martes, 16 de septiembre de 2014

Preciosa, o las ambiguas señales del calvario


Con el antecedente del best seller literario de Sapphire, “Push”, en el cual hunde diente a discreción el libro cinematográfico de Geoffrey Fletcher, y el respaldo determinante en la televisión nacional de Oprah Winfrey, fue lanzada al receptor norteamericano -y mundial, algo después- la película “Preciosa” (“Precious”, 2009), uno de los productos audiovisuales del cine “indie” o “independiente” más promocionados, abordados e incomprendidos de los tiempos más recientes. Alrededor de ella se ha escrito, a favor o en contra, casi tanto como de las igualmente polisémicas, polémicas “Avatar”, “En tierra hostil”, “Invictus”, “The blind side” o “Up in the air”.

Los Premios del Público en los festivales de San Sebastián y el Sundance, sus quince minutos de aplausos warholianos en Cannes, aunado a las seis nominaciones al Oscar y la mayoría de los lauros de la edición 25 de los Independent Spirit Awards contribuyeron a colocar la segunda película de Lee Daniels -el bodrio “Shadowboxer” fue su debut-en el candelero internacional, de consuno con las diversas interpretaciones suscitadas en los medios; favorables sobre todo dentro de su país.
Es esta, empero, una obra de connotaciones duales, ambivalentes intenciones y resultados dispersos, la que sin dudas cuenta, sin embargo, con una galería de resortes dramáticos y composiciones interpretativas capaces de aprehender la voluntad del público y apropiarse progresivamente de todas las coordinaciones emotivas y sentimientos del receptor mayoritario, algo que pone en posición en algún grado incómoda a quien pretenda deslizar cualquier lectura crítica hacia señales encriptadas dentro del corpus narrativo, fisgonear dubitativamente detrás de la fachada, atravesar sus capas de sentido.
Precious nombraron su madre y su padre a una hija hiperobesa, negra, lerda (encarnada por la excepcional debutante Gabourey Sidibe), que en el tiempo/espacio dramático del filme, el Harlem de 1987,  tiene 16 años y es expulsada de la escuela pública por estar embarazada, de segunda vuelta. El hijo es del propio padre biológico de la muchacha, como el anterior, una niña aquella con Síndrome de Down, gestada a los doce, a quien la protagonista llama simplemente así: Monga. El padre de Precious la abusó sexualmente desde los 3 años, a la vista de la madre: señora esta que es un regalo de las peores comarcas del reino de Hades a los vivos, quien nunca le perdonará a su hija que “su hombre” la prefiriera a ella y “le diera más hijos”. La madre la agrede de forma constante, en los órdenes psicológico y físico. Existir representa abierta humillación, sufrimiento permanente para la joven. Por si fuera poco el infierno del hogar, en las malas calles de los barrios negros neoyorkinos los jovencitos de su raza la insultan y empujan contra el piso. Negrus negriminis lupus. Creo que por lo menos en veinte años no se había visto sufrir tanto en pantalla estadounidense.
El dolor mayor que arrostra Precious en su vida es la voz resonante de esa bestia materna en los oídos: “Nunca serás nadie”. Anulada en vida, ninguneada por dos escorias humanas en consorcio, la única escapatoria posible de la adolescente son los sueños. En uno de ellos, ella se pierde en el televisor donde es proyectada “Dos mujeres”, la película de Vittorio de Sica, transmutándose en la hija del personaje de Sophia Loren del filme italiano. La madre fantaseada le dice a Precious: “manja, putana” (“come, puta”), y ¿qué otro diálogo podría ser si solo oyó eso siempre¿ Constituye uno de los oasis de humor dentro de un cuadro de asfixia total solo aireado por el rosón happy end típico de las fábulas de crecimiento. En esos fugaces pero continuos episodios oníricos mediante los cuales, imaginación pura, contrarresta cualquier tipo de perjuicios, la mayor parte de sus sueños no piensan en afroamericano: ella calibra emoción y turgencia erosensorial con su profesor de matemáticas, anglosajón de cepa; a veces escalará idílicos escenarios donde, convertida en artista, cantará y bailará, pero tampoco habrá mucho sitio para negros a su lado.
El cine estadounidense, históricamente, ha observado disímiles estrategias conceptuales para ser de hecho racista o plantear el tema del racismo, muchísimo antes de que al moreno Sidney Poitier alguien sin su misma pigmentación de piel lo invitara a cenar. El racismo centrado en el tema afroamericano posee además de las formas de representación obvias, esto es la anatematización tradicional hacia la figura del negro, subvariantes a primera vista difíciles de atisbar, e incluso podría aducirse sin falta de razón que escasamente dables, consistentes en una suerte de racismo a la inversa y en el autorracismo negro. La primera y más ortodoxa queda expresada a partir del desprecio hacia todo cuanto huela a blanco en películas hechas por emblemas del cine afroamericano tipo Spike Lee como esa soflama antiwhite llamada “Fiebre salvaje” (“El juego sagrado”, del propio creador, lo es también aunque en gradalidad menor) y de piezas de directores menores pero con respaldo financiero de la comunidad negra, cual resultaría el caso de la muy reciente “Obsesionada”, producida y protagonizada por la cantante Beyonce. Portadora, igual, de semejante desdén étnico en el cual subyacen condicionantes históricos y sociales de peso, en ningún caso no obstante eximidoras de su fortísimo enfile racistoide.
La segunda habría de delimitarse desde las coordenadas de una zona de aparición menos común, contradictoria por sobre toda consideración, aunque verificable a través de largometrajes del cariz de “Preciosa”. Enfrentamos el caso de una película facturada por un equipo general (director, actores principales, técnicos…) en buena medida de raíz afroamericana. No tanto cuanto aquí se cuenta, sino la forma extrema, primaria, sesgada con que se hace no procura ciertamente instancias de acercamiento reflexivo a una fenoménica social más que racial donde operan a dos manos pobreza e ignorancia. La particularización exponencial del subjet individual cobra tal proclividad proepicéntrica hacia el conflicto familiar que son obliterados indicios de cuestionamiento social dirigidos al cuerpo de las matrices sistémicas encañonadas contra los menos favorecidos de la nación norteña, entre quienes figuran precisamente los negros. 
“Preciosa” no va de eso, sino de saña y alevosía. Papá y mamá no evolucionaron. Como dice en algún momento el personaje central, recordando a la abuela, hasta los perros cuidan a sus crías; mientras ellos se la despachan en bandeja hasta desollarla viva. El asunto del incesto, vector desestabilizador de la familia en la narración, sale a relucir de forma habitual en decenas de películas estadounidenses cada año, por norma tocado el punto de refilón. Pero, en “Preciosa” la cosa es tomada a lo grande, en exceso, sin modulaciones, demasiado al bruto. Pasamos de un extremo inocuo a otro descuidadamente agresivo. No es que se le esté pidiendo miradas “políticamente correctas”, complacencia, autoindulgencia ni la visión fairy tale de “The blind side”, la película por al cual le regalaron el Oscar de actuación del año a Sandra Bullock merced a su incorporación de la ricachona benéfica que encamina, ayuda y lleva a la gloria a otro adolescente negro, obeso y disfuncional. Le recabamos, nada más, matización.
La misma circunstancia endogámica y la configuración de los personajes paternos de “Preciosa” resultan contorneadas y rellenadas solo mediante absoluta y extraordinariamente cargada malsanidad. La ignominia de esta gente supera todo cuanto se haya visto antes, no existe un adarme de humanidad en el minutero vital de una madre que pide a esa hija esclava hasta el punto de emplearla para que termine de masturbarla (retoño-rival y a su modo de ver castigo o desastre), que engañe a las trabajadoras sociales para sacar el cheque del mes, utiliza a la Down en pos de extraerle beneficios al gobierno, y le lanza un televisor desde lo alto de un edificio a la cabeza a ella y a su nuevo nieto recién parido Jamal, a quien por cierto también le propina un tirón acabado de llegar del materno. Podrían contratar a Jamal para “Iron Man 3”.
Los criminales de guerra nazi, los peores asesinos seriales…, en todos, el buen cine sacó a relucir su costado humano. ¿Adónde quieren llegar en “Preciosa”? ¿Se está delineando en la madre a una persona o cargando el brazo sin compasión sobre alguien/algo, determinado (os) objeto de representación demonizado? Ya la pantalla, hace años, abandonó el retrato de personajes negativos de único trazo, sin contornos. En la Norteamérica del siglo en marcha largometrajes a la manera de “Monster” o “The Woodsman” lo atestiguan. Nadie es un íncubo total; tampoco existen los ángeles de brazos y pies.
Cuando ya parecía que la infeliz adolescente va tomando, a través de acertadas pinceladas narrativas aun distantes de la melaza final, su rumbo en la trama -fuera del hogar de la bruja Yagá y el Mefistófeles de portañuela abusadora, ausente salvo cuando hacía daño-, con su pequeño hijo, avanzando al recaudo de la profesora de la escuela alternativa donde asiste, la madre de vuelta al ruedo le hace saber que su padre contrajo el SIDA y murió. ¿Por qué a mí?, garrapatea luego Precious en un papel tras su viaje al médico. La progenitora, en imagen demostrativa de su ignorancia, cree estar libre de la enfermedad porque su hombre “nunca le dio por atrás”. Más allá del maniqueísmo del personaje, en modo alguno puede soslayarse el criterio interpretativo y el vigor que transfunde en la pantalla cada aparición de la actriz que la incorpora, la pródiga en registros Mo'nique -ganadora del Oscar a la mejor actriz de reparto-, al margen de puntuales desbordes innecesarios.
“Preciosa”, amén de erigirse en la biblia del sufrimiento afroamericano (hay tanto dolor aquí como en la teleserie “Raíces”, salvando sus grandes distancias conceptuales), ya sea por inducción, reduccionismo, poca visión, ya sea por obra del mismo efecto perjudicial provocado por el subrayado sin mesura, no deja muy bien situada la visión emotiva, superficial, que podría generarse en un espectador apresurado hacia una comunidad de gran riqueza y complejidad. Salvo la maestra Rain, mulata, buenaza, progre (tanto que es lesbiana, para asombro de quien escribe quien nunca había visto sobre celuloide una tan insobornablemente femenina: espero por “Habitación en Roma”, de Julio Médem) no existen demasiados representantes de la raza negra con presencia seria en el relato que funcionen por su altura moral o intelectual como constraste dramático o reflejo de la diversidad de rasgos humanos de cualquier conjunto étnico, de la especie en sí. La vieja tesis de la alta burguesía, el imperio y las derechas habidas de vincular pobreza a presunta inferioridad en valores morales y conocimientos está muy bien reforzada en el planteo del filme. ¡Y todavía el realizador Daniels se preguntaba en reciente entrevista la razón de su éxito en ciertos circuitos caucásicos de élite¡.

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