jueves, 30 de octubre de 2014

Quijote crepuscular


Enésimo trasunto fílmico del opus cervantino, El caballero Don Quijote (2002), no por haberse hecho cien años después de la primera versión a la pantalla del clásico de las letras españolas e integrar una dilatada historia de adaptaciones cinematográficas sobre la cual sobrevuelan los reverenciables nombres de Meliés, Welles y Pabst, huele a rancio o sabe a viejo. Manuel Gutiérrez Aragón, todo lo contrario, compone un filme vivo y coleante, de visos contemporáneos, lleno de humor, enemigo de los estereotipos y -no faltaba más tratándose del Quijote y tratándose de Gutiérrez Aragón- simbióticamente alimentado de lo real y lo imaginario.

Ya el realizador cántabro (creador de películas fundacionales del período post-franquista de la guisa de Camada negra, 1977; Demonios en el jardín, 1982 y La mitad del cielo, Concha de Oro en San Sebastián ´86, aunque también de fiascos como Visionarios, 2001 y bodrios de marca mayor a la manera de Cosas que dejé en La Habana, 1997 o Una rosa de Francia, 2005) se había acercado al mito-personaje-ícono creado por el Manco de Lepanto en la conocida serie televisiva de 1991 estelarizada por Fernando Rey. Pero este largometraje de once años después poco tiene que ver con lo entonces contado; lo primero que hace el director español es olvidarse de la parte inicial del monumento literario y centrarse en las postrimerías del segundo libro, justo cuando Alonso Quijano arrostra la etapa de senectud que de modo inexorable lo acerca a la muerte, mas, pura paradoja, lo conduce de la locura a la cordura en viaje de revés.
En tal período enmarca las andanzas del hidalgo supremo y más grande chiflado de la especie, encarnado por un Juan Luis Galiardo en estado de gracia que moja, remoja y empapa de sensibilidad, humanidad, gracia a ese soñador romántico en fase crepuscular. Con el Quijote del finado Galiardo reímos sí, pero lloramos más; su personaje habla tanto del fin de las épocas, de la agonía humana, del pase de cuenta de los tiempos a la inocencia como diez tratados sobre el tema. Mediante este Quijote menos enjuto, con una sombra ahora más ancha que la de su lanza, Gutiérrez Aragón comienza a desmarcarse en su relato -que trenza maravillosas secuencias sobre la integración emocional de los dos personajes centrales- de la inveterada iconografía decimonónica doreniana, algo ya completado abiertamente por el cuerpo y la vía de su Sancho (rotunda encarnación también ésta la de Carlos Iglesias), mucho menos gordito y tampoco tan bajito como nuestro eterno Panza imaginado.
Si la por momentos marcada teatralidad de la puesta en escena no atacase uno de los flancos expresivos de la representación fílmica, estuviéramos ante una gran obra cinematográfica. La cual si bien a ello no llega tampoco mucho le falta, pues amén de la organicidad narrativa y la grandeza dables en la fotografía de José Luis Alcaine o la música de José Nieto, las deslumbrantes composiciones de Galiardo e Iglesias, se respira, advierte, suda aquí el aliento, el regusto en lo irónico, la clase de las piezas cimeras. Gutiérrez Aragón ha revivificado la pantalla histórica sin necesidad de extemporáneos ejercicios de excavación arqueológica. A través de su narración moderna, ágil, vivaz, construye esta atrayente aproximación a tamaño y seminal paradigma del tesón, la fantasía y la voluntad humanos. El manchego eterno sigue eternizándose.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...