El drama independiente Dixieland (Hank Bedford, 2015) hurga en el costado incómodo del Estados Unidos caucásico pero de escasa formación educativa y pobre, sin posibilidades sociales: eso cuanto allí, de un modo bastante despectivo y con arreglo a un patrón evaluativo pautado desde la cúpula wasp, califican como la “white trash” o “basura blanca”. Margen demográfico, por cierto, elidido de cuajo por el mainstream, pese a sumar millones en el mapa poblacional de la Unión.
A cargo
de la dirección y guion, Bedford refiere aquí, más casi en clave de historia
mínima soriniana que en mumblecore
americano, el encuentro de un joven recién salido de la cárcel con una muchacha
iniciada en el oficio de bailarina nudista. Él quiere sacarla de ese mundo, y es
la razón fundamental por la cual acepta un trabajo sucio acabado de abandonar
prisión. Hay trampa en el asunto y las cosas no salen bien.
Esa
línea central del relato es trabajada de forma orgánica, aunque el desenlace
resulte cuando menos irracional. Bedford, empero, muy a la usanza de cierto
tipo de cine actual, inserta entrevistas con personas del entorno de Missisipi
donde discurre la acción (drogadictos tatuados, pueblerinas desdentadas…) y si
bien se le entiende el sentido de proveer color local a sus viñetas, poco pintan
dentro del desarrollo dramático de una película irregular pero de loables
intenciones en el sentido de visiblizar el ignorado universo en quiebra de esta gente,
quienes también son norteamericanos, viven, aman, sufren y sueñan. Pese a
cuanto pueda doler o atemorizar su existencia.
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