martes, 20 de junio de 2017

Añoranza por Consuelito


Distinta a otras profesiones en posición de dominarse merced a herramientas educativas, la conducción televisiva demanda de un componente natural, de cierta garra intrínseca, condicionantes genéticas, don de gentes (llámese como se le quiera a ese misterio inefable de poder domeñar y hacerse amar por el público) imposible de adquirirse -del todo- merced al aprendizaje lectivo o de la cultura individual del individuo.
Lo anterior no entraña, por supuesto, que el aspirante a alcanzar un lugar dentro de dicho oficio se encuentre frenado de sumar habilidades y conocimientos por la vía del estudio y del entrenamiento diarios, los cuales generan grandes dividendos -a veces hasta insospechados, ciertamente- pero no obran milagros en este mundo, porque aquí se precisa sin variación de ese plus nacido acaso del cruce entre la predestinación y la gracia.
  En la conducción televisiva cubana del siglo XXI padecemos la falta del sello personal, del estilo, el gracejo, la singularidad, la especialización y el talento innato requeridos para salir investido de donaire del dificilísimo arte de comunicar con el público, al tiempo que se convierta el oficio -cual resultado de dicho trance- en circunstancia cultural entroncada con entretención, gusto y la alegría sensorial de encontrarse de frente el receptor con ese hombre o esa mujer empáticos, a quienes no más ver ya los sabe elegidos para la función.
  El conductor no precisa ser ni enciclopedista  ni erudito, mas tampoco ha de carecer de un ABC gnoseológico, de la tan manoseada como recomendable cultura general integral que le sacaría de un bache o le tendería el puente de auxilio menos pensado en su discurso. No está obligado a tener sobre la pared el título de Psicología, aunque sí está autoconminado a conocer los pivotes humanos del escenario dentro del cual se moverá y las señas de identificación del receptor general o específico hacia los cuales encaminará su propuesta.
  La televisión latinoamericana, nacida en Cuba hace 66 años, contó en nuestro país con excelsos exponentes de la conducción continental. Tuvimos presentadores todoterrenos que además de ser personas agradables, simpáticas, cultas, provistas de evidentes facilidades para meterse al espectador en el bolsillo, sabían marcar territorio no más irrumpir en pantalla. Había un guion y un director detrás de cada programa o espectáculo, claro está; sin embargo el conductor poseía potestades para establecer variaciones en la sinfonía comunicacional, con crescendos o minuendos tonales a discreción; e incluso giros de la narrativa previamente fijada sobre el papel.
  Como consecuencia, existían dos opciones para ellos: o configurar gracias a la osadía grandes golpes comunicativos que los transmutase en intocables, o salir con cuatro patadas del estudio. Eran tan buenos que nunca botaron a nadie pues, antes bien, predominaba lo primero; al punto que lo extraordinario, por repetido, llegaba a confundirse con lo ordinario.
  Dominar en el oficio determinadas gradalidades (amén de la pluralidad tonal atrás aludida, debe incluirse aquí la astucia de captar al vuelo la pulsión del momento y rentabilizarla a medro de la dinámica dramatúrgica; la capacidad de asociación e interrelación; el arte del diálogo; el olfato para afirmar o preguntar lo pertinente en cada instante) conduce a la maestría.
  Y maestros fueron Consuelito Vidal, Germán Pinelli, Cepero Brito, Manolo Ortega, Eva Rodríguez u otros “monstruos” de la escuela cubana de la conducción catódica. Feos, geniales e irrepetibles.
  Si Sur Caribe patentizó su añoranza por la conga, esta blog remarca la suya por Consuelito.
  Hoy día el medio televisivo posee jóvenes varones más o menos despiertos, quienes pueden rendir examen en la actuación, el canto o el periodismo, de forma indistinta pero nunca integral; así como bellas y también bisoñas cariátides femeninas, cuyo impacto -sin embargo- no pasa del rostro. Habría de agregarse alguna gente con su poco de maña y otras con algo parecido a la solvencia. No obstante, resulta explícita la falta del cuño que marque el quehacer de los practicantes al casi olvidado camino del estilo.
  La impersonalidad robotiza un trabajo genérico signado -salvo contadas excepciones, que las hay pero pocas-, por la ausencia de carácter, el poco ingenio, la escasa chispa y el sesgo solemne o cuasi escolar de gente mortecina que podrá avalarse por elevadas condiciones humanas pero no posee madera para el oficio.
 

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