sábado, 13 de septiembre de 2014

Personajes, la mejor baza de Amarillo mango


Cláudio Assis parece asirse a la conclusión spinosiana de “No me río ni lloro ante las acciones de los hombres, solo aspiro a interpretarlas” al trazar el mapa humano de su ríspida, lancinante Amarillo mango (Amarelo manga). Película amarga donde encontrarlas pese al humor que la equilibra, sobresale ante todo por la configuración que Assis hace sobre la base del guión de Hilton Lacerda de un entramado vivencial múltiple, en el cual opera a manera de resorte emotivo individual la obsesión que cada quien abriga, como válvula de escape al cerco de la letanía de jornadas con sudor a soledad, hastío, mugre e infelicidad. Assis no juzga ni bendice, se limita a exponer; pero de su planteamiento se desprende un afán exegético por traducir a partir de su eje de personajes las lisuras y curvaturas de un modo de vida condicionado por la miseria.
Este señor pone a surcar la pantalla a veleros sin curso fijo, sometidos a la buena del viento, sin rada en que albergar su carga de abandonos. No hay compasión con ellos, no se las da la vida ni la película se toma la prerrogativa de concedérsela. Si lo hiciera, no sería Amarillo mango esta crónica al detalle verista de los días y las gentes menos favorecidas (no marginales precisamente, porque representan la mayoría) de una de las ciudades más grandes y con más elevado índice de pobreza del Brasil: Recife, la urbe del sempiterno nordeste brasilero, escenario  dilecto de los cuadros más descarnados que desde los días del cinema novo viene gestando la pantalla nacional. Ya desde antes la literatura, sabemos.
Al adoptar como vía expresiva un modelo de representación que toma prestados elementos del documental (el locuaz extenso paneo resolutorio sobre los rostros pesarosos de las personas de la ciudad, un ejemplo) con la estética del neorrealismo italiano y el cinema novo batidos con un poco de la del nuevo cine iraní, la película estilísticamente no supone nada nuevo a estas santas alturas, pese a sus premios de ópera prima en La Habana, el de mejor filme en Toulousse y el reconocimiento de la Federación Internacional de Cines de Arte en Berlín.
En tal sentido la cinta no trasciende lo funcional -lo más descollante en este departamento es la fotografía naturalista de Walter Carvalho, aun con su abuso y todo de picados- y resulta menos osada que un anterior filme local de temas coincidentes a la manera de la alborotada Domésticas (2002). La valentía, el rango de  Amarillo mango hay que buscarlos en el abordaje de sus personajes, en la manera de labrarlos (estupenda la concepción de Ligia, la mesera del bar Avenida, asesinada por el cuchillo impiadoso de la rutina, como no menos formidable la del homosexual Dunga y su obsesión por acostarse con el matarife Wellington; o la del tipo que adquiere cadáveres para balearlos cual forma de placer; no obstante algo forzada la súbita conversión de Kika, la hiperreligiosa mujer del carnicero, intempestivamente transmutada en una fiera sexual tras la infidelidad de su pareja); de orlarlos de detalles que los legitimicen, de estampar con ellos un rastreo volitivo-sensorial que garantice la credibilidad de sus pasos en el fragmento de sus vidas que el largometraje decidió seguir. Vidas que representan el escaparate humano de un entorno social que hizo metástasis vía indigencia,  violencia diaria y cerrazón cotidiana. Amarillo, dice Assis, es el color del nordeste; sería casi pleonástico decir que por extensión también aquí el de la desolación.

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