jueves, 4 de diciembre de 2014

Elegía del desencuentro


Una novia errante, de la aquí todoterreno Ana Katz (directora, protagonista y coguionista), es otra de las ya frecuentes miradas del cine argentino a la mujer, realizadas por representantes del propio sexo femenino. Para fortuna de la nueva obra de la directora de El juego de la silla (y sobre todo de nosotros los espectadores), su película  ejecuta tal visión, tan exenta del sentimentalismo cuño de fábrica de cierta zona  de esa pantalla, como de la gravedad a ultranza de otra área de la parcela más reciente de dicho cuerpo cinematográfico.

Película sobria, delicada, honesta, de gramática naturalista y desasida de todas esas «grandes» emociones que suelen arrostrar los dramas del mainstream, Una novia errante recorre con calidez un pedazo de vida de un ser humano cualquiera, perdido en la difusa sima sentimental en la cual se desbarranca el alma tras fuertes decepciones amorosas, y el consiguiente contraste amarguísimo entre lo imaginado y sucedido durante la trayectoria de esa relación quebrada. El guión de la obra sabe aportar la necesaria emoción que parte del itinerario vital de esta persona a partir de esa ruptura, como para observar sus pistas de ahora en más con la máxima atención.
Ese alguien se nombra Inés (interpretada por la propia directora) y va de viaje de bodas a un motel de un paraje del interior llamado Mar de las Pampas con Miguel, su prometido. Pero, ya el trayecto en el ómnibus indicará que las cosas no andan bien en la comunicación entre ambos. Inés se queja y su contraparte escucha sin mirarla en el asiento de la ventanilla (la primera evidencia de su desdén, deja a su pareja al lado del paso de los pasajeros, no la preserva ni protege; la otra es cuando un chiquillo la molesta insistentemente con el láser de un juguete, y él ni siquiera presta atención cuando ella se queja a la madre). Inés habla, aunque su «receptor» no comprende, perdido como parece estar en la otra dimensión del desinterés o la abulia. A causa quizá ya de demasiadas peleas, de la acumulación de diferencias…  Estas escenas iniciales, montadas con exquisito tacto por la Katz, suministran la información necesaria para colegir lo que advendrá.
Y lo que está por venir es el que el hombre sigue de largo, y ella tiene que quedarse sola, errante y sin novio, en Mar de las Pampas, a la espera sin esperanza de su ilusorio retorno. Inés lucha por una improbable vuelta a los orígenes, Miguel le dice literalmente que no da más. La joven le reclama que ese es un concepto que no entiende; y él le riposta que no se trata de un concepto. Es, meramente, el registro doloroso y cruel, pero inevitable, del desamor.
A partir de la estancia de la joven en el motel irrumpirá un elemento dentro del relato que operará cual vector del diálogo mutuo, el cual resulta la mejor plasmación de la recidiva amatoria de la muchacha: estas conversaciones telefónicas —siempre iniciadas por ella— con Miguel son como los polvos de un incendio: lo único que queda entonces antes de perderse entre la tierra y el viento. El teléfono, por tanto, será el vínculo de comunión con un pasado que ya no contará en lo adelante, porque Inés está pisando de ahora en más su futuro. Devenir marcado por una inmensa X a despejar, en cuya ecuación deberá intervenir todo cuanto lo estime la imaginación del espectador. Porque las pistas brindadas por la trama no serán más que eso, ante la conclusión abierta de la cinta.
La Katz supo trazar la humanidad del personaje central, que uno siente cercano y quisiera tenderle la mano para socorrer el dolor del desencuentro, el quiebre de emociones, la incertidumbre, la falta de valor para recomenzar. Personaje correctamente definido, puesto ante una disyuntiva que involucra no solo cambios de sentimientos, sino una trastrocación de su propia rutina de vida, Inés ilustra la membrana finísima que protege la relación amorosa de siempre, pero sobre todo en los tiempos que corren.
Relato que no solo destaca por su sinceridad y calidez, sino además por la fotografía de Lucio Bonelli, la sencillez de la propuesta narrativa y la actuación de intérpretes —en su mayoría provenientes del teatro pero que en ningún momento sucumben a los cambios de métodos impuestos por la cámara—, Una novia errante solo se lastima a causa de la aparición de varios diálogos sobrescritos y altisonantes, además de ciertos excesos discursivos de la protagonista, quien al parecer solo en las postrimerías del filme aquilatará el peso del silencio y hasta tanto quiere explicar lo aun inexplicable a través de las palabras.
Pese a tales contrapesos, Una novia errante constituye digno exponente de un cine argentino a contramano de modas y tendencias, e inusual abordaje de las relaciones de pareja. Una íntima crónica del desamor, ungida de pasajes muy bien escritos, cuya historia no se le desmadeja a Katz ni por un minuto.

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