Sin que haya margen para
vacilar, no existe en la memoria fílmica reciente un largometraje que explore
de forma tan peculiar ese espacio indefinible de la relación sentimental de
pareja donde subsiste el amor, pero sus válvulas de expresión le son tupidas
por la incomunicación, la desconexión de cuerpos y mentes, la lejana cercanía
de la separación en la unidad, como El destierro
(Andréi Zvyagintsev, 2007). En la historia propuesta por
esta película rusa -inspirada libremente en la novela Cosa de risa, del armenio William Saroyan-, a la postre la grasa
rancia de ese no saber como visibilizar el amor, cubre entera la arteria que lo
mueve. Relato trágico, amueblado
por personajes desolados en sus cuitas o silencios, ellos son la presa misma
del abatimiento total en el cual se les anega una relación urgida a fin de
salvarse, cuando menos, de señales o palabras nunca emitidas, jamás
pronunciadas. De un irremisible servicio de traducción dual. “Yo la maté”, dice
Alex (excepcional Konstantin Lavronenko, recompensado en Cannes merced al
desempeño) cuando la combinación fatal de aborto y somníferos termina con la
vida de Vera: la madre de sus hijos, esa la mujer de su vida perdida también a
causa de recelos, orgullo e inseguridades y de quien en un momento descarrió
cualquier dígito combinatorio para acceder a la zona íntima de su personalidad. Ella, de tan profundo tal cisma
progresivo de alejamiento, acaso considere que nunca poseyó tal código, cual se
desprende del diálogo con Robert. Con dicho personaje, sospecha Alex, ella concibió
el hijo del engaño que le exige aborte. Pero nada debe darse por sentado ni las
cosas resultarán tan sencillas en este juego de emociones y azares, donde no
todo cuanto parece lo es ni viceversa. Cuando la trama apunta a determinada
solución dramática, cuando todas las líneas indican un camino resolutivo, El destierro experimenta un giro de
timón, abrupto visto al momento de su irrupción, mas luego enriquecedor del
relato a efectos de su inteligibilidad.
Película a contracorriente del cine fabricado
hoy día en razón de su elevado grado de condensación dramática, tempo pausado,
silencios, carga reflexiva y atención a la belleza del encuadre; bien dentro de
la tradición fílmica rusa, europea y en especial en la órbita estética de
ciertos exponentes bressonianos y sobre todo tarkovskianos (indicios primos de la gramática de la cadencia
narrativa y fundamentalmente estos personajes en crisis, sujetos a una presión
moral o ética, estaban en la filmografía del autor de Sacrificio desde La infancia
de Iván a El espejo, pasando por Andrei Rubliov, Stalker, Solaris o El espejo), el largometraje de Zvyagintsev
interesa casi menos por cuanto queda explícito que por todo aquello sugerido,
en virtud de su saludable cruce de hechos visibles e imperceptibles en el
discurso.
La pieza trabaja de manera
eficaz el sobrevuelo, el tropo y el componente metafórico. Las matrices
gestuales de los rostros de cada uno de los personajes centrales representan
diagramas velados, asomados, o también claros ya a cierta altura, de la
tormenta anímica que los demuda. El destierro aludido por el título alegoriza
más que a la connotación del desplazamiento geográfico de la ciudad al campo, a
la huída de sí mismos emprendida por los personajes, a la repatriación
sentimental por voluntad propia acaecida en este hombre pesaroso, atormentado,
cuyo punto máximo de flagelación espiritual transcurrirá al percatarse de la
absoluta falta de sentido de su odisea interna de martirio y olvido. Viaje a la
nada anuladora cuya estación terminal muestra un cartel imaginario rotulado a
fuego en su conciencia: “Estúpido, quemaste las naves sin razón ni percatarte
que tenías surta noble flota y un puerto al final de la travesía. Solo
precisabas asir el timón, tener claro hacia donde fijar proa”. A este hombre
sencillamente el amor se le ahogó en la orilla.
Supone desgarradora experiencia para el
espectador apreciar una historia tan dolorosa como la de esta película, pero,
de ser completamente justos, menos a la larga por la lancinante rispidez de la
tragedia referida que por el tono literalmente angustiante en que Zvyagintsev
se da a la tarea. El realizador carga a su película de una solemnidad e incluso
cierta adustez por momentos cargante. ¿Acaso precisaba necesariamente registro
semejante, timbre igual de modulaciones dramáticas para moverse bien dentro de
un relato donde el dolor, la nostalgia y el rango de pureza del agobio demandaba
tamaña tesitura?. Algo de justificación sí, podría existir, si bien de todos
modos su decisión le parte goznes de comunicabilidad con el público, sobre todo
en una obra que raya las dos horas y media de duración, donde los diálogos son
escasos, abundan los tiempos muertos, la banda sonora acude a prescindibles sonoridades
de aire trágico, y la cámara del no por ello menos rotundo articulador de
encuadres y atmósferas visuales Mijail
Krichman busca con demasiada insistencia en la soledad y en
la pereza del paisaje lazos de analogía obvios con lo relatado.
Es de pensar que agenciarse de forma tan temprana el
León de Oro en Venecia e infinidad de lauros en otros festivales a través de su
opera prima, El regreso (2003), operó en la búsqueda a
ultranza por parte de Andréi aquí de un sello autoral que sin embargo depende
en demasía de la hermeticidad y algunas de cuyas marcas corren el peligro de
parecer más fruto de la imposición que reflejo espontáneo del trance creativo
de un auteur. Así y todo, El destierro constituye
una película a considerar dentro de lo más reciente producido por la
cinematografía rusa.
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