Robert De Niro, protagonista del más sobresaliente drama pugilístico de los últimos cuarenta años: Toro salvaje, dirigido por el maestro Martin Scorsese en 1980, es ahora -como consecuencia de un cruce entre los deseos de homenaje fílmico y la biología-, el mentor del boxeador-personaje central de Manos de Piedra (Hands of Stone, Jonathan Jakubowicz, Estados Unidos-Panamá, 2016). Algo similar había sucedido poco antes con Sylvester Stallone, el Rocky del filme original homónimo de 1976, devenido entrenador en Creed (2015).
El inolvidable Jacke LaMotta de Toro salvaje, ese gran De Niro
lamentablemente tirado a la bartola en la escogencia de papeles desde hace por
lo menos tres lustros, pesca ahora un personaje interesante: el del celebérrimo
entrenador Ray Arcel, encargado de preparar al mítico púgil panameño Roberto
“Manos de Piedra” Durán, peso ligero campeón mundial.
Édgar Ramírez (Carlos, Libertador, Joy), versátil actor venezolano muy
demandado ahora en Hollywood, da vida al
controvertido deportista, tan grande en el ring como arrogante, egocéntrico y
proclive a manifestaciones racistas y anti éticas contra quien fuera su más
grande adversario histórico: el afroamericano Sugar Ray Leonard (el cantante
Usher, en el filme).
La película escrita/dirigida por el también
venezolano Jakubowicz -de estreno en Cuba ahora- no se aparta un nanosegundo de
la línea directriz de este tipo de cine. Esto es, la observación metódica del
decurso de la existencia del personaje central desde una infancia y
adolescencia de desventaja social marcadas por las leyes de la calle, hasta sus
acercamiento y dominio del cuadrilátero, con la influencia que sobre su vida
profesional ejercen la fama, las drogas y mujeres de las que no reniega pese a
tener en la cama a quien más anhela: su novia/esposa eterna, Felicidad (Ana de
Armas). Y luego, el consabido derrumbe postrero. El gangsteril y el boxístico
son subgéneros parientes, cada nueva película reafirma más su consanguinidad.
Jakubowicz camina siempre sobre terreno
conocido, pisado por grandes directores clásicos y también por contemporáneos
como Michael Mann (al frente de la magnífica Alí); por ende se abstiene de innovar en su exploración al más cinematográfico
de los deportes. Antes bien se deja conducir -tanto en la concepción argumental
como en la puesta en pantalla- por toda una soberbia tradición, a la cual
horada sin contemplaciones.
Su película, acéfala de personalidad, no
llega a caer -empero- al piso de despropósito, porque el realizador narra con
habilidad y consigue generar la intensidad requerida para que las dos horas de
metraje no se dilaten. Ramírez contribuye sobremanera a la tarea.
La plasmación visual de las peleas, cada una
de ellas recreada de forma tan académica como certera por el fotógrafo chileno
Miguel Ioan Littín, representa otro de los aciertos del largometraje.
De forma no usual para una producción
estadounidense, hay entrevisto aquí un oteo bastante objetivo a la realidad
social panameña de los tiempos de Durán, amén de expresa impugnación a la
injerencia norteamericana en los asuntos del Canal y de toda la vida política
del país itsmeño, al cual invadieron en 1989, en uno de los peores abusos de su
historia genocida reciente.
La cubana de Armas, hasta hoy con actuaciones
y papeles mediocres en Hollywood, rinde ahora el más destacable de todos, sin
ser tampoco algo extraordinario. Como suscribimos en la crítica de su anterior Knock Knock, Anita es un pimpollo y a
resultas, tanto allí como aquí, resulta altamente explotada su vis sexual. No
obstante protagonizar en Manos de Piedra
la que probablemente sea la mejor escena de cama del cine comercial de la
década, nuestra coterránea debe hacer honor a su apellido y usar otras armas,
además de su cuerpo, para abrirse frente en la industria hegemónica.
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