Distinta a otras profesiones en posición de dominarse merced a herramientas educativas, la conducción televisiva demanda de un componente natural, de cierta garra intrínseca, condicionantes genéticas, don de gentes (llámese como se le quiera a ese misterio inefable de poder domeñar y hacerse amar por el público) imposible de adquirirse -del todo- merced al aprendizaje lectivo o de la cultura individual del individuo.
Lo anterior no entraña, por supuesto, que el
aspirante a alcanzar un lugar dentro de dicho oficio se encuentre frenado de
sumar habilidades y conocimientos por la vía del estudio y del entrenamiento
diarios, los cuales generan grandes dividendos -a veces hasta insospechados,
ciertamente- pero no obran milagros en este mundo, porque aquí se precisa sin
variación de ese plus nacido acaso del cruce entre la predestinación y la
gracia.
En la conducción televisiva cubana del siglo
XXI padecemos la falta del sello personal, del estilo, el gracejo, la
singularidad, la especialización y el talento innato requeridos para salir investido
de donaire del dificilísimo arte de comunicar con el público, al tiempo que se
convierta el oficio -cual resultado de dicho trance- en circunstancia cultural
entroncada con entretención, gusto y la alegría sensorial de encontrarse de
frente el receptor con ese hombre o esa mujer empáticos, a quienes no más ver
ya los sabe elegidos para la función.
El conductor no precisa ser ni enciclopedista
ni erudito, mas tampoco ha de carecer de
un ABC gnoseológico, de la tan manoseada como recomendable cultura general
integral que le sacaría de un bache o le tendería el puente de auxilio menos
pensado en su discurso. No está obligado a tener sobre la pared el título de
Psicología, aunque sí está autoconminado a conocer los pivotes humanos del
escenario dentro del cual se moverá y las señas de identificación del receptor
general o específico hacia los cuales encaminará su propuesta.
La televisión latinoamericana, nacida en Cuba
hace 66 años, contó en nuestro país con excelsos exponentes de la conducción
continental. Tuvimos presentadores todoterrenos que además de ser personas
agradables, simpáticas, cultas, provistas de evidentes facilidades para meterse
al espectador en el bolsillo, sabían marcar territorio no más irrumpir en
pantalla. Había un guion y un director detrás de cada programa o espectáculo,
claro está; sin embargo el conductor poseía potestades para establecer
variaciones en la sinfonía comunicacional, con crescendos o minuendos tonales a
discreción; e incluso giros de la narrativa previamente fijada sobre el papel.
Como consecuencia, existían dos opciones para
ellos: o configurar gracias a la osadía grandes golpes comunicativos que los
transmutase en intocables, o salir con cuatro patadas del estudio. Eran tan
buenos que nunca botaron a nadie pues, antes bien, predominaba lo primero; al
punto que lo extraordinario, por repetido, llegaba a confundirse con lo
ordinario.
Dominar en el oficio determinadas
gradalidades (amén de la pluralidad tonal atrás aludida, debe incluirse aquí la
astucia de captar al vuelo la pulsión del momento y rentabilizarla a medro de
la dinámica dramatúrgica; la capacidad de asociación e interrelación; el arte
del diálogo; el olfato para afirmar o preguntar lo pertinente en cada instante)
conduce a la maestría.
Y maestros fueron Consuelito Vidal, Germán
Pinelli, Cepero Brito, Manolo Ortega, Eva Rodríguez u otros “monstruos” de la
escuela cubana de la conducción catódica. Feos, geniales e irrepetibles.
Si Sur Caribe patentizó su añoranza por la
conga, esta blog remarca la suya por Consuelito.
Hoy día el medio televisivo posee jóvenes varones
más o menos despiertos, quienes pueden rendir examen en la actuación, el canto
o el periodismo, de forma indistinta pero nunca integral; así como bellas y
también bisoñas cariátides femeninas, cuyo impacto -sin embargo- no pasa del
rostro. Habría de agregarse alguna gente con su poco de maña y otras con algo
parecido a la solvencia. No obstante, resulta explícita la falta del cuño que
marque el quehacer de los practicantes al casi olvidado camino del estilo.
La impersonalidad robotiza un trabajo genérico
signado -salvo contadas excepciones, que las hay pero pocas-, por la ausencia
de carácter, el poco ingenio, la escasa chispa y el sesgo solemne o cuasi
escolar de gente mortecina que podrá avalarse por elevadas condiciones humanas
pero no posee madera para el oficio.
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