Ha sido tan sobreprotectora parte de la crítica cubana con el cine nacional, elevando a nichos u Olimpos que no le correspondían a películas simplemente correctas, que los pastores corren el riesgo de no hacerle caso al grito de lobo, cuando de verdad aparezca uno dispuesto a devorarte tu apatía ante la reiteración sin límites en el arte cinematográfico contemporáneo; y de paso plantar bien sus huellas al sentar cátedra en pantalla y narrar mediante una convicción apabullante que te recorte el resuello, enardezca tus sentidos críticos y plantee una opción estimulante al pensamiento como lo ha conseguido La pared de las palabras (Fernando Pérez, 2014).
No había asomado su lomo otro gran lobo
blanco por estas áridas estepas fílmicas, desde los tiempos de Barrio Cuba (Humberto Solás, 2005), del
cual escribí a la hora de su estreno: “Lleva envuelto en sus imágenes
este filme intempestivo dentro de la ficción cubana dos infinitas pero
nutritivas horas de estudio del estado de la tristeza, la angustia y el pesar
que suele interponerse en la travesía a la realización -o la irrealización-
humana (…)”. Pues bien, Fernando ha realizado otra notable película sobre el
dolor que, al margen de sus diversos entresijos de análisis, no posee ninguno
superior al poder de ese gran agujero negro de atracción -en términos cósmicos-
que es la pena viviente arrostrada por esa madre encarnada por Isabel Santos de
tener al hijo (Jorge Perugorría) preso de una incurable enfermedad.
El mal le aniquiló
al vástago hasta la capacidad de locomoción; pero a la progenitora le arrancó
la posibilidad de reconectar con la electricidad de la vida, la alegría,
atender al paso de (todas) las estaciones naturales y humanas, el deseo, la
carnalidad. Sinceramente, a mí me interesa más cuánto pasa en el interior de
esa mujer que en el manicomio. La aprecio como el vórtice gravitacional de un
relato que tiene en ella su razón de ser para desarrollar uno de los personajes
más complejos, ricos, multidimensionales, conflictuados de la historia del cine
cubano. Hasta hoy no había cumplido, jamás, en su carrera Isabel Santos con una
misión tan difícil como incorporar un personaje tan monstruosamente magno como
este. Es el anhelo supremo del gran intérprete.
La Santos articula aquí
composición histriónica de categoría, cuyo registro facial se transmuta en un
perfecto diccionario de las emociones que lindan entre la angustia, la
resignación y la pena más crispante. La película completa está alimentada de la
poesía dolorosa de su rostro, pero hay planos y escenas en que ella convierte
en majestuosa la propia desolación, a la manera de los autores clásicos. Vean
su faz (una babel de sentimientos encontrados, congoja, pesimismo, no salida,
¿por qué a mí?) en los minutos 31, 35, 42, 63 (en su bronca más que catártica,
definidora del sentido de su vida, con el hijo sano), 70, 71, 77 (cuando trae
para su casa a Maritza, la Down
enamorada de Luisito, su hijo enfermo, y los observa a ambos en el cuarto: el
plano fijo a la mirada de Isabel no va a salir de la cabeza de quien ame al
Cine en mucho tiempo).
La pared de las
palabras es una parábola acerca de la ofrenda necesaria de una madre (aunque
constituya sacrificio no será el vocablo justo a emplear por una de ellas) ante
el derrumbe físico y mental de su cría, pero también un examen meticuloso y
hondo a los quiebres humanos por el azar malicioso que puede entorpecer o
cercenar esperanzas y metas, una proposición a atisbar el milagro del amor
dentro de los reductos menos pensados. Resulta, además, la mano tendida, la
sugerencia noble de un artista sensible como Fernando Pérez para reparar y
respetar que hay (en el escenario retratado, lo mismo que en otros vinculados a
las distintas otredades) vida, sentimientos, comprensión, universos morales con
códigos de conducta válidos (solidaridad: la espalda de Luisito para impedir
que el compañero se destroce la frente; rechazo a lo negativo: todos los “no
cuerdos” unidos contra el basural en la lluvia purificadora; sensibilidad: los
“locos” aceptan de mejor grado el cuadro entregado al sanatorio por el hermano
de Luisito que el burocrático funcionario del lugar contra el cual Fernando
arremete en par de ocasiones…). Representa, por si fuera poco, constatación de
que los muros de silencio levantados entre los hombres pueden sobrepasar la
pared de las palabras ya desde el momento mismo en que estemos dispuestos a
escucharnos y entendernos, sobre la base de la instancia alternativa que fuere.
Las palancas de la interacción pueden bascular entre el arte y la botánica, así
de grandes somos pese a nuestra debilidad lacerante y mezquindad congénita. El
camino hasta encontrar esa semilla-puente se bifurcará luego hacia la pradera
redentora donde pueda crecer la plantica-símbolo sembrada por Luisito.
Y a Luisito
llegamos. Luego de personajes poco aportadores a su carrera, al fin el
protagonista de Fresa y Chocolate
halla uno que re-confirme su valía. La demanda física y de talento para
concebir a esta persona enferma no es en absoluto menor. Jorge Perugorría
“clava” al ser humano que le tocó componer, en todo sentido, no solo en la
reproducción de la incapacidad biológica en el desplazamiento u otros momentos.
Los rictus faciales suyos, más que con la mímesis, la observación o el estudio,
guardan relación con los dones de un intérprete marcado por la gracia. La
historia no lo recordará de ahora en adelante solo por Diego, sino además por
Luisito. Las sesenta libras bajadas se le convertirán en sesenta años de
recuerdo. Laura de la Uz,
otra vez grande en su Orquídea. Ya hace cuanto quiere. No parece tener topes.
De los personajes de esta y de Maritza Ortega se vale el guion para
descondensar, mediante sosegadas tintas de triste humor, la ríspida carnadura
ontológica de lo narrado.
El director de Suite Habana (2003) define cuidada
puesta en escena donde nada desentona en los apartados técnicos -en los cuales
sobresale la fotografía del habitual suyo Raúl Pérez Ureta, en esos elocuentes
primeros planos y lectura inquisitoria de nuestra realidad espacial, y el
montaje de Julia Yip; así como la música de Edesio Alejandro- y la dirección
general de actores.
A Fernando, empero,
de forma casi increíble para un director y guionista tan experimentado, a veces
no solo se le adivina la próxima escena (al menos quien escribe, cuanto intuyó
sucedería en tres o cuatro ocasiones, así ocurrió) e incurre en una solución
harto facilista a la hora de “explicar” en palabras la no-relación entre Elena
y su madre, mediante la carta en un funesto off
de la segunda y esa analogía visual con el derrumbe estructural de la ciudad
del minuto 50 que, en realidad, amén de la prolongación desproporcionada de la
toma, no resulta muy orgánica que digamos, más allá de las analogías obvias
sobadísimas ya por el cine cubano. Tampoco me convence el recurso, un tilín
artificioso, de la verbalización postrera de Luis mediante la “comunión” con la
pintura, al verificarse remarcada exteriorización de la idea y los subtextos.
Así y todo, La pared…representa la obra artística
cumbre de su autor en la ficción, por arriba de la que refulgía como su pieza
mayor (José Martí: el ojo del canario,
2010), de Clandestinos (1988), Hello Hemingway (1990), Madagascar (1994) y de La vida es silbar (1998) y a años luz de la fallida Madrigal (2007).
No hay comentarios:
Publicar un comentario