martes, 28 de octubre de 2014

Homenaje fílmico a un hito de la escena cubana


La historia del cine acredita adaptaciones memorables del universo de las tablas; también fiascos inenarrables. Filmar al teatro, causa común de varios realizadores o escuelas fílmicas desde la protohistoria de la pantalla, pasó, sabemos, por aproximaciones varias de una u otra suerte estética, a través de las épocas y diversidades de corrientes y autores, hasta alcanzar una posmodernidad donde mientras un Gibson hamletiano respetaba aun como niño a la profe, a santas alturas decontructivistas, el espíritu trágico shakesperiano sin muchas floritorceduras de camino, en cambio un Luhrman transfiguraba cuanto quería el igual shakesperiano Romeo y Julieta, en aquella contaminada ordalía de pastiche y cruce típica de la era. Ni una ni otra, aclaro, a complacencia de quien escribe. Provista de desigual suerte, la filmografía nacional ha hecho lo suyo en tal campo, aunque no pocos de los grandes clásicos cubanos de la escena permanecen inabordados en su trasunto al celuloide (sin ir más lejos, los Estorino, Piñera, Brenes, Triana, Felipe y Arrufat de la dorada época de los ´60 de forma casi íntegra), de manera que es de agradecer al director Juan Carlos Cremata Malberti su decisión de poner al alcance de todo tipo de públicos -sobre todo las generaciones más nuevas, quizás conocedoras del relumbrón de oídas, no de vista-  a esa extraordinaria pieza del mapa teatral criollo titulada El premio flaco (Héctor Quintero, 1964; también padre en la década de Contigo pan y cebolla, 1962).

Del argumento y diálogos de Quintero toma agua y fibra dramática plena el guión del creador de Nada y Viva Cuba al arriar por fin las velas de esta vieja travesía pospuesta, añorada por años. Armador de una mecánica narrativa donde más allá de afanes de ruptura o reinterpretaciones equis, a Cremata nada más le interesa enrumbar bien timón, brújula y sentido en la traslación a lenguaje cinematográfico del hito escénico, el director mantiene -operación de homenaje y tributo- su esencia de tragicomedia vernacular, costumbrista y social definidora -con la antipanfletaria enjundia de las mejores creaciones de nuestras artes-, del lacerante estado de cosas de la Cuba seudorepublicana: la miseria extrema, el olvido total de los sectores humildes, las mentiras rampantes de la publicidad, la tiranía de las marcas (¡ay, Rina, Jabón Candado y todas aquellas murrumacas de los padres tutelares del consumo¡, la casita de mampostería“regalada” a costa de millones de jabón vendidos y publicidad asegurada, mientras imperaba el bohío y la tabla de palma atestada de alacranes), el sinsentido de vidas hundidas en el desprecio ajeno e incluso en el propio.
Cremata habla de eso, sí, en este su acercamiento al submundo marginal del Luyanó 1958 de favelas de Iluminada Pacheco y Octavio, desde un prisma autoral en el cual no existen mortales dosis de impostura ni propensiones evangelizadoras, como tampoco paternalismo ni las por un tiempo al uso estilizaciones de la miseria; pero por arriba de ello su versión subraya el costado humano, la aguda vivisección emotiva del personaje central de Iluminada mediante lo que sin dudas constituye inmejorable rastreo dramático de la curva evolutiva de un antihéroe desangrado por el fracaso y el engaño de los de su propia familia y esa red vecinal de sanguijuelas cebadas en la sangre de la hipocresía. ¡Cuánto del cuento del buen vecino y del “te quiero cuando estás arriba” se agazapa, lúcido en su elocuencia desbordante, en unos pocos fotogramas de este filme, como igual permanecían en los parlamentos teatrales¡
Algún exceso discursivo, cierto chiste a destiempo o situaciones que intentan operar como contrapeso a la ruindad escrutada (la protagonista, al cierre, junto al hijo de Maricusa, epítome de la bondad que ella perjura debe restar espacio a tanto asco), uno que otro trazo caricaturesco desmedido y el tilín de sobreactuaciones -entendiendo y todo la intencionalidad de Cremata de acentuarla, ex profeso, en determinados focos- no coartan en modo alguno una puesta en pantalla donde gana la partida el magnífico oído del realizador para captar el acento popular y  humano que redobla en un relato habitado por personajes simples, sin muchas luces ni mínimo empine intelectual pero complejos, contradictorios y oscuros dentro de su aparente llaneza, como casi todos los de la especie.
Para configurarle voz e imagen a seres tales, Cremata se trajo consigo a una batería interpretativa digna de toda loa donde no desmerecen (pese a las infundados prejuicios previos de este firmante en torno a por lo menos par de casos) ninguno de los actores que ahora encarnan personajes otrora asumidos por iconos de la escena cubana en las diversas adaptaciones del clásico a las tablas, comenzando por la protagonista Rosa Vasconcelos (Iluminada) y seguido por Carlos Gonzalvo (su esposo, el amargo Octavio), Blanca Rosa Blanco y Luis Alberto García (la hermana de la Pacheco, artista sin horizonte-prostituta; y su amante-chulo-representante, de modo respectivo); Alina Rodríguez (la usurpadora del barracón de esta ex cirquera gordísima a grasa de bonhomía, pero apuñalada por la daga artera de la maldad); Paula Alí; Omar Franco y Yerlin Pérez (los vecinos quienes le dan la espalda al perder su casa bombardeada por un avión batistiano),y el hagotodoloquequiero Osvaldo Doimeadiós (como el promotor jabonero de Rina).  
Por medio de cálidos trazos narrativos, una fotografía desmarcada del concepto teatral o la locación única en virtud de sus opciones de encuadre, el mapa visual trazado por esa en modo alguno lacónica escenografía, el humor omnipresente -preside el núcleo central de la película, sea en expresiones irónicas, sardónicas, de befa o costumbristas, hasta el grado de merodear pasajes donde la dimensión de la tragedia queda dibujada en rostros demudados-, y las espléndidas caracterizaciones que logra extraerle a sus intérpretes merced a su concienzuda dirección de actores, el realizador va escalonando una sucesión de momentos de gran rentabilidad dramática, sabiamente explotados dentro de una película que destaca por su organicidad, por cómo funciona a nivel dramatúrgico en cada uno de sus detalles compositivos, en razón de su aparato dialogístico, su sencillez, convicción, homogeneidad estética y prolijo acabado pese a los dos centavos con que fue ejecutada esta expresión paradigmática del cine pobre. Lo anterior regala fe del talento, la inventiva e imaginación grande de este hombre cuya irrupción saludásemos desde Nada, así como de su madre, Iraida Malberti, codirectora, y del resto del equipo de filmación de El premio flaco.

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