En el
principio todo fue una vagina. El pintor francés Gustave Courbet veneró su
instancia propulsora, potencialidad creadora, intrínseco misterio e imantación
sexual absoluta en el celebérrimo cuadro El
origen del mundo (1866) que tanto interés despertaba a Lacan. La raza
humana depende de esa caverna, nada y en mucho platónica, motivadora de
variopintos volúmenes suscritos por Catherine Blackledge (Historia de la vagina); Mithu Sanyal (Vulva, la revelación del sexo
invisible), Naomi Wolf (Vagina) u
otros autores. Aunque su empleo en tanto fuente de placer sexual, sabemos, es
menos lejana en la historia que la anal, ya utilizada con fervor desde los
tiempos de la horda, de los conquistadores del fuego. El realizador Jean-Jacques
Annaud lo ilustraría bien en pedagógica secuencia del filme homónimo estrenado
hace 33 años, útil para quienes no les haga gracia indagar en la protohistoria
del asunto por conducto de los dos últimos tomos de la Historia de la Sexualidad, de Michel Foucault, o El erotismo y Las lágrimas de Eros, de Georges Bataille.
El sexo nos
come, mata, redime y define desde tiempos inmemoriales. De eso bien pueden dar
fe los trece catedráticos reunidos en el volumen de ensayos La imagen del sexo en la antigüedad
(Tusquets, 2008). Leído esto, ya se duda haya algo nuevo bajo el sol en la
materia, salvo tecnología y la plasmación audiovisual del hecho con fines
comerciales o artísticos. Uno de los expertos agrupados en el libro dedica el
último y auspicioso capítulo al coitus a
tergus o a dietro (por detrás),
el cual sigue cautivando a la especie.
Procurado,
aunque no siempre conseguido, por el hombre en las relaciones heterosexuales,
existen mujeres a quienes sí les complace su práctica. El asunto fue
intelectualizado en una obra teatral que provocó sensación, nunca escándalo
porque a estas alturas ya casi nada lo origina, en el último Festival de
Edimburgo y se ha mantenido en cartel durante par de años en escenarios
teatrales europeos, para desplazarse luego a México y Buenos Aires. Se trata
del monólogo La rendición,
interpretado por la políglota actriz suiza Isabelle Stoffel, a partir de la
obra escrita por la norteamericana Toni Bentley. En su defensa a ultranza del
sexo anal, la artista deja caer parlamentos como estos en medio de la
representación: “El coño está concebido para engañar a los hombres con sus
aguas incitadoras, su predisposición a abrirse y sus dueñas airadas. Pero por
detrás la verdad siempre sale a la luz (…). En entrevista del 4 de agosto de
2013 con el diario madrileño El País,
la bella helvética remarca los postulados del montaje: “En esta forma de
acople, la confianza lo es todo. Si te resistes, pueden hacerte daño de verdad.
Pero una vez superado ese miedo, una vez traspasado literalmente, ¡qué placer
tan grande encuentras al otro lado de las convenciones! Dejándome dar por atrás
he aprendido mucho (…) Para mí el sexo anal es un acontecimiento literario. Las
primeras palabras empezaron a fluir cuando él estaba en lo más hondo de mí. Su
pluma en mi papel. Su rotulador en mi secante. Su cohete en mi luna. Es curioso
de dónde saca una la inspiración. O cómo recibe una el mensaje (…) Dejándome
follar por el c…, una y otra vez, y otra vez más, he llegado a una experiencia
divina. Aprendo despacio, y soy de un hedonismo voraz”.
La cantante de origen trinitario Nicki Minaj posee un
trasero aun superior al de la suiza, aunque le faltan las neuronas de aquella.
En su primario video clip Anaconda (2014),
ella, el equipo de producción y todo quien estuviere detrás de esta expresión
individual emprenden otra loa a la forma coital de marras, aunque desde un
registro semisimiesco, literalmente con mucha banana incluida, leche de coco
derramada, posturas monísimas. El burdo imperialismo anal femenino preconizado
en el clip resulta redimido, en cierto modo, por la cuota de humor impregnada
en las imágenes. Minaj, quien hace literalmente de todo en los fotogramas de
dicho material promocional -con predominio de la variante perrito en la cual se
mantiene el 70 por ciento del metraje-, apela en dos momentos del video a un
registro hilarante para postular que la hembra tiene el poder en las nalgas y
siempre será capaz de controlar o desdeñar al macho jadeante, deseoso de
flanquear su retaguardia. Se trata, primero, de la escena cuando destroza el
plátano que pela en su cocina filo-Cicciolina; y después cuando le perrea al
cantante Drake, para ponerlo cachondo y luego plantársele con una suerte de
silencioso “no invente papito, que no va a tocar”.
Fulminante respuesta a Anaconda
tras ponerse en duda su supremacía anatómica dorsal, o suerte de
competición femenina de ¿quién la tiene más larga? (en este caso ¿quién lo
tiene más grande?), Jennifer Lopez contraatacó mediante Booty (Colita; o sea,
culito en cubano), estrenado a finales de septiembre de 2014. Vomitivo,
repudiable, infeliz desde todo punto de vista, el clip cuenta con la compañía
de la rapera Iggy Azalea, pie de apoyo para calzar las exhibiciones físicas de la
puertorriqueña -en lamentable involución artística desde hace más de un lustro.
Con el desplazamiento alterno de la cámara hacia el cañón australiano de 24
años, la ya para estos menesteres algo añosa JLo procura un encandilamiento
general de todas las audiencias posibles: “si no miran lo mío, miran lo de
ella”, diría. Azalea, de quien tras repasar sus canciones/léxico/movimiento en
la escena yo juraría cree ser ella una afroamericana de Harlem, y de colmo
posee un trasero que respalda su sueño, no la ayuda en la tarea. Si Minaj se
salvaba de la quema total en Anaconda
merced a su no por impostada menos enérgica actitud de independencia femenina,
cuanto hacen aquí estas dos artistas constituye el más bestial acto de
servilismo y humillación femenina que la industria musical del mainstream partease hasta hoy durante el
siglo en curso. Jennifer perdió en buena ley; además Nicki lo tiene más grande.
Broma al margen, ambos videos constituyen el punto culminante
de la imbricación absoluta del soft-porno
o porno suave a tales construcciones audiovisuales. En el caso específico de Anaconda y Booty resultan instancias depredadoras, oportunistas y
comercialmente harto bien diseñadas en base a la explotación de un atributo
sexual que en el imaginario heterosexual del hombre estadounidense cobra
ángulos lúbricos quizá inusitados en otras latitudes como Latinoamérica o África,
puesto que por razones genéticas la población femenina anglo no se caracteriza,
salvo excepciones, por la prominencia de dicha zona. Rasgo biológico constatado
antes de Kinsey o Master/Johnson. No lo anotaron dichos sexólogos, y rebasa el
molde de este artículo, pero es curioso como esa obsesión se desplaza en dicha
cultura hacia la variante inversa de la mujer que admira el trasero del hombre,
algo que se encarga de atestiguar una de cada dos películas producidas allí.
En fin, volviendo a lo nuestro, vivimos los tiempos del “pornopop”,
o de “la pornificación del pop”, como lo acuñara hace años el crítico musical
español Diego A. Manrique y la revista especializada británica NME, de forma
respectiva. Así, no sobresaltan demasiado ya exponentes a la manera de Anaconda o Booty -no obstante lo explícito, descarnado o involutivo de sus
imágenes e ideario-, en tanto son resultado de la validación de una tendencia
dentro de la industria que se apropia de los recursos del porno suave para
aupar en los videos los temas musicales de los artistas bajo su égida. La
saturación del mercado obliga a subir el listón en cada nuevo clip y que por
ende Minaj y JLo levanten las posaderas hasta el techo en alusión de la espera
por la penetración masculina en sus dos videitos. Nada queda al azar en el
negocio. Si al hecho probado de que la palabra “sexo” es la que más vende en el
planeta al erigirse en la quintaesencia de la red según San Google, se le suma
las ventas causados por “revuelos” como el seno al aire de Janet Jackson en la Superbowl, el beso de
Madonna y Britney Spears en los MTV de 2003 u otras tantas estúpidas “espontaneidades”
apócrifas posteriores tan bien recibidas por gran parte del receptor, habrá de
comprenderse que al filón, no por sobado dejará de exprimírsele hasta el último
gramo de su veta explotable. Solo bajo semejante entendido pueden entenderse la
irrupción de engendros parecidos al clip de Nunca
me acuerdo de olvidarte, donde luego de contorsionarse hasta el delirio de
espaldas contra una pared (el segmento de cara al público masculino), Skakira
cambia de tercio para manosearle las nalgas a Rihanna en una cama, y con ello en presunción complacer
(falsamente, porque esto es el sofisma pueril en estado puro) a la comunidad
lésbica. Y, por asociación, parecer (no ser) inclusivistas, abiertas,
respetuosas de las otredades. Bull Shit.
Es ideología de cartón piedra, pirotecnia visual, la versión de Michael Bay
para el formato del video.
Oprobioso para la
condición femenina devinieron número y clip de Blurred Lines, del cantante Robin Thickle, donde
dice, de forma exacta, cosas tan ofensivas para la mujer como las siguientes: “Sé
que lo quieres, eres la zorra más caliente, te daré algo suficientemente grande
que partirá tu c… en dos”.
La hoy día dañina
Miley Cyrus, enfundada en un body
color carne que a la fecha no impresiona a nadie (no obstante, era distinto
vérselo a Shakira en Loba pues la
colombiana de caderas ondulantes carga su sex-appeal
mientras la antigua Hannah Montana está para los coyotes), agarró por la
portañuela a Thickle en los MTV 2013 y con un falso dedo gigante de cartón
aludió al proverbial “big dick” de Robin. Hasta el propio intérprete se vio
consternado por la impertinencia de la mediocre Cyrus, empeñada a toda costa en
hacer olvidar su era Disney, conseguir sus quince minutos de fama y convertirse
en una diva pop hipersexualizada, apropiada de prácticas culturales étnicas -en
específico del canon suburbial barrioabajero negro-, las cuales distorsiona y
degrada.
Burlas fue cuanto generó Miley gracias a su posterior video Wrecking Ball, aunque también mucha
audiencia, al alcanzar las 12, 5 millones de visitas en Youtube a las 24 horas
de colgarlo. En dicho clip su realizador Terry Richardson -ducho al servicio
del pornopop universal- opta por la mofesca solución de montar a la anoréxica
jovencita, desnuda y solo habitada su anatomía por unas botas (motivo visual
inseparable del porno duro este) en una bola gigante, en la que lame cadenas,
saca la lengua en plan salaz, más todo lo habitual en su performance. Si bien
las estrategias de Miley en una industria donde se fomenta cualquier exceso
cual pasaporte al éxito de ventas son bastante comunes e incluso predecibles
ahora, no dejan de molestar a millones de personas en el planeta, cuyos hijos
consumen estos materiales, difundidos en hora punta de las televisiones. No es
anecdótica en tal sentido la carta de la cantante irlandesa Sinead O`Connor a
la “estrellita” de Nashville, en cuyas líneas la exhorta a “no dejarse
prostituirse por la industria musical”. “Espero que despiertes y entiendas que
te has convertido en un peligro para las mujeres”, le espetó luego. La “reina
del twerk” se pasó la carta literalmente por el fondillo, por el cual también reposó
la bandera mexicana durante concierto efectuado el 17 de septiembre en dicho
país. Para rematar, declara en un documental difundido por MTV: “Me siento
ahora como si realmente pudiese ser la zorra que realmente soy”. Al margen de
lo asqueroso del asunto, aquí hay gran parte de montaje, teatro, el mismo guion
de siempre prefabricado por los mismos estrategas mercantiles de la historia de
la música.
Beyonce, alzada a la categoría de diosa viviente en los
Estados Unidos - donde hasta le dedican seminarios en Harvard-, fraguó en el
video de Partition escarnecedora muestra
de sumisión falocéntrica al poder masculino de su esposo -el rapero Jay Z-,
digna de ahorcamiento. Ya antes le había regalado otra velada e insultante
apología a su ídolo amado, y de forma más clara al macho afroamericano, en la
película Obsessed (Steve Shill, 2009),
producida por ella y elocuente del racismo a la inversa corte Spike Lee en Fiebre salvaje o El juego sagrado.
La australiana Kilye Minogue intenta a toda costa burlar sus
46 en Sexercise, el cual erotiza a
grado extremo, según ordena la moda, el concepto del fitness y la aerobia. Britney Spears va con fustas y látigos
sadomasos dentro de una cabina de peep
show en Trabaja, zorra. La poole dance o barra americana, otro
elemento identificador del soft porno,
resulta escogido para el video de Rihanna titulado Pour it Up.
Ni post-feministo madonniano, ni libertad de expresión, ni
demostración sin tapujos de la sexualidad femenina, ni empoderamiento del “sexo
débil”. Todas esas son patrañas bajo las cuales se escudan las campañas de
promoción de estas vedettes para
proceder mediante excusas justificantes a dóciles operaciones de mercado cuyos
gestores, en su indiscriminado afán de ganancias, no paran mientes alrededor
del extraordinario grado de perjuicio que provocan entre el receptor
infanto-adolescente del planeta, que si no aprecia estos productos en la
televisión abierta los consume en Internet.
A tamaña saturación de música e imágenes abiertamente
sexuales que receptan de manera cotidiana niños y jóvenes, psicólogos y
educadores le denominan “erotización del ambiente”, un hecho inobservado en
épocas pasadas, cuyos efectos a corto y mediano plazo en los hombres y mujeres
del mañana aun están por conocer, pero del cual ya resulta difícil escapar ni es
posible del todo prevenirse por parte de los padres. No vayamos muy lejos, al Blurred Lines
de Robin Thickle lo ubicaron dentro de “lo más pegao” de Piso 6 por casi dos meses. A diferencia de gran parte del resto del
mundo, en Cuba los accesos privados a la red aun son muy limitados; sin
embargo, para compensar aquí tenemos los clips de reguetón (que dejan en
pañales a la colección pornopop íntegra) y una galería de dispositivos de
memoria tan amplia como para tapizar de memorias flash la Muralla China.
Visto el
paisaje internacional, muchas personas comparten criterios como los emitidos
por Dianne Abbot, responsable de Salud del ala izquierda del Partido Laborista
inglés, cuya impugnación al hecho fuera reproducida por el cotidiano londinense
The Guardian: “(…) es muy pero muy
censurable y dañina la erotizada publicidad; los estridentes videoclips
de las artistas porno pop; el moderno acoso online; las machistas
letras de las canciones; y los sexualizados modelos de mujeres (…). “Se está
imponiendo en nuestra cultura una visión distorsionada y alienada del sexo,
alimentada por la mano invisible del mercado. Dejado a sus anchas y sin apenas
regulaciones, el mercado está favoreciendo un clima de sexualización que
degrada a los niños y margina a las familias”.
A la señora Abbot le
asiste la razón, y son válidas reacciones de esta guisa y estrategias de
cualquier signo. Empero, sin que la apreciación esté fundada en el pesimismo
sino en la más objetiva captación de la realidad, según quien escribe ve las
cosas el fenómeno resulta imparable y -mal que queramos- nuestros hijos tendrán
que acostumbrarse a la previsible agudización de su decurso. Las transnacionales
de la industria musical/audiovisual solo responden a las finanzas y el sexo
representa un talismán que abre las billeteras. En la (seudo) literatura ocurre
otro tanto hace años, en virtud del llamado Efecto Grey (por 50 Sombras de Grey).
No tengo idea de cuanto puedan
inventar luego de la versión “trasero chupador” de Nicki Minaj en Anaconda, pero alguna idea más osada
siempre llegará. El pornopop le cogió más gusto al porno y se olvidó del pop.
No es arte, no es erotismo, se trata tan solo de exploitation, de trash
regenteado desde las omnipotentes torres mainstream,
pero da muy buena plata y durante tiempos de depresión en las ventas de la
industria musical eso resulta sagrado. Así que preparémonos, pues el desfile de
traseros al aire será mayúsculo. Estoy seguro que la falsía de estos videos no
complacerá a Isabelle Stoffel ni a ninguno de quienes amamos el
sexo real, de cualquier tipo, pero es lo que hay. Así de simple camina nuestro
complicado mundo.
Alguien dijo alguna vez:
ResponderEliminarLOS CRITICOS SIEMPRE ESTAN HABLANDO ACERCA DE LO QUE NO PUEDEN HACER.