sábado, 21 de junio de 2014

Un oeste de matriz clásica


Sin que por lo general los obituarios resalten sus ofídicas mutaciones hacia los universos del cine de acción, terror o ciencia-ficción -éstas de hecho le posibilitan casi la vida eterna-, desde que el western entrara en su fase crepuscular, cíclicamente son dictados partes de muerte a los cuales siempre una o dos películas por década, de esas “genéricamente puras”, ponen en tela de juicio. Danza con lobos, de Kevin Costner;  y Los imperdonables, de Clint Eastwood,  impugnaron, con honor, tal sentencia luctuosa en los 90. No apareció nada decoroso comenzado el siglo XXI, hasta que de nuevo Costner presentara una digna muestra de la pantalla del oeste mediante A campo abierto (Open range, 2002), a las que se agregarían para 2007 la irregular El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, y ese vívido, riquísimo remake de El tren de las 3 y 10 a Yuma.

Para rendir su explícito homenaje al western clásico de la época dorada en  Open range,  Costner debió apurarse de un largo y delicioso trago aquellas películas eternas de John Ford, Howard Hawks, William Wellman o George Stevens. Específicamente, uno de los personajes centrales del filme, Charlie (compuesto por él mismo) parece inspirarse directamente en el Wyatt Earp de Henry Fonda en La pasión de los fuertes, del maestro Ford: penoso con el sexo opuesto, pero incapaz de aguantarle siquiera un escupitajo en el desierto a un representante del propio, más parco que si hubiera nacido en Laconia y dueño de una violencia contenida, no exteriorizada en el trato corriente, que al explotar puede causar violentos estragos. Como el del infaltable tiroteo climático de la película, donde Charlie liquida a la banda de matones del pueblo de Harmonville, cuyo jefe le impide a él y sus amigos poner a pastar su ganado en los alrededores. Pero Charlie, muy bien moldeado como personaje, tiene un reverso tierno manifestado en su relación con Sue (Annette Bening), la hermana del doctor del pueblo a quien acuden cuando uno de su equipo es herido por la gente del siniestro Baxter  (Michael Gambon). Ese costado más civilizado y menos primario de Charlie también lo conoce su amigo Boss (Robert Duvall), alguien que lleva a su lado casi diez años tejiendo esa existencia errante de free grazers (vaqueros nómadas).
   A campo abierto discurre parsimoniosamente manejando con tacto y pulso en la dirección los emblemas de un género tan codificado como el western. Por secuencias completas, casi me parecía estar volviendo a ver A la hora señalada, Shane el desconocido, Gunfigth at the O.K. Corral, Río Rojo u Horizontes de grandeza. Tal respeto de Costner se aprecia; sin embargo, paradójicamente inavala al filme para permanecer como una pieza mayúscula, habida cuenta de que está acéfalo de riesgo, huérfano de la osadía de -por ejemplo- la polisémica Los imperdonables, de Clint Eastwood, que llevaba al género a las fronteras de un proceso de deconstrucción muy interesante. Lo mejor y lo peor que se puede decir de Open Range es que parece hecha en 1950. En momento alguno dudo de su corrección, solo me lastima su poca intención. Es el mismo sentimiento experimentado al apreciar Appaloosa (Ed Harris, 2008), pues una y otra acusan varios puntos de encuentro o líneas conectoras, en sus similitudes argumentales , fibra de introversión/violencia subyacente de los personajes, y su búsqueda de la recuperación de las esencias prístinas del western con bien poco de posmodernidad o crepuscularidad agazapadas.
  En el polvoriento pueblucho de Appaloosa manda Randall, un matón temible como todos (Jeremy Irons en su salsa se traga el personaje de un bocado: el hombre funciona en todo), cuya banda se despachó a los representantes de la ley en el lugar. Los habitantes pagan a Virgil Cole (Ed Harris) y Everett Hitch (Viggo Mortensen), dos legendarios “gatillos de alquiler” para librarse del canalla e imponer de nuevo el orden.  La amistad de estos hombres, bellísima, a veces prescinde incluso de palabras, de tanto conocerse uno y otro; en otras, Everett le completa las frases que se le extravían en la mente a Virgil, en crucigramas psicoverbales nada exentos de humor.  Pero en el tejemaneje contra los malos, llega a Appaloosa la pizpireta y cultivada Allie (Renée Zellweger) quien prendará al deslumbrado Virgil, conocedor hasta el momento solo de indias y prostitutas. Sin embargo, la hembra no está fabricada de madera de ley, e intenta completar un triángulo inaceptado por Everett, porque si la película cantará loas a un amor será al suyo con el amigo y no al de la rubia -homosexualidad excluida, si bien habrá quien así quiera leerlo.
  Aunque típica cowboy movie avenida y todo a la reexaltación de la aureola mitológica del Viejo Oeste de las cintas de la época dorada postbélica, en Appaloosa, película más de personajes que de situaciones - sin que ello tampoco implique la renuncia a las consabidos tiroteos del género o la clásica trifulca con indios-, el multipistas Harris (la dirige, produce, actúa y escribe a partir de la novela de Robert B. Parker) se toma el tiempo que desea para escarbar entre planos, gestos y medias palabras la ambigüedad moral de los personajes, su sentido de la ética, el valor, la fraternidad. Mortenssen lo aprovecha para, sin mucho uso de su lengua, meterse el filme en un puño tras morderse par de veces el bigote; y Zellweger para reconfirmar que lo suyo es la comedia corte Bridget Jones, y que a partir de sus típicos mohínes y pedante ñoñería nada tiene que hacer en piezas semejantes a Appaloosa.
Dentro de esta puesta en escena clásica hay estilo, fuerza dramática, diálogos pensados (verbigracia: al rechazar Cole el trago que le invita a tomarse Randall, el villano dice: “Es difícil hacerse amigo de un hombre que no bebe”, a lo cual replica el justiciero: “Difícil sí, pero no imposible”) solvencia narrativa, personajes que recuerdan a John Ford o Howard Hawks, composiciones memorables, una regia fotografía de Dean Semler y sobre todo un gran cariño por el al parecer inmarcesible género; pero también frialdad, acaso demasiada. El para mí sagrado en el orden actoral Harris, en tanto realizador a ratos creyera olvidarse del género y estar en el set de su anterior Pollock, su biopic del caprichoso pintor; de modo que el exceso de parsimonia le cobra factura a un ritmo resentido, el cual restará calidez e incluso empatía comunicacional a un largometraje que en tal sentido solo es comparable a las, empero, en otros aspectos harto diferentes El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, y Wyatt Earp (1994). Sin ello, y sin la Zellweeger, hubiera podido ser otro más de esos ya no pocos westerns memorables filmados muchísimo después de su anunciada muerte.

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