Como Spielberg u otros de la
camada, de niño Sam Raimi (1959) filmó en Super 8, desanduvo luego los pasos
habituales hasta el 35 milímetros…,el éxito: la consabida cadena, aunque no
necesariamente en tal orden, pues ya rodando en 16 se agenció los primeros aciertos
en la pantalla; ahí está para refrendarlo algún capítulo de su trilogía Evil
Dead, iniciada hacia 1981. A
la manera del contador de historias evocado por Oscar Wilde en su célebre apólogo
sobre la fantasía, a Sammy le agradaba referirle relatos nocturnos a sus
compinches de mataperradas: “Me gustaba sentarme alrededor de una hoguera o en
una habitación oscura y escuchar y narrar historias de miedo de mis amigos”. Al
modo de Tarantino, se “tragó” los géneros (en su caso los ligados al
fantaterror), en vino fílmico escanciado con remarcada fruición a lo largo de
los años.
Mas, como nadie conocido (no
lo hicieron siquiera Nolan ni Singer tras unos y otros Batman o X Men), emerge
indemne -si nos olvidamos de la tambaleante tercera pata de la mesa del
tríptico a convertirse en tetra-, de una ultramegaproducción corte Spider Man y
se mete en un proyecto de pinta old fashion (ese logo viejo de la Universal al inicio
supone una declaración de principios), aire Serie B, escaso presupuesto y
avivada picardía imaginativa sin fórceps de la guisa de Arrástrame al infierno
(Drag Me To Hell, 2009).
Filmada bajo pleno control
creativo en el plató de la por sí fundada Ghost House Pictures, a como le vino
en gana acorde cuanto pensaron él y su hermano coguionista Ivan, es ésta una
película a contracorriente de la pornotortura terrorífica concebida en
Norteamérica hoy día -cero sadismo y sexo punible, escasas reconvenciones
moralínicas, discreto aparataje digital, sustos inteligentes, desarrollo de
personajes-, decidida a montar su dispositivo artístico sobre pistas
circundantes con la lógica narrativa del relato clásico de horror, pero
emparentado sin remedio a negociaciones intergenéricas directas con el
slapstick, la vieja escuela del cartoon, Tex Avery, Chuck Jones… y, cómo no, al
propio estilo lúdico del Raimi de Evil Dead 2 (1987), aquella alucinógena
mixtura de gore y chivadera calificada por la crítica del New York Times cual “el encuentro entre Los Tres Chiflados y El
Exorcista”. Amamantada, claro, por pretéritos fueros o sensibilidades del tipo a pecho limpio de antes de Darkman, las
arañas, sexys pistoleras rápidas y mortales, o peloteros kevincostnerianos. Enganchada, sí, a la
energía, al fluido sanguíneo de ese genial pero relegado thriller de1998: Un
plan sencillo.
Arrástrame
al infierno es un arrebato subversivo, maverick (rebelde) que devuelve al un
día enfant terrible del terror a los territorios del libre albedrío escritural.
Trazo de estilo confirmante mediante cuatro dólares -luego de la epopeya de
adaptar con cientos de millones a la criatura dilecta de Marvel tres veces- que
todavía en su anatomía cincuentona se guarece el muchachón amante de los
géneros capaz de armar su película casera, el a partir ya mismo de sus
balbuceos situado entre los renovadores del terror durante las fechas pioneras
vinculadas a Whitin the woods (1978), cortometraje precursor de Evil Dead.
Época épica cuando al fragor de las primigenias batalla autorales de Raimi,
Stephen King ponderaba sus guiñoles sanguinolentos provistos de humor negro y
habitados por fantasmas de Lovecraft.
Aunque
debido a su historia de esta empleada bancaria protagónica (Alison Lohman)
perseguida por la maldición de una vieja gitana (Lorna Raver) tras negarse a
prorrogarle su crédito, Arrástrame… haya sido visto cual suerte de reconvención
contra crisis hipotecarias y/o o burbujas especulativas -lo cual en cierto modo
tampoco deja de tener sentido, como también lo poseería en igual nivel de
apreciaciones, de atribuírsele, por ejemplo, a The International, thriller del
alemán Tom Twyker- más que apuntes sociológicos no jerarquizados en verdad a
grado alto por Raimi, aquí de lo que cabría hablarse con mayor justeza es de
una rica gamberrada que desde el vientre de la industria reivindica al universo
Corman, a la vieja escuela Raimi, a sus colegas Carpenter y Craven. Eso, sin
descubrir el agua tibia ni reinventar nada (el relato, en sí, tiene poco de
original e incluso ofrece concesiones a lugares comunes del terror adolescente:
vean la pareja protagónica), solo haciendo las cosas bien, con amor y pasión
hacia el género, sin el mecanicismo al uso ahora. Como antes de Saw, Hostel, es
decir la era del picadillo de vísceras.
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