La eternidad y un día resulta
una de las obras fílmicas más hondas y bellas del realizador griego Theo Angelopoulos , aunque a la vez figura entre las menos franqueables de su
filmografía para el espectador, pese a que probablemente sea con sus dos horas
y tanto la más breve de un hombre empeñado en componer extendidísimas películas
como si de novelas se trataran. Y decir lo segundo del creador de La mirada de Ulises no es poca cosa; pues este autor optó por un estilo de
cine muy particular, caracterizado por constantes como singulares metáforas, la
elusión del raccord, la evanescencia
del relato en el terreno de lo ilusorio, su tendencia a la grandeza, la
solemnidad, el hermetismo, la autoobservación, un tempo lento de larguísimos planos-secuencia y prolongados
silencios como templos dóricos que hacen sombra sobre el exiguo diálogo de sus
personajes... Al igual que Borges, el director helénico piensa, de manera
confesa, que mientras unas pocas
personas lo entiendan, con eso le basta; si ese reducido grupo estuviera
integrado por amigos, no le disgustaría.
Aun así, o quizá a causa de ello, en la tentación intelectual de
canonizar las sagradas escrituras
autorales el calificativo de genio viviente del cine contemporáneo en ningún
momento se le ha cuestionado.
El filme con el cual Angelopoulos se granjeara la Palma de Oro en Cannes´98
adopta no más comenzar un parsimonioso tono contemplativo, de mirada reflexiva
sobre la actitud de un ser humano al borde de la muerte: Alexander, veterano
escritor marcado por una enfermedad terminal que efectúa un postrer viaje de 24
horas, acompañado por obra del azar de un niño albanés refugiado en Grecia. En
dicho periplo se alternan en la mente de este hombre períodos de fabulación
imaginativa con otros de vívidos recuerdos reales que lo retrotraen a
diferentes etapas de una vida para ayudarlo a establecer un balance existencial
de lo que ésta fue en tanto resultado humano, más que intelectual: convergencia
de planos de hecho ya común en la obra conjunta del director de Paisaje en la niebla con el guionista
italiano Tonino Guerra, el mismo libretista de Fellini - quien comenzó una
relación de trabajo con el griego hace décadas-, como lo es dentro de su
ejecutoria total el concepto del viaje cual válvula de escape de cosmogonías
filosóficas, lucubraciones, miedos, dudas.
Nada como la cercanía del final para descifrar de un modo
más inteligente los motivos de los yerros, todo hace indicar reflexiona un
personaje central que se formula interrogantes del siguiente talante: ¿Por qué
no supimos amar¿, ¿por qué debemos podrirnos, desgarradoramente divididos entre
el amor y el deseo¿. Alexander pasa la cuenta a sí, a su pasado y presente,
pero también en cierto modo a los de su país, preocupación que casi es
imposible falte en los opus angelopoulanos,
si bien proyecta su mirada indagatoria sobre el futuro de esa nación y de
Europa toda a partir de las formas en que se manifestará el fenómeno
migratorio, el que pone pie en escena por conducto del personaje del niño
extranjero. Con Alexander, parece sugerirnos Theo, se va una generación que ya
constituía probablemente el último eslabón de esa Grecia postbélica
demográfica, étnicamente compacta y ahora sometida en tal sentido a un
progresivo proceso de atomización del cual -las ideas se asocian al leer a
Angelopoulos y los hechos lo
confirman-, ya ninguna región occidental
escapará.
A semejanza del Spyros de El apicultor (un inmenso Mastroianni
aquel), el Alexander de La eternidad y un
día (un notablemente sólido, lúcidamente eficaz Bruno Ganz), es un hombre
maduro que ha tomado algunas decisiones comprensibles y otras que ni él mismo
entiende su razón. Razones que no se explican aquí, como tampoco son resueltas
en otros filmes de Angelopoulos; lo que sí parece interpretarse mejor ahora
tras apreciar este largometraje es la visión oscura que comparten tales piezas
cinematográficas, donde el tema-obsesión de la muerte y la desolación no dejan
de merodear. Al director jamás se le olvidó la cara puesta por su madre al
contemplar el cadáver de su padre en la guerra civil, detalle que incluso se
encargó de reproducir en su cinta The
weeping meadow; a punto de
comenzar el rodaje de La eternidad…
sufrió otras dos pérdidas sensibles para él. El impacto que ello le produjo
queda irremisiblemente remarcado a través del drama que engendra a estas
imágenes impregnadas de un lánguido hálito otoñal de fin de ciclo, no obstante
casi sublimes en la majestad visual de la estética peculiarísima de un hombre
cuyas películas son tan inconfundibles como los lienzos de esos grandes
retratistas con quienes comparte el hado, don o capacidad milagrosa de
volcarnos hacia fuera del lienzo corazón, vísceras, emociones y horrores de los
retratados.
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