Aunque el
título sea engañoso y tienda a pensarse que estamos frente a otro procedimental
del montón de policías, ojo, caso harto contrario, la serie norteamericana True Detective (HBO, 2014) representa
una de las piezas audiovisuales más notables del muestrario reciente de la
teleficción sajona.
Proyectada
los sábados, a las 10 y 30 de la noche, por el canal Educativo, la primera
temporada constituye, ante todo, un soberbio estudio de personajes, el escaneo in profundis de naturalezas humanas
devastadas por la decepción y el dolor cuyo refugio autoengañoso se confunde
entre los evanescentes rutinarios y la búsqueda a ultranza de raro criminal
evaporado entre la geografía agreste y sigilosa de una fantasmagórica
Louisiana.
Tras True Blood -pero mediante clave nada
lúdica, sino con la mirada puesta en la decadencia y la destrucción
económico-moral del escenario retratado-, la cadena HBO retorna al peculiar
espacio de marismas, bosques y vudú, para, de la mano de Nic Pizzolato, el showrunner (creador y guionista) de la
miniserie de ocho capítulos, gestionar este oscuro drama cargado de altísimo
voltaje emocional, inusuales niveles de introspección psicológica en el medio y
cuidadísimo empaque dialogístico remitente en su peso a Los Soprano.
A las
anteriores virtudes han de sumársele formidable ambientación/banda
sonora/fotografía, una si bien no en propiedad novedosa sí en cambio muy
precisa estructura narrativa marcada por los cambios temporales y la
alternancia de puntos de vista (luego lo reeditaría la serie The Affair, Showtime, 2015) y dos
composiciones signadas tanto por la enjundia incorporada a rango de libreto
como por la maestría interpretativa de Woody Harrelson y, fundamentalmente,
Matthew McConaughey.
El Oscar al
Mejor Actor concedido al último en 2014 por Dallas
Buyers Club (Jean-Marc Ballée, 2013) debía haber sido, en justicia, por el
personaje labrado en True Detective:
en la práctica una megapelícula de ocho horas (las fronteras entre cine y
televisión en el audiovisual del siglo XXI se diluyen en diversas series de HBO
y AMC, sobre todo) que tiene entre sus principales atractivos apreciar, casi
todo el tiempo, a McConaughey plantando, creciendo y cosechando los frutos del detective
Cohle, el cual él construye desde la premisa honestísima del compromiso
absoluto. Nunca antes ni después el antiguo protagonista de olvidables
comedietas hollywoodinas ha sido más multidimensional ni exhibido tamaña
prolijidad de registros, pese a haber estado exquisito en los protagónicos de Killer Joe (William Friedkin, 2011) y de
Mud (Jeff Nichols, 2013) o en su
aparición especial en El lobo de Wall
Street (Martin Scorsese, 2013).
True Detective logra cuanto pocas de su especie son capaces
de conseguir: configurar un universo propio dominado por sus leyes
particulares. Este mundo amoral, distanciado del proceder y las rutinas
habituales, cobra inusitada extrañeza al mixturarse tanto el plano realista de
dicha mitología como su chandleriano noir
en desilusionada clave post Katrina con vasto andamiaje intertextual filo fantastique donde cohabitan el neogótico
sureño, reminiscencias del gore de
los ´70 y ecos de Robert W. Chambers y
Ambrose Bierce unidos a señales bien audibles de Lovecrat y el mismísimo Poe.
La
imaginación y recreación del universo de Carcosa, el territorio mítico/real
donde habita el gestor de la cadena de crímenes investigados por Hart y
Cohle, los dos detectives
protagónicos, adquiere categoría de ejemplar. Quien escribe no había temido
más, en terreno audiovisual, desde aquel hotel de Resplandor (Stanley Kubrick, 1880) y la casa de muertos de Los otros (Alejandro Amenábar, 2001).
Carcosa (que Pizzolato arrastra de Bierce y Lovecraft) es la traducción
cinemática de los horrores abisales a los que puede descender un ser humano en
específico, aunque en lo fundamental la especie. Carcosa supone la concreción
del delirio asesino y la locura de aniquilación, la imposición tiránica de
no-vivir dictada desde la oscuridad de una creencia.
La pericia
literaria del novelista Pizzolato, quien escribió todos los capítulos en
solitario y a despecho de la usual “redacción en comité” de las series
norteamericanas, halla respaldo en el manejo audiovisual, también, merced a la
brillantez de la puesta en escena y la atención del director Cary Joji
Fukunaga -estuvo a cargo de los ocho episodios, algo no menos singular en la
televisión, donde varían en cada episodio- en prestar el máximo de interés no
solo por el relato en un sentido macro, sino especialmente hacia los pequeños
detalles.
De forma que podría parecer contradictoria dada las
oscuridades a las cuales nos lanza, True
Detective es una serie de delicadezas, sutilidades, pequeños detalles que
contribuyen a cerrar los puzzles humanos cuyas piezas son tiradas sobre la mesa
de los ocho episodios y el espectador tendrá a bien recomponer bajo el resorte
inesquivable (aquí nada se da fácil) de sedimentar, conectar, colegir y
definitivamente asumir en tanto respuesta posible a la interrogante permanente de
una obra que nos sumerge en nuestros propios temores, al ponernos en posición
de receptores activos alrededor del conflicto derivado del hecho mismo de
existir.
Tras esta primera temporada, HBO estrenó una segunda,
escrita por Pizzolato; del todo diferente en escenario, trama y actores. La
acabo de visionar, resignadamente. Nada que ver en calidad con su antecedente.
Esperemos nuestra tele también la proyecte, para comentarla en su momento.
muy buena critica, gracias
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