En material publicado por este autor en la revista Cine Cubano a
propósito del tratamiento en la pantalla reciente del tema
infancia-dolor-aliviadero en las lindes de la fantasía, graficaba, entre otros
ejemplos, con el del niño-personaje central de Donde viven los monstruos (Where
The Wild Things Are, Spike Jonze, 2009). Filme adaptado por el legendario
realizador de esos dos hitos del cine independiente norteamericano titulados
Cómo ser John Malkovich y El ladrón de orquídeas -1999, 2002, respectivamente-
del tan célebre como breve texto homónimo escrito e ilustrado por Maurice
Sendak para 1963. Menos de 240 palabras convertidas en material de cabecera
para miles de lectores estadounidenses, o de otros países, pertenecientes a
varias generaciones.
Max, así se llama el pequeño, sufre al navegar en medio de las
coordenadas emitidas desde la lejanísima cercanía de un universo adulto.
Esquivado por las prioridades de los “grandes”, al final la combinación de tal
estadio vital de ambigüedad con soledad e ira genera en este chiquillo de nueve
años esa impotencia reventada ante la imposibilidad de interactuar en una
frontera sin dialectos compartidos. Esa, su isla de monstruos amigos tan
urgidos de autoestima como él (territorio donde aventura quedará irremisiblemente
coligada a conocimiento del mundo y de la naturaleza emotiva) supone la
metaforización del ancestral destino de un infante de este tipo, si dueño fuere
de sensibilidad e imaginación.
Expresión tangible de una familia disfuncional, Jonze debió inventarse
varios cayos similares de fantasía a través de sus primeros años. No en balde,
por buen tiempo quiso versionar el cuento de Sendak. Y, tras muchísimos
escollos en el camino (el principal, los disgustos con la Warner, cuyos ejecutivos no
entendieron nunca la película), lo consiguió, a fortuna del más personal cine
norteamericano de la década.
Sin la yunta en el guión del inefable Charlie Kauffman de sus dos cintas
más significativas, acudió a las manos del también afamado Dave Eggers para el
trasunto fílmico del pie literario. Logran transfigurarlo en una pequeña gran
película sobre las contradicciones inherentes a nuestra especie. Pues, Max, rey
en su isla imaginaria de monstruos peludos (creados por la factoría de Jim
Henson con todo el sello de la casa), comprueba que hasta en los predios de lo
onírico pueden sentarse las bases para el establecimiento de ese choque de
ideas que operan cual rueda motora de las relaciones y la sociedad humana en su
conjunto. O, cuando extravían la carretera de la sensatez, cual agentes
inductores de la conversión a plazos en la mismísima bestia.
Más en la cuerda de Coraline, El fantástico señor Zorro u otros filmes
“infantiles” cercanos, no resulta con justeza el de los niños su narratario por
excelencia, sino todos los que, como el realizador ahora, somos transeúntes de
los ´40 (igual de los ´30, los ´50…) quienes, tal cual lo sabe ya el Spike
maduro en que se convirtió un día su Max-suerte de larva psicológica infantil,
siempre -no importan edades- habrá miedos e islas para inventarnos. Pobladas,
cómo no, por los mismos monstruos que sembramos allí, con el vello y los rasgos
que querramos ponerles a dichos exorcismos de emociones nunca metabolizadas
durante el siempre complejo arte de vivir.
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