En Miel para
Oshún, a partir, solo a partir, de una de sus sempiternas obsesiones
temáticas: vectores convergentes sociedad-individuo; nación-persona; evolución
social-destino, en tanto parte de esta historia del niño obligado por su padre
a marchar hacia los Estados Unidos en los´60, que regresa hombre, 32 años
después en busca de su madre y un yo jamás conocido, Humberto Solás compone una
lírica pieza de febriles arrebatos de humanidad y espíritu, superior a las dos
películas cubanas que con anterioridad atendieran directa o
tangencialmente los rostros y consecuencias de la emigración: Lejanía,
Jesús Días, 1985, y Vidas paralelas,
Pastor Vega, 1992.
El fallecido maestro, quien para desgracia nuestra
había acallado durante nueve años su cine hasta la realización de este filme en
2001, toma en casa el guión tejido por las manos de su hermana, Elia, se busca
un team técnico de lujo (en casi
todos los apartados hay estrellas de los respectivos oficios) y un cuerpo
actoral protagónico -Jorge Perugorría, Isabel Santos, Mario Limonta- al que le extrae registros de consistencia
histriónica. De otra manera no hubiera
podido fraguar una película cuya narración pende de la evolución de estos tres
personajes perfilados a tiralíneas en quienes, mirándolos bien, afloran o
subyacen buena parte de las angustias de la variante cubana de nuestra especie
-el desarraigo de Roberto, la frustración profesional de Pilar, la necesidad de
“luchar” de Antonio: consecuencias directas del castigo de los tiempos-, pero
también los dolores humanos comunes de cualquier hombre doquiera. Es que Solás, ecumenista poeta de la
expresión, amasa al hombre en su contexto, pero recuerda el barro compartido de
todos, y de ello válese para en medio de esta balada del reencuentro llena de
nervio y alma, observar el proceder de estos seres ante el azar, el roce y las
circunstancias, y cómo emergen de sí los rasgos definitorios de la condición
humana.
Su filme evoca en la magistral secuencia de cierre, en
esa escena en que Pilar mira a la anciana del parque ¿el espejo del futuro¿, o
en las del aeropuerto y el reencuentro de Roberto y la prima, al conmocional
Solás de los sesenta. Tampoco puede el
realizador aherrojar su vocación operática, y corrobora su dominio del trabajo
con grupos –aunque, obvio, en clave menor- en las secuencias batjiniamente
carnalescas del robo de la bicicleta y
esa posterior catarsis emocional central (un poco burda para el director de
Lucía) de la historia en la plaza de Gibara: cuando Roberto vomita toda su
desazón por la pérdida de las raíces y Antonio muestra el envés amargo del tipo
desenfadado. El personaje interpretado por Mario Limonta es utilizado como
elemento desdramatizador en el viaje Habana-Baracoa, y así se en entiende el
sentido primario –aunque no por ello lo comparto- de ciertos parlamentos y
escenas en la parte road-movie de la cinta descarriados del tono dramático de
la cinta. La hilera de carros rotos, las
guarandingas y otros avatares asfálticos inviste a la película de un tono barato
a lo Guantanamera que decididamente
no le va. Pese a que sepamos que un viaje largo en carretera puede convertirse
en un infierno, no era la cuerda en que se movía Miel para Oshún; que ya tuvimos con nuestras comedias coproducidas
para que se encargaran de eso.
El doblaje del filme es funesto y existe una escisión
abrupta de la narración en off del personaje central de los comienzos (que no
sé porqué me da la sensación de una forma sin esqueleto de los soliloquios del
Sergio, de Memorias del subdesarrollo, de Alea) que luego desaparece y ni
siquiera tiene su encuentro circular en esta travesía concéntrica ya en las
postrimerías, al cabo de encontrar Roberto a su madre -una Adela Legrá anciana
quien no obstante nos transporta irremisiblemente casi cuatro décadas atrás, a la Manuela de ambos, de Solás y de ella.
Pese a sus
defectos, Miel para Oshún -nuestra
histórica primera incursión en la ya mundialmente entronizada técnica del vídeo
digital- constituye una obra cuya solidez la empina por arriba de la producción
nacional precedente de los noventa y se erigió como fuente de inspiración y fe
para cineastas y espectadores de la isla. La primera película cubana del siglo
XXI, sobre todo, nos devolvió una confianza hacia nuestro cine que ya creíamos,
desde entonces, en estado de extravío permanente y que luego tal pantalla nos
devolvería, aunque de forma intermitente: nunca con la asiduidad deseada.
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