El estreno de la semana, Vuelos prohibidos (Rigoberto López,
2015), representa la versión Dora la Exploradora del
“fenómeno cubano” para extranjeros curiosos, pueriles e ingenuos como los niños
del cartoon; la hermenéutica en clave
power point caramelo de la
“singularidad nacional”; la desvirtuación de una receta de Nitza Villapol con
su tilín de retama y miel de abeja para compensar.
Es la explicación simplista, de oportunidad y apurada,
vamos, que le daríamos en plan cachondos y tras tres copas de Bordeaux 2004 a cualquiera turista
que intentamos levantar para una one-night
stand, mientras conversamos en el aeropuerto Charles de Gaulle, damos luego
un paseíllo por París y hacemos finalmente el amor en el Novotel a la espera de
la reanudación de los desplazamientos al Caribe de Air France. Muchos hemos
pasado por la experiencia del personaje central cubano del filme, al menos en
tren o hasta en Yutong, y cumplimos la faena en el baño o hasta en el asiento,
pero sin tanta verborrea. Un polvo viajero no precisa volumen de retórica
semejante. Ya no son los tiempos sufridores del joven Werther.
Pero, comentarista, no sea vitriólico, incurre usted en
craso error. Nuestro criollo fotógrafo protagonista se enamora de verdad de la
francesa y ella es hija de un cubano que hizo contacto carnal con su madre gala
más tres décadas ha. La europea con raíces locales necesita dicho acto de
traducción del entorno patrio para no iniciados y el fotorreportero de La Habana está dispuesto a
proporcionárselo. Usted no advierte la lírica de la relación; además, pierde
por completo de vista la dimensión de las palabras de Paulito FG. A la
exhibición de semejante clarinada en derredor del ser nacional debían enviar
emisarios desde el Paraíso nuestros Lezama, Virgilio y Don Fernando. Compréndalo.
Gracias, lector imaginario, ya me entero. De todos modos, le
comparto mi opinión personal: una película como Vuelos prohibidos, con guion de base profundamente menor, mal
narrada y dirigida, peor actuada, supone involución ostensible en la línea de
desarrollo de una ya de por sí bastante maltratada pantalla nacional. Resulta
desaguisado mayor soltar a hablar a un magnífico como salsero pero improbable
como actor Pablo Fernández Gallo con cara de carnero degollado durante buen
trecho de los noventa minutos, sin transiciones dramáticas, sin recursos de
ningún tipo encaminados a mesurar, equilibrar, densificar el contenido
informativo subjetivizado que la película desparrama en la pantalla con
urgencia seminal de un recluta venido de pase.
Todo este Iguazú de elucubraciones envuelto en parrafada sin
freno a lo Speed o Unstoppable sabe a discurso sobadísimo.
Aclaremos: el cuerpo dialogístico sobre el cual queda estructurado no causa
asombro o inquietud alguna en virtud de su presunta crítica política (quien así
lo piense no tiene ni la menor idea de cuanto está pasando en la creación
cubana desde hace años), sino por su ausencia de sentido común ante el
ridículo. Son dos cosas sin relación alguna. Además, a cada línea de
impugnación aquí viene colgada otra de identificación puesto que, caramba,
somos únicos, fascinantes, bla bla bla…
La incorrecta dirección actoral del filme, tendente a hacer
más visibles las majaderías manifiesta de un casting cubista, provoca el hundimiento incluso de actores de la precisión
de Mario Balmaseda y Daisy Granados en su suerte de apariciones especiales. El
primero, en el rol del padre de la europea Monique (Sanâa Alaoui), asume
grimoso rol, el cual no se cree ni gestiona ni por dos fotogramas, porque esto
sencillamente no se puede metabolizar. Al realizador Rigoberto López nuestro
cine le debe un documental extraordinario como Yo soy del son a la salsa (1996), que cada cubano debe ver y
justipreciar. Solo por dicha obra pasará a la historia. Empero, su capítulo
dentro del apartado de ficción, también incluyente de la olvidable Roble de olor (2003), ningún punto de
contacto artístico observa con el área creadora que lo legitimase como autor.
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