Unidos, cuya batuta nada hizo por subvertir el status quo de indefensión en que se encuentra el sexo femenino en esa nación asiática. (Que lo suyo y lo de la OTAN tuerce a otro giro, claro).  Eso la película, primera hecha allí luego de la “retirada” de los talibanes, tampoco lo dice, lo cual compartiría con la actual perspectiva su vitriólico mensaje ideológico.  Lo cierto es que, con talibanes o americanos, las Osamas posibles de la tierra del opio siguieron siendo el estropajo con que son lavados los trastes bajo la pila.
El filme, Cámara de Oro en Cannes y Espiga de Oro en Valladolid, constituye la opera prima de Siddiq Bermak, si bien no lo asemeja, en tanto el debutante, también autor del guión, ha impregnado una carga de tensión de ritmo sostenido a su opus a la manera de un consagrado, y consigue proyectar una fortísima mirada de complicidad sobre el personaje de esa niña con cara de ángel cuyo via crucis veremos plano a plano.
Si una rareza cinematográfica planetaria es Osama, no menos lo es La leyenda del camello que llora, filme mongol de la joven directora Byambasuren Davaa, escrito por ella y el documentalista (aquí además fotógrafo) italiano Ligui Falorni. La obra de la realizadora asiática podría definirse como un nuevo paradigma de la plasmación de la sencillez narrativa en pantalla. La historia va de un rito ancestral practicado entre los nómadas del desierto de Gobi: cuando una camella deja de amamantar a su cría por alguna razón ellos acuden a un violinista para que con su música enternezca el corazón de la madre y acepte a su retoño.
Pero esto en realidad representa el pretexto dramático para armar un “documental narrativo” inspirado en el trabajo de Robert Flaherty en los años 20 (Nanuk el esquimal, El hombre de Aran, Una historia de Louisiana), cuyo punto de enfoque central se planta en captar pulso y respiración de una familia real que hace su rutina frente a la cámara; su forma no por primitiva menos eficaz de comunicarse; la calma y rectitud con que asumen el mundo y cada nueva experiencia que les plantea; su respeto a la Naturaleza; su asombro cotidiano ante la grandeza de la vida, como esencia de un estado que, según el propio Falorni, los aproxima a la niñez. De tal que sus imágenes pretendan transmitir, ex profeso, esa arcadiana concepción de la existencia.  
Viejos compañeros de la Escuela de Cine de Munich, Davaa y Falorni filmaron en locaciones naturales y con nómadas auténticos por espacio de un mes La leyenda del camello que llora, filme que habla además de conceptos como la veneración ancestral y los valores espirituales a través de una visión antropológica que se vigoriza al rezumar humanidad, al tiempo que aporta al imaginario fílmico mundial visiones primordiales de un mundo hoy día casi ignorado.

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