En
su guion conjunto para la comedia La cosa
humana (2015), Gerardo Chijona y Francisco García configuran la tipología
de casi todos sus personajes principales (a excepción del escritor encarnado
por Vladimir Cruz y la teniente asumida por Miriel Cejas) en ese territorio
peculiar de la jungla urbana nacional donde ciertos cultos delincuentes parecen
ser descendientes directos, en espíritu, filosofía y arco socio-espacial, de aquellos
sujetos barriales de la sardónica sátira Utopía
(Arturo Infante, 2004) quienes, sentados frente a la mesa de dominó, ron en
mano e improperios en la lengua, discutían sobre la arquitectura barroca y la
posible existencia de un barroco latinoamericano, concepto este defendido por
uno de ellos a genital limpio; o quizá de aquellas mujeres del mismo
cortometraje, idas a los moños en la peluquería debido a sus diferentes puntos
de vista en torno a si La Traviata la compuso Verdi o Puccini y si el
aria de la agonía de Violeta está
escrita en “sol” o “mí”.
El
Suave (Enrique Molina), maleante omnisciente con un poco de esa cínica lerda verbosidad
tarantinesca gansgteril post-Coppola y el desenvolvimiento orgánico de
criminales entre doctos de la alleneana Balas
sobre Broadway que en el filme cubano dirige el negocio a la sombra en La
Habana, no solo sabe de leyes, economía o cómo aplicar incisiones, digámoslo
con Buena Fe; sino también de preceptiva literaria, sentido para advertir el
ángel en el arte de escribir y gracia para conocer qué diría cada genio
(Tolstoi, Guillén…) para cada cosa en la ocasión conveniente. Tal suerte de
mecenas autoimpuesto del arrabal le “aconseja” a Maikel (Héctor Medina) cambiar
el cuento que presentará en el concurso cuya dotación económica asciende a
cinco mil euros y, de ganar, le bastaría al joven y a su hermano Sandokan
(Carlos Enrique Almirante) para liquidar la deuda contraída con el mafioso. Maikel,
que iba en plan de plagio -aunque tiene talento literario, había robado el
cuento, en la casa de Justo Morales, el escritor que más admira, como parte
colateral de uno de los hurtos que junto a su hermano realiza para El Suave-
entonces tira para “palimpsesto con emociones propias incorporadas”. Y se lleva
el gato al agua en la liza, por bueno y, porque bueno, antes su patrocinador
había amenazado, y él y su consanguíneo le habían puesto un cuchillo en la
garganta al presidente del jurado. Nota al canto: rica coña la de los jurados y
la imagen de Justo, el mejor narrador, en necesidad de sobornarlos. Sarcasmo de
40 grados.
El
realizador de Adorables mentiras, Perfecto amor equivocado y Esther en alguna parte nos regala otra de sus denominadas comedias
reflexivas, distantes de la expresión tontuna ultracomercialona del género
típica de los ´90 de la cual él figura también dentro de sus perpetradores
mediante la agónica Un paraíso bajo las
estrellas. Sin embargo, la película no interesa tanto por cuanto invita a
reflexionar ni sobre “la cosa humana” (A Malraux le hubiera provocado tanta
risa esta definición como a Berlanga y Azcona ese “el palo nacional”, el título
escogido para el cuento ganador) ni sobre casi nada, porque a la larga todo
está explícito en un relato que se define y se termina con sí mismo y por ende
deporta a la sugerencia. No, el largometraje es de apreciarse menos por
prohijar elucubraciones que en virtud de su contribución a aportar briznas de
novedad temática en un cine nacional que bendice esa pluralidad argumental incluso
más allá de sus resultados artísticos (ojalá estrenásemos muchas más películas
como Omertá o Mata, que Dios perdona); en razón de su refocilante y mantenido tono;
debido a la consecución de algo tan hablado y tan difícil de lograr en el
género: ese timing alcanzado tras
mucho Billy Wilder y más práctica; y por las actuaciones de parte del cuadro central.
Héctor
Medina, en ascenso desde Camionero y Vinci, ya no es gema en bruto, sino
esmeralda pulida, refulgente en Viva
u otro filmes-; Carlos Enrique Almirante -consagrado tras su incorporación del
personaje protagónico de Fátima, o el
parque de la Fraternidad- y el extraordinario, siempre eficiente, Enrique Molina,
un género en sí mismo este hombre como algunos grandes actores, alimentan en La cosa humana, mediante tres solventes incorporaciones
(sobre todo la dúctil, diversa en registros de Héctor; y la de Molina), el
tejido vivo de una película que sin estos intérpretes hubiera sido distinta y
muchísimo menos atractiva.
Los
ejes de relato sostenidos por Maikel y El Suave representan, por mucho, lo
mejor de un filme que pierde sustancialmente en cambio cuando se sumerge en la
subtrama del escritor Justo Morales (Vladimir Cruz) con la teniente a cargo de
la investigación del robo cometido en su casa (Miriel Cejas). La contraposición
entre ambos universos asemeja las dos caras en reyerta de un disco con complejo
de villano bifronte de Stevenson. Todo cuanto hay de naturalidad y lozanía en los
segmentos correspondientes a los primeros lo pierde el de la relación entre
estos últimos: no tan forzada como llena de diálogos imposibles -entre los
peores del cine cubano reciente, en competencia con La ciudad- e irregularmente actuada en tanto consecuencia directa
del dictado de un guion que parece catalizar -de impostado y cursi modo-
experiencias personales reales o imaginarias o referencias visuales -¿alguien
pensó en un Grey a la inversa al ver los jueguitos sado de la policía
cachonda¿- de un tema sobre el cual han sido filmados millones de películas mil
veces mejores. Segunda y última nota al canto: A lo mejor descubra mi
ignorancia, pero ¿existe una razón para que los policías cubanos nunca vistan
con su uniforme habitual en nuestras películas? Miriel, para colmo con un traje
dos tallas por arriba, hubiera lucido mejor con el original y no con este
clásico de batalla, de estado de sitio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario