miércoles, 17 de septiembre de 2014

El destierro, de Andréi Zvyagintsev


Sin que haya margen para vacilar, no existe en la memoria fílmica reciente un largometraje que explore de forma tan peculiar ese espacio indefinible de la relación sentimental de pareja donde subsiste el amor, pero sus válvulas de expresión le son tupidas por la incomunicación, la desconexión de cuerpos y mentes, la lejana cercanía de la separación en la unidad, como El destierro (Andréi Zvyagintsev, 2007). En la historia propuesta por esta película rusa -inspirada libremente en la novela Cosa de risa, del armenio William Saroyan-, a la postre la grasa rancia de ese no saber como visibilizar el amor, cubre entera la arteria que lo mueve. Relato trágico, amueblado por personajes desolados en sus cuitas o silencios, ellos son la presa misma del abatimiento total en el cual se les anega una relación urgida a fin de salvarse, cuando menos, de señales o palabras nunca emitidas, jamás pronunciadas. De un irremisible servicio de traducción dual. “Yo la maté”, dice Alex (excepcional Konstantin Lavronenko, recompensado en Cannes merced al desempeño) cuando la combinación fatal de aborto y somníferos termina con la vida de Vera: la madre de sus hijos, esa la mujer de su vida perdida también a causa de recelos, orgullo e inseguridades y de quien en un momento descarrió cualquier dígito combinatorio para acceder a la zona íntima de su personalidad. Ella, de tan profundo tal cisma progresivo de alejamiento, acaso considere que nunca poseyó tal código, cual se desprende del diálogo con Robert. Con dicho personaje, sospecha Alex, ella concibió el hijo del engaño que le exige aborte. Pero nada debe darse por sentado ni las cosas resultarán tan sencillas en este juego de emociones y azares, donde no todo cuanto parece lo es ni viceversa. Cuando la trama apunta a determinada solución dramática, cuando todas las líneas indican un camino resolutivo, El destierro experimenta un giro de timón, abrupto visto al momento de su irrupción, mas luego enriquecedor del relato a efectos de su inteligibilidad.

  Película a contracorriente del cine fabricado hoy día en razón de su elevado grado de condensación dramática, tempo pausado, silencios, carga reflexiva y atención a la belleza del encuadre; bien dentro de la tradición fílmica rusa, europea y en especial en la órbita estética de ciertos exponentes bressonianos y sobre todo tarkovskianos (indicios  primos de la gramática de la cadencia narrativa y fundamentalmente estos personajes en crisis, sujetos a una presión moral o ética, estaban en la filmografía del autor de Sacrificio desde La infancia de Iván a El espejo, pasando por Andrei Rubliov, Stalker, Solaris o El espejo), el largometraje de Zvyagintsev interesa casi menos por cuanto queda explícito que por todo aquello sugerido, en virtud de su saludable cruce de hechos visibles e imperceptibles en el discurso.
La pieza trabaja de manera eficaz el sobrevuelo, el tropo y el componente metafórico. Las matrices gestuales de los rostros de cada uno de los personajes centrales representan diagramas velados, asomados, o también claros ya a cierta altura, de la tormenta anímica que los demuda. El destierro aludido por el título alegoriza más que a la connotación del desplazamiento geográfico de la ciudad al campo, a la huída de sí mismos emprendida por los personajes, a la repatriación sentimental por voluntad propia acaecida en este hombre pesaroso, atormentado, cuyo punto máximo de flagelación espiritual transcurrirá al percatarse de la absoluta falta de sentido de su odisea interna de martirio y olvido. Viaje a la nada anuladora cuya estación terminal muestra un cartel imaginario rotulado a fuego en su conciencia: “Estúpido, quemaste las naves sin razón ni percatarte que tenías surta noble flota y un puerto al final de la travesía. Solo precisabas asir el timón, tener claro hacia donde fijar proa”. A este hombre sencillamente el amor se le ahogó en la orilla.
  Supone desgarradora experiencia para el espectador apreciar una historia tan dolorosa como la de esta película, pero, de ser completamente justos, menos a la larga por la lancinante rispidez de la tragedia referida que por el tono literalmente angustiante en que Zvyagintsev se da a la tarea. El realizador carga a su película de una solemnidad e incluso cierta adustez por momentos cargante. ¿Acaso precisaba necesariamente registro semejante, timbre igual de modulaciones dramáticas para moverse bien dentro de un relato donde el dolor, la nostalgia y el rango de pureza del agobio demandaba tamaña tesitura?. Algo de justificación sí, podría existir, si bien de todos modos su decisión le parte goznes de comunicabilidad con el público, sobre todo en una obra que raya las dos horas y media de duración, donde los diálogos son escasos, abundan los tiempos muertos, la banda sonora acude a prescindibles sonoridades de aire trágico, y la cámara del no por ello menos rotundo articulador de encuadres y atmósferas visuales Mijail Krichman busca con demasiada insistencia en la soledad y en la pereza del paisaje lazos de analogía obvios con lo relatado.
Es de pensar que agenciarse de forma tan temprana el León de Oro en Venecia e infinidad de lauros en otros festivales a través de su opera prima, El regreso (2003), operó en la búsqueda a ultranza por parte de Andréi aquí de un sello autoral que sin embargo depende en demasía de la hermeticidad y algunas de cuyas marcas corren el peligro de parecer más fruto de la imposición que reflejo espontáneo del trance creativo de un auteur. Así y todo, El destierro constituye una película a considerar dentro de lo más reciente producido por la cinematografía rusa.

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