domingo, 10 de agosto de 2014

Boccaccerías habaneras y Meñique (crítica doble)


Antes del arribo en masa de los invencibles escritores rusos, por años, entre mis muchas predilecciones literarias iniciales figuraron Las mil y una noches y el Decamerón. Mientras, al paso de la infancia, leía los dos últimos (verdaderos relatos-ofrendas al arte de contar; historias-tributos al poder demiúrgico del narrador), veía cine a mares, con mucha preferencia, entonces, por las comedias italianas de los ´60, donde por primera vez nos llegaría la evocación visual de esa conformación biológica inigualable que es el cuerpo de una mujer, mediante aquellos torsos reales de la Cardinale, la Loren o la Schiaffino. De dicha cinematografía, más tarde, disfrutaríamos los acercamientos que al mundo boccacciano estamparan grandes maestros, a la manera de Pier Paolo Pasolini (El Decamerón, 1971) o, con precedencia, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli y Luchino Visconti (Boccaccio ´70, 1962), dentro del formato de los -a la sazón allí tan populares- filmes de “sketches” o cuentos.

Intuyo que Arturo Sotto compartió experiencias de crecimiento más o menos similares. El director de Amor vertical ha realizado en la tierra fervorosa, pasional y amante de Carlos Enríquez una película que es pura alabanza a la fuerza de la imaginación oratoria para conformar el barro de la ficción, sí; pero sobre todo para disparar la maquinaria de ignición sexual a través de la erotización de escenarios posibles en territorio de la fantasía. Esto es, sin complicaciones lexicales, que el firmante de La noche de los inocentes ha sabido tocarle el clítoris al vocablo encargado de expresar lo que más arrebata a los humanos a través del dedo (o las palabras transmutadas en imágenes, dado el arte, claro) pertinente en su estrenada Boccaccerías habaneras (2013).
Arturo, un creador con mucho cine visto, culto, inteligente, conformó aquí una comedia cinematográfica en posición de devolverle la dignidad al género en un país donde tal parcela se contrajo a magros niveles artísticos, al suelo de la astracanada, lo cabaretero, en un arco espacial que cubre desde incluso antes de la abominable Un paraíso bajo las estrellas hasta la infame Se vende.
Boccaccerías habaneras es una película donde, sin dejar de poner sobre la mesa nuestros tantos problemas de diverso orden -cual resulta habitual en los opus artúricos-, no nos autohumillamos ni convertimos por gusto propio en objeto de sorna para el exterior; donde no se descubre otra vez el Mediterráneo y en la cual -por una vez en la vida- aparecen algunos rostros bonitos de la capital (no todo en Cuba son los escombros de Centro Habana), como parte de una visualidad luminosa y esta paleta polícroma de Alejandro Pérez que tanto respalda al tono de la narración.
Se trata Boccaccerías… de una auténtica gozada, rodada con libertad, frescura, desenfado, algún saludable desparpajo natural y máxima complicidad con los actores que la gozan en la aventura, en cuyos fotogramas Sotto campea a su aire entre las convenciones del género. Lo anterior no es peyorativo; sino reconocimiento de su capitalización a conveniencia, la constatación de su maniobrabilidad en tan difícil franja, algo ignorado por ciertos sospechosos “comediantes” habituales.
Aunque a veces se tienta por la obligación hollywoodense de originar circunstancias con olor a lugar común; pese a que el segundo y más pobre cuento no conecte con los otros, más allá de la no interrelación/unicidad confesa de los tres (Arturo, creo que te faltó una buena hembra aquí para machihembrar con justicia todo tu grand guignol sensual, con perdones para quien pueda apreciar en ello un reclamo falocéntrico); y la cinta se dispare hacia múltiples personajes (probablemente demasiados), la solvente encadenación de situaciones, la edición de Alejandro Varela, el remate de los gags y el timing resultan muy acertados. La fluencia narrativa permite la inserción, con tino, del pasaje de hilaridad en la oportunidad conveniente. Casi nada está a destiempo dentro del metraje en cuerda tal. Conseguir eso, nada más lejos de lo sencillo en Cine así parezca elementalidad, conlleva años de estudio, visionaje, aprendizaje, intuición, organicidad, planteamiento y criterio.
Aunados dos de los tres cuentos por el aliento inspirador de esa usina imaginativa que fue el inmortal texto signado por Boccaccio en el siglo XIV, el también guionista Sotto bien cubaniza un ambiente espacial en el que, igual a como le pasaba a los personajes del italiano, la pulsión lúbrica contamina las decisiones humanas, activa el encéfalo e irriga de dopamina, endorfinas y feromonas esa formidable ingeniería de acople que es la especie: de forma singular su versión nativa.
En tal sentido, el realizador de Pon tu pensamiento en mí emplea dos figuras femeninas perfectas, a rango de guion y actuación, para el primero y el último de los cuentos de su comedia erótica de estructura coral: o sea, Catalina, la prima casamentera enganchada con el jalón testosterónico del pariente y la tabaquera decidida a levantarse al becario (por cierto, falla el casting con este último: lo del atractivo primito universitario del sketch inicial se cree; no así la convocatoria masiva de -en el arte amatorio curtidas- morenas torcedoras ante la llegada a sus prácticas de producción del paliducho huésped). La Catalina enyuntada en pasión adúltera semincestuosa el propio día de su boda tiene la mirada más puta de toda La Habana. No te enojes, Claudia Álvarez, que ello supone un gran elogio en el universo de significados inherentes a este nicho temático, y lo que Dios nos dio… Mientras, Yudith Castillo, la María del Carmen, es una versión mejorada (más joven y musculosa) de Beyonce. Con par de niñas así no hay primo ni becario ni director en busca de historias capaces de resistirse.
El maldito Sotto sabe lo anterior, como también sabe sacarle partida al tiempo -su película se degluye, con fruición, en un santiamén-; apoyarse en secundarios deliciosamente incorporados como los personajes de Luis Alberto García o en lo fundamental Patricio Wood y discursar (sin discursos) sobre la cambiante, maleable, flexible criatura de la creación artística. Tema sobreexplotado en la pantalla, pero que él lo asume de forma digna y funcional.
Boccaccerías habaneras, en fin, no alarguemos más el orgasmo de juicio del crítico, representa otro punto a favor de la cinematografía cubana: una escuela fílmica con muchos reprobados durante los últimos tiempos y urgida en consecuencia de promociones similares. Sin fraudes, con ganas, con sabor. A propósito, no sería fútil recalcar otra vez ahora que no es imprescindible fraguar obras maestras, ni siquiera extraordinarias piezas fílmicas; sino hacer más y más diverso cine, como nos recordaba Tomás Gutiérrez Alea. También se requieren las simples buenas películas sin ansias de inmortalidad como estas, pues aportan y ayudan en muchos sentidos a la filmografía nacional.   

MEÑIQUE Y EL NECESARIO TRIUNFO DEL BIEN

Semanas atrás este comentarista publicaba un texto aparecido en varios medios alrededor de la significación basal de que los proyectos audiovisuales cubanos acudiesen con mayor asiduidad y fortuna a ese inmarcesible venero de la historia y la creación artística que es nuestro país. Meñique (1864, originalmente Poucinet) en propiedad, es de la autoría del francés Edouard Laboulaye, mas quien lo dio a conocer a decenas de generaciones de compatriotas fue ese notable hijo de esta patria llamado José Martí. Y el relato aporta cuanto nos viene haciendo mucha -demasiada- falta a las actuales hornadas de criollos: virtudes; certezas; orgullo de ser lo que somos; fe en la entereza, la constancia y el saber como fuentes de triunfo, justo lo contrario de cuanto ha sucedido en algunos escenarios locales luego del tsunami involutivo del período especial, cuando escalaron el pícaro y el trepador de la peor laya sobre las enredaderas para ellos verdísimas de las circunstancias. Lo grave, con un grado de influencia social de veras nefasto.
Meñique, la película (Ernesto Padrón, 2014) representa, ante todo, una obra cinematográfica necesaria para nuestra infancia, más allá de su empaque formal, con independencia de su casquería visual: a la larga siempre lo menos perdurable, porque la tecnología caduca y la idea sobrevive. Hasta ahora los pronunciamientos mediáticos relativos al filme han guardado relación, en lo fundamental, con sus presuntas “conquistas” técnicas. No creo que el hecho de que al fin parieran los montes, tras 24 meses de retraso en la producción  y ¡siete¡ años invertidos en el proceso de elaboración, resulte motivo de fuegos artificiales (pese a las limitadas condiciones tecnológicas o el arduo quehacer de los dibujos animados, al punto de que algunos tanques norteamericanos del género igual demandan de tres a cuatro años); y la técnica que emplea, de un modo meramente correcto, solo deviene noticia en un país pobre, en el cual no obstante vimos cómo todo cambió a partir de Toy Story (1997). Encandilados por los modelados 3 D del nuevo producto nacional, tampoco olvidemos la historia fílmica insular, donde antes fue estrenada esa verdadera maravilla en stop motion denominada Veinte años (Bárbaro Joel Ortiz, 2009), a mi juicio la única cinta cubana de animación trascendental en cuanto anda de siglo aquí.
La coproducción de los Estudios de Animación del ICAIC, las ibéricas Ficción Producciones y Televisión de Galicia y la Villa del Cine de Venezuela, con el respaldo del programa Ibermedia, la colaboración de la UCI y dedicada por su realizador y guionista a la memoria del finado Tulio Raggi -padre intelectual de la cinta y figura esencial de la franja fílmica de marras-, posee el principal mérito de respetar la cartografía ideica del trasunto martiano, al margen de las necesarias transformaciones y las convenientes “cubanizaciones” del espacio o el lenguaje. Como sabemos, en ciertos casos del género la posmodernidad quiso, con mayor o menor acierto, subvertir, “bricolar”, desdibujar o mixturar tanto a escala internacional, que determinados planteamientos originales de las fuentes clásicas fueron obliterados de cuajo, no siempre para bien en dichas relecturas. Empero, amparado su espíritu didáctico en atractiva historia, puesto que de lo contrario nunca cristaliza, Padrón sostiene narrativamente ochenta minutos de metraje tendentes a reforzar la cosmovisión prístina del francés y la traducción del cubano; esto es ponderar la fuerza inigualable del Bien, los buenos sentimientos, la honestidad, el conocimiento, la pasión, el amor y el valor ante las pruebas impuestas por la existencia. Y, reitero, es harto valioso, inteligente, visionario que hoy día defienda esos postulados una pieza audiovisual de largo alcance dentro del público infantil como esta. La película, de modo nada gratuito, concluye con la frase martiana: “Todos los pícaros son tontos, los buenos a la larga siempre ganan”.  Declaración de fe; ojalá con eco.
La animación, género de ilimitadas posibilidades visuales y narrativas (ninguno puede superarlo en tal sentido) representa tierra próvida para que cualquier equipo técnico con pericia, experiencia y deseos de hacer respalde con eficacia los argumentos fílmicos. Y el de Meñique la tuvo linda en esta ambiciosa empresa encargada de abrir nuevos caminos expresivos a la parcela en Cuba. La película supone una demostración potencial de un músculo nativo que, tiempo mediante, podría conformar sorprendente anatomía genérica. A este primer intento cabe ponderársele su digna factura, su apuesta formal y visual, la definición de los personajes principales, la ambientación general y el diseño de producción, algún que otro hallazgo expresivo, una esmerada banda sonora en la cual colaboraron grandes talentos individuales y colectivos, las soluciones de movimiento para escenas de acción dotadas de buen ritmo y ejemplar ejecución plástica, gran parte de los doblajes y la complicidad con su primer receptor: los niños, a través de acción, humor y entretenimiento continuo. Es de agradecer igual que el relato no abotargue a los pequeños con el ya cansino pastiche internacional de referencias cinematográficas, literarias y guiños, concebidos en realidad los últimos para los adultos. No son demasiados aquí y, salvo aleatorio ejemplo, no molestan ni sobrecargan.
Reconfortante, en fin de cuentas, resulta el filme y el hecho de que en el año en el cual al retrógrado exponente Disney titulado Frozen le hayan regalado el Oscar -para insulto del maestro japonés Hayao Miyazaki, quien concursaba con Se levanta el viento- emerja en Cuba un testimonio nacional genérico de creatividad, buen hacer y funcional concreción. No obstante, cual adelantaba más arriba, tampoco hemos encontrado la octava maravilla. Meñique se resiente en varios aspectos: descuidos en algunos detalles, fracturas en el sentido de continuidad, incapacidad de gestionar diversidad de personajes en determinadas escenas y la escasa fisicidad de los secundarios de las secuencias de masas, demasiada estaticidad en ciertos planos, constantes y extemporáneas disolvencias televisivas de cartoon, fondos trabajados sin el énfasis pertinente en la perspectiva, o líneas de un guion que por leves rachas se pierden de la dimensión fílmica y asemejan un espectáculo de La Colmenita. Si bien, nada de de lo anterior es óbice para respaldar, y disfrutar, este dibujo animado cubano, heredero tridimensional de aquella historia inmortal publicada por Martí en La Edad de Oro, hace 125 años. ¡Enhorabuena para todos¡

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