martes, 17 de junio de 2014

Vittorio de Sica: un oído aguzado para escuchar las penas del hombre


En varias de esas usuales controversias en torno a las posibilidades expresivas del cine se ha dicho que a este arte le resulta imposible filmar lo que sucede en el interior de los personajes, porque carece de medios para ello, a diferencia de la literatura. El gran cine siempre ha desmentido semejante memez. Hay muchas escenas, secuencias completas, en la obra de Vittorio de Sica que lo refutan: el alma del pequeño Giuseppe se vuelca en esa última y atónita mirada, antes de caer desde el puente al suelo de piedras, luego de la amenaza de Pasquale, su compañero de lustrar zapatos, robo y cárcel de la dura cotidianidad descrita en Limpiabotas. Todo el dolor, la pena y el asco del mundo encuentran cabida en la madre de Dos mujeres, al ver a su hija, casi una niña, violada con saña por los militares turcos. El viejo Umberto D de la obra maestra  homónima rumia su soledad, su vergüenza interior y esa falta de solidaridad de lo demás hacia sí, en prácticamente todo instante en que su figura entra al campo de la cámara. Tres minutos le bastan a De Sica en Los girasoles para precipitar todo un torrente emocional y generar una atmósfera soberbia de angustia y frustración en ese encuentro de la mujer italiana con su hombre en Rusia, tras buscarlo afanosamente después de la guerra y encontrárselo allí, ya esposo y padre.

La filmografía de este maestro de la pantalla, íntimamente vinculada a la obra escritural de Cezare Zavattini, está repleta de instantes parecidos, de agudas intuiciones expresivas y recalos en los más recónditos insterticios de la humanidad de los personajes.  De Sica fue, por arriba de todo, un observador de los sufrimientos de nuestra especie ("Para amar la vida es necesario vivirla; yo he sufrido, por eso amo a los hombres que sufren", dijo), alguien que supo mirar al individuo no desde las atalayas del distante enjuiciador ni desde promontorios de superioridad. Se convirtió en una suerte de misionero sin ánimo ni vocación de redentor, mas bien con voluntad de compartir, de establecer un pacto invisible de confraternización entre las almas que poblaban sus historias y el espectador dotado de sensibilidad, que no se contaba en gran número precisamente cuando el realizador empezara a proyectar su calibre en plena cosecha neorrealista.
El cine del creador de Milagro en Milán unió a la habitual desenvoltura demostrada desde los inicios -principalmente en las cintas ya inscritas en el neorrealismo-  un depurado estilo de realización, austero, exacto y preciso, donde convergieron, con armonía en su exposición, el análisis de esa simple complejidad de algunos de sus grandes personajes, y la efectividad de las tramas que desarrollara. 
Ejecutó ejercicios fílmicos pertrechados de tanta dignidad como efectividad, en películas contentivas de abundantes dosis de sabiduría vital que, más allá de la tristeza que emanaran, entretenían y mantenían el interés del espectador. De Sica solía subrayar y condensar la psicología de sus personajes, sus pasiones, con trazos certeros, que mucho ayudaron a comprender la materia de que está fabricada nuestra especie. Las películas suyas eran visiones contundentes y rotundas de humanidades en conflicto, merced al delineado del perfil de los personajes; la precisa selección (y dirección) actoral -en varios casos, personas sin experiencia alguna en el oficio-; la sencillez genial de la concepción de los diálogos, tan ordinarios e inelevados como la vida misma; y la imbricación de las descalabros vitales observados a un marco social concreto, que en última instancia los germinaba, conducía e incluso determinaba sus desenlaces.
 Este napolitano, nacido en 1901,  maduró varias obras redondas, cerradas, bien ensambladas, las cuales sobresalieron por el minimalismo maestro con que su creador emprendió la arquitectura constructiva, decurso y resolución.  Facturó cálidas narraciones, llenas de naturalidad, sin concesiones a efectismos ni estridencias, de ritmo pausado, donde bullían personajes memorables, perfilados con tiralíneas e interpretados con apabullante convicción.
Estuvo familiarizado con el arte al que le dedicó la vida desde los siete años, cuando realizó su primera interpretación cinematográfica. Quiso o quisieron que fuera, no lo sé, abogado, profesión que, como con tantos otros sucediera, no llegó a ejercitar. Le halaban mucho tablas y platós. Antes de actor fue, nos recuerda Georges Sadoul -quien, por cierto, yerra en su fecha de nacimiento, al ubicarla en 1903-, animador de café y cantante. En cine sería galán de las películas de Mario Camerini; al comenzar en la realización ya había intervenido en más de una treintena de largometrajes, la mayoría en carácter protagónico.
Se autodirigió en Rosas escarlatas, 1940, y Magdalena, cero en conducta y Nacida en viernes, ambas de 1941. El mismo año dirigió Un garibaldino del convento y La puerta del cielo. Sobre esta etapa inicial, a la que varios críticos le señalan la insistencia melodramática, Patrice G. Hovald, en el capítulo reservado a De Sica en el libro "El neorrealismo y sus creadores", afirma:  "La influencia de Camerini se deja notar con fuerza, pero la inspiración, de película en película, gana originalidad, la dirección de actor, autoridad, y su propia posición personal, responsabilidad. La ironía se hace hiriente y hasta se hará corrosiva y cruel e I bambini ci guardano. No tardará en aparecer el maestro del cine".
En efecto, aparece el maestro, Limpiabotas mediante, esa hermosamente ríspida película de 1946 en la que ya el creador y su en lo adelante inseparable Zavattini comenzaran a apostar a favor de "lo que generalmente no produce más que indiferencia", tal cual, con agudeza, expresara Henri Agel en su libro Vittorio de Sica. El drama de Pasquale, Giuseppe y los tantos vagabundos que como ellos deambulaban por las calles italianas, le resultaba indiferente al mundo. A nadie le interesaba el sueño compartido de comprar un caballo, ni más tarde la anulación personal en el reformatorio. Ni el bofetón que cada mañana les soltaba en el rostro la hediondez de la pobreza de una economía post-bélica mustia y un orden social inoperante, excluyente, donde el pobre era la hez que los ricos, cual gatos, querían tapar para espantar su olor.  La misma indiferencia sentiría la patrona de la casa donde se hospedaba el jubilado Umberto D, o el comendador, o el otro viejo ¿amigo¿ al que el anciano le pide dinero sin palabras, porque de implorar se encargan los ojos de Carlo Battisti -el actor que lo personifica .
En Limpiabotas, De Sica configurará una panorámica de la estela de devastaciones dejada en los órdenes económico, moral, social y político por el cataclismo bélico. Al tiempo que apostrofa el status quo, anatematiza la burocracia de las prisiones y la impiedad para con el prójimo de algunas personas. "En el filme quise presentar un hecho que siempre me ha interesado: la indiferencia de los hombres para con las necesidades del otro", declarará.  Limpiabotas, esta historia de los dos niños condenados a purgar entre rejas el robo de unas colchas, constituye uno de las películas más nobles y sinceras que alrededor del atropello infantil el cine haya parido, como lo será, en cuanto a su reflejo de la soledad de la vejez, Umberto D.
Estaría sujeto acaso a un acto de iluminación el  realizador al rechazar a Cary Grant para encarnar el personaje central de Ladrones de bicicletas (1948), así como el respaldo económico de los norteamericanos, en valiente determinación en momentos en que todos daban la espalda al guión. Es, en fin, Lamberto Maggiorani, obrero en la realidad, quien da vida al Antonio Ricci del filme -uno de los dos millones de parados que se dan cabezazos en la Italia de la época-, el hombre que busca su bicicleta robada para poder seguir pegando anuncios y continuar así superviviendo con su María y los dos hijos.  A Bruno, el pequeño que va tras de sí, lo asume Enzo Staida, otro actor-no actor salido de la calle. Entre ambos quedará establecida la comunión emocional, la empatía histriónica que añoraba De Sica para impregnar verismo, hondura al cuadro dramático planteado. En declaraciones formuladas a Le Parisienne en 1953, evocaba la secuencia en la cual Bruno sigue los pasos del padre, presa éste del abatimiento tras ser sorprendido en el intento de robo de una bicicleta, para fundirse luego la pareja en bella identificación de dos almas: " Cuando Maggiorani, llorando, siente la pequeña mano del niño que se desliza dentro de la suya, tuvo la sensación de que su hijo estaba cerca de él, y sus lágrimas fueron verdaderamente ardientes de humildad". Como ardientes fueron las de todos aquellos que en su día advirtieron en la tragedia de Ricci,  hombre-muestra, hombre-causa del agobio capitalista, cuánta amargura se abatía sobre Italia en virtud de la implantación de un modelo social que De Sica y Zavattini, al igual que otros abanderados del movimiento neorrealista, enjuiciaron   a través de esta y otras piezas, mal que le pesara a quienes por razones ideológicas no quisieran apreciarlo.
Luego de Limpiabotas y Ladrones de bicicletas, películas de amplia repercusión internacional, Milagro en Milán (1950), representó el capítulo tercero de lo que la mayor parte de investigadores y críticos conceptúan como la trilogía neorrealista de De Sica-Zavattini, con el "apéndice dramático" -tal cual le denomina nuestro Mario Rodríguez Alemán- de Umberto D, aunque en verdad, bien mirado, no hay ninguna herejía ni despropósito en las  intenciones indexativas si igual se aprecia este cuerpo artístico como una tetralogía de estrechos vasos comunicantes, donde el factor de opresión social desencadena el conjunto situacional. El dolor, el sufrimiento, la incapacidad del individuo para enfrentar la supervivencia porque las trabas impuestas por la miseria le superan, devienen en el gozne interconectivo de los cuatro discursos. Más allá de la unicidad o la complementariedad temática, a las cuatro películas las emparenta el vigor narrativo, la reciedumbre dramática de su desarrollo y las apelaciones estilísticas de los planteamientos formales:  verismo cuasi documental, intérpretes y escenarios naturales, no maquillajes, cero artificios técnicos (salvo en determinada zona de Milagro en Milán), ausencia de decorados, iluminación naturalista, diálogos simples sin calzos de elaboración retórica, total naturalidad en las actuaciones…, elementos por otro lado identificatorios de la estética neorrealista.  Son cuatro regios alegatos que crisparon los nervios de la oligarquía peninsular y le supusieron a sus creadores ser tachados de filo-comunistas, izquierdistas y subsecuentes …istas.  Si bien, cual suelen recordar estudiosos de izquierda y derecha, más los segundos, nunca mencionó la dupla De Sica-Zavattini el término capitalismo, lo que destilan estas cuatro grandes obras es una total abjuración de las derivantes concretas de dicho sistema: mendicidad, desempleo, abuso infantil, desatención a la ancianidad, burocracia, desconfianza e inmisericordia entre los hombres.
El dinero obtenido con Ladrones de bicicletas (obtuvo, como Limpiabotas, el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa), le permitió al realizador terminar Milagro en Milán, que del mismo modo que aquellas, no encontraba productor. Queda articulada en esta versión de la novela de Zavattini, Totó, el bueno, una parábola alegórica que no se aleja empero de la cuestión social, si bien desde una perspectiva menos directa, más asida a lo simbológico que en el resto del grupo de exponentes, para engañar a la censura. Al filme lo baña un hálito de poesía y alcanza elevada dimensión en el plano visual, debido a la extraordinaria belleza de sus imágenes. La crítica marxista ha llegado a ver aquí un velado convite a la lucha de clases; la religiosa, una furibunda pieza cristiana y la de derechas sin motivaciones clericales, una tierna película pertrechada de panglossiano espíritu, donde lo antitético se muestra mucho más en la lucha entre el bien y el mal que entre la de ricos y pobres, la cual no puede valorarse meramente bajo términos cartesianos o sociológicos. En realidad, estamos ante un filme que medio siglo después, amerita otras meditaciones críticas con perfiles más interrelacionadores. Y ahí radica parte de su vigencia como obra de arte. Se trata, ante todo, de una cristalizada metáfora en torno a la sumisión del hombre por el hombre, pero que no se queda ahí, y expande su voz hacia el terreno de los sentimientos y las ensoñaciones humanas y la necesidad de compartir amor, para alzarse a la larga cual convocatoria franca a la entrega de bondad entre unos y otros.
Umberto D (1951), tiene todo para ser un filme eterno. De igual manera que su antedecente, troca el pesimismo que embarga a la narración casi completa por una salida optimista, si bien triste, en el segmento del desenlace. Vencen la vida y la esperanza, aunque no haya esperanza en esa vida, cuando Umberto Doménico desiste del suicidio ante la hilazón de circunstancias que le salvan de la muerte a él y al perrito Flike. No sé como los italianos no pudieron amarla en su tiempo -igual  pasó con Limpiabotas  y varias cintas, otro tanto les sucedió a los brasileros con el cinema novo:  más miseria nunca será bien recibido por quien está hastiado de ella-:  hay tanto desconsuelo en el orgulloso y digno anciano, que su drama, contado de una manera detallada, pulcra, queda, atrae solidaridades y afectos. Película ésta dotada de inusual magnitud de penetración en el espectador, de extraordinario acercamiento a la raíz de la humildad en el hombre, de singular maridaje entre la realidad y la ficción. No en balde, al comentarla, André Bazin, sostuvo que para De Sica y Zavattini hacer cine supone trazar la asíntota de la realidad. Pero para que la vida se trueque en espectáculo, para que nos sea entregada en ese puro espejo, como una poesía contemplada. Tal como el cine la trueca en sí misma.
La almendra de la producción conjunta De Sica-Zavattini ha de descascarse durante este período neorrealista. Sus intentos neorrealistas crepusculares contendrán aciertos parciales, mas no llegarán en ningún caso a alcanzar la estatura artística de las piezas del período.  Tampoco conseguirán la misma dimensión los posteriores filmes del realizador, correspondientes a la parcela epilogar de su trayectoria.
 Luego de Umberto D el director cambiaría de cuerda mediante Estación terminal, 1952, bella aunque vacilante historia de amor contada en tiempo real, con diálogos concebidos por Truman Capote y protagonizada por la también estadounidense Jennifer Jones, esposa del productor David O´Selznick. Casi a seguidas, advendría El oro de Nápoles, 1954, versión zavattiniana de la novela de Giuseppe Marotta: cinta de episodios, de muchos contratiempos extrartísticos, interesada en escudriñar las características del pueblo napolitano. A través de dicha película, Guillermo Cabrera Infante atisba la decadencia de sus creadores. Por su parte, Mario Rodríguez Alemán estimará en el libro La sala oscura que "el fracaso evidente de este filme estuvo fundamentalmente en que se rellenaron los vacíos del argumento con palabras de las historias de Marotta y con efectos del teatro. En aquellas escenas en que aflora el realismo, el filme se refugia en el decorado pintoresquista de Nápoles. También asoma el folclorismo y la propensión a lo turístico con evidentes acentos de sentimentalismo".
El techo (1955), no esconde su ambivalencia entre las pocas compatibles vocaciones de compromiso social y compromiso comercial, aspecto este último más evidente en El boom (1963), comedia al servicio de Alberto Sordi.  Dos mujeres, trasvase de la novela de Alberto Moravia filmado dos años atrás, remarca las dotes de De Sica para la dirección actoral.  Conduce a Sophía Loren (que durante la década va a formar parte, junto a Marcello Mastroianni, el productor Carlo Ponti y algunos elementos técnicos, del equipo de trabajo habitual suyo) a ganarse un Oscar y rubricar con su Cesira una de las más torneadas composiciones de su carrera. La película no agradó a algunos segmentos de la crítica, e incluso le endilgan el calificativo de "anacrónica". Pese a que no estamos ahora frente a los macizos guiones de la etapa neorrealista, particularmente no consideramos del todo fallida a la cinta. Creo que constituye un interesante pronunciamiento en contra de la violencia dueño de secuencias naturalistas muy valientes para la época, solo coartado por la plúmbea dosificación espacial del argumento, muy mal resuelta a nivel de guión, toda vez que el hilo dramático poco movimiento confiere al motor narrativo ; y por la ausencia de personajes de garra dramática -salvo el central y acaso el del joven soñador al que da vida un Jean-Paul Belmondo, a la sazón todavía con tarjeta de ciudadanía del país de los actores, y no del de los bufones.  Caro a la década, el cine de sketches encuentra en Ayer, hoy y mañana (1963), una pieza poco desdeñable dentro de semejante modelo. De Sica toma tres relatos cinematográficos de Eduardo de Filipo (a partir de otro texto suyo, hace Matrimonio a la italiana, el mismo año), Billa Billa y Zavattini, centrados en los universos de tres mujeres pertenecientes a diferentes estamentos de la escalera social italiana: Adelina de Nápoles, la paridora y pícara mujer de pueblo; Ana de Milán, la aristócrata voluble y casquivana; Mara de Roma, la prostituta de buenos sentimientos. La principal baza del largometraje es el pulso con que se conciben en el papel, se encauzan por la dirección y se resuelven por Sophía Loren tres personajes con tamaña riqueza caracterológica, infinitud de matices.
Abrazan los ´70, juntos, De Sica y Zavattini, Zavattini y De Sica.  Los girasoles, estrenada justo en el año que rompe la década, descuella por la temperatura histriónica del dúo Loren-Mastroianni; la hermosa partitura de Henri Mancini y la composición fotográfica de Giuseppe Rotunno. Sus autores vuelven la vista a los tiempos que fueron de la pre a la postguerra para fraguar en tal contexto esta sugerente variación del tema ancestral de la partida a un viaje del amante y el posible o no posible retorno. Representa el de Los girasoles uno de los guiones menos ortodoxos de la creación de Zavattini para De Sica:  no existe absoluta linealidad en la narración; se juega con varios planos temporales; hay alternancia de campos espaciales e inserción de flash-backs…Pero el filme está lejos de incorporar esa energía interna efervescente, oteable otrora en los trabajos del binomio. Con un elenco eminentemente juvenil (Fabio Testi, Dominique Sanda.), nueve años después de su publicación, De Sica traslada a la pantalla, en 1971, El jardín de los Finzi Contini, la novela de Giorgio Bassani. 
No hay más remedio que aceptar que el trasunto fílmico sobre la historia del cerco y posterior exterminio de una familia judía de Ferrara, con sus subtramas de primeros amores y caprichos burgueses, ha envejecido, no obstante su solvente puesta en escena. El veterano director se abotarga en una narración cansina marcada por su propensión reiterativa y la desemotividad del conflicto dramático.
Aunque en su momento recibió elogios -incluso algún crítico habló de "reverdecer" de la carrera del realizador y todo-, a mi juicio atestigua el declinar del maestro, cuyo esplendor innegable había tenido efecto ventitantos años atrás.
 Con todo, el filme corroboraba el interés manifestado a lo largo de la vida por el cineasta de indagar en las esencias del comportamiento de los hombres, de aquilatar la incidencia de factores externos -en este caso, la guerra- en la descripción de trayectorias vitales, de sondear las llanuras abisales del alma.
Consecuente para consigo hasta la muerte, aguzó sus oídos hasta el último instante para escuchar lo que para otros era silencio: porque si algo resulta seguro es que el musitar de la existencia, ese envés del lado mostrable y tangible, únicamente puede ser captado por grandes perceptores. Vittorio de Sica fue grande y lo será, pues a través de él nos asomamos más a nosotros.
(Publicado originalmente en la revista Cine Cubano)

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