lunes, 15 de septiembre de 2014

Celebrity: Allen contra los famosos


A pocas yardas de pisar los setenta al finalizar Celebrity, de 1998,Woody Allen mantenía la lozanía de un cineasta joven. Aun lo hace en pleno 2014. Esto, aunque no pase de un lugar común, hay que señalarlo porque resulta maravillosa la vitalidad que, a la sazón, fluía y refluía, sin atascarse en canales estancos, en la creación de este sabrosísimo, refocilante y ponzoñoso realizador neoyorkino (con posterioridad, ya entrado este siglo, Allen sí caería en una retracción mediante parte de su lamentable “periplo europeo”). La mayoría de las constantes de su obra están nuevamente en Celebrity,  aunque la película, siendo una suma de pastiches, conceptos inveterados de su filosofía de la vida y subrayados de obsesiones que lo han marcado desde que le salió el vello público, es rabiosamente nueva, salidita del celofán porque la historia, más allá de sus obvios puntos de contactos con anteriores cintas, está provista de la enjundia y la substancia de un proteico acto de entrega al cine.

Y cada entrega, si es verdadera, siempre será nueva.  Mucho más, de emprenderse con la pasión de Allen por contar con esa energía a la que tanto ayuda su precisa caligrafía narrativa y el sentido irónico, lúdrico y, sobre todo, mofesco que singulariza su discurso.
Me divertí a mares en su momento con Celebrity, donde Allen desde su bastión underground con elenco de élite, pone a sus personajes de toda la vida (con desajustes emocionales, problemas matrimoniales, irresoluciones sexuales, intempestivas decisiones existenciales...) en los ambientes intelectuales e intelectualoides de la creación literaria, la crítica, los medios, el cine y la farándula, para fundir con su película un hierro candente con que marcar los tips, clisés y modus vivendis y operandis de semejantes ámbitos.
El muy maldito quiso un poco con nosotros, y mete en la piel de su sempiterno personaje al británico Kenneth Branagh, quien se convierte en su sosías.  Divierte observar al europeo como alter ego del inquieto personaje típico compuesto por Allen, tanto como las sabrosas elaboraciones de sus personajes acometidas por  Leonardo DiCaprio, Melanie Griffith  y Charlize Theron, todos en la carne de superestrellas de Hollywood y la pasarela.  La habitual cuota sarcástica del realizador viene en el filme, fundamentalmente, de la mirada a los tres seres asumidos por estos intérpretes: la ligereza, la liviandad de la star de la Griffith; el abuso de las drogas y las orgías sexuales del joven galán de Leo; las electrizantes aficiones de la modelo de la suraficana Theron.  A través de ellos, Allen fustiga a muchos famosos de características análogas.  Como que este hombrecito no cree en nadie, no le importa que varios se cuenten, sino entre sus amigos, sí al menos  en la lista potencial de sus próximos casts.
Con  todos estos personajes y muchísimos más se codea el periodista Lee Simon (Branagh), eje central del filme y motivo de interconexión de un sinnúmero de subrelatos que un estirado y rechoncho guión incorpora. El tipo es tan neurótico como su creador y, cuarentón, no logra lo que quiere, que es ver filmado el guión cinematográfico que ha escrito y publicar novelas a las cuales se le dispense una acogida favorable, pues a la primera la despachurró tanto la crítica que lo hizo desmayar.
Simon se divorcia de su apocada esposa.  Mientras ésta, de la mano de un productor televisivo, de manera inesperada alcanza la fama como conductora de ese medio, su ex va de mal en peor, y en su búsqueda de amor y futuro entre fiestas de actores, productores y ricachones de aquí y de allá, tópase no precisamente con la dichosa y la dicha que lo hagan dichoso. Del bojeo de Simon por tales contextos se sirve Allen para estampar una fruitiva descripción caracterológica de la fauna de dichos hábitats, y de la adopción de la vacuidad y la frivolidad como tarjetas de presentación de entrada a un universo donde actuar de otra forma no sería procedente ni admisible. Esa fue, en resumen, la caza perseguida por Allen en esta ocasión, y en pos de la cual se gastó en buena ley sus municiones a través de dos horas fabricadas con el mayor color en el blanco y negro que el estupendo operador sueco Sven Nykvist empleara por obra y gracia suya.

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