jueves, 19 de octubre de 2017

Big Little Lies



Ya en la cabecera misma de la teleserie Esposas desesperadas (Desperate Housewives, ABC 2004-2012) no solo había talento creativo, sino además una remisión directa al megaobjetivo temático de la obra. Dicho opening con el exquisito trasfondo musical de Danny Elfman y repleto de obras artísticas que iban del Adán y Eva de Lucas Cranach el Viejo y litografías egipcias a El matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck, el American Gothic de Grant Wood, I am a proud de Dick Williams, la Campbell´ Soup Can de Andy Warhol o los Couple Arguing y Romantic Couple de Robert Dale describe en segundos de que va la pieza: de pecados originales, tentaciones, serpientes, manzanas mordidas, dobleces, misterios, huidas, odios, amores, mujeres acogidas a gusto o disgusto en el hogar, de los conceptos y valores que conviene sugerir más que cumplir dentro del orden cultural/familiar estadounidense.


Wisteria Lane es el ficticio sitio donde transcurren las ocho temporadas del material exhibido de forma íntegra por la televisión cubana, más de una vez por cierto. Se trata el mencionado de un típico barrio residencial de clase alta, de esos cuyos secretos y mentiras el británico San Mendes radiografiase tan bien desde aquel inquisitorio contrapicado inicial de Belleza Americana (1999). Por supuesto, Esposas desesperadas no llega ni al grado de hondura ni contiene el vitriolo de dicho filme, pero tampoco resulta de ningún modo despreciable su estudio de las apariencias en tanto parte de un modo de vida en sitios tales.

En el presumiblemente apacible y perfecto barrio casi nada es lo que parece, y los seres humanos montan la puesta en escena de sus existencias mediante fachadas, coberturas articuladas sobre la base de la mímesis y la maleabilidad moral. La inseguridad en sí mismos, el miedo a la vida y la insatisfacción con cuanto han conseguido en diversos planos, pero sobre todo en el afectivo, delinean la planificación de actos marcados por la inconsecuencia entre de lo que de ellos se espera desde el magma idiosincrásico mismo de una tradición cultural y la proyección emprendida en el escenario cotidiano, principalmente puertas adentro del hogar.

En similar intenciones de diana se proyectan los tiros de la menor Pequeñas grandes mentiras (Big Little Lies, 2017), miniserie de siete episodios que la cadena HBO introdujo en el sector dramático de su parrilla este año, a medio camino entre Westworld y la penúltima temporada de Juego de tronos, con notable repercusión internacional y el rápido pase en la televisión cubana, algo siempre de agradecer más allá de las calidades de la propuesta.

Big Little Lies -de ahora en más su título original, pues solo en Cuba fue traducida al español- ha prendado, fundamentalmente, dizque por su estudio de las contradicciones humanas y la dicotomía existente entre cuánto exponen sus personajes centrales al exterior y cuánto son de verdad cuando se cierra la puerta de casa. Varias críticas se han explayado sobremanera al alabar su “exquisita interpretación de las dobleces de las familias burguesas, con inusitada agudeza”.

Imagino que quienes así la valoraron, llevando a un injusto pináculo de excelencia a una serie promedio -objeto de franca sobrevaloración y a ratos bastante artificial y pretenciosa- ni idea tienen de la obra cinematográfica del finado realizador francés Claude Chabrol (maestro del examen de los comportamientos burgueses), de los estadounidenses Todd Haynes y Noah Baumbach (entomólogos de la putrefacción moral de su país), del arriba referido inglés Sam Mendes, de series como A dos metros bajo tierra o hasta de títulos fílmicos individuales a la manera de las norteamericanas August Osage County, Election y La familia Savage, las griegas Miss Violence  y Canino, la búlgara La lección o la polaca Estados unidos del amor, por citar tan solo unas pocas piezas contemporáneas realmente incisivas y agudas al hundir su escalpelo en esa masa ectoplásmica que formamos los humanos al distanciar -o intentar hacerlo-, esa realidad interior que arrastramos desde que abrimos los ojos cada mañana y esa realidad otra que aparentamos en tanto parte de la necesaria e inevitable puesta en escena de la vida.

Más skakesperianas y auerbachianas que los propios títulos de esos creadores (también too much reloaded o dramáticamente sobrecargadas para mi gusto) las mujeres personajes centrales de la miniserie dirigida por Jean-Marc Vallée -el director de la laureada Dallas Buyers Club y de la menos conocida Wild- devienen pura mímesis. Todas y cada una; aunque en grado superlativo la defendida por Nicole Kidman.

La Celeste de la Kidman ostenta y representa el puro glamour de la madre rica que vive en una zona pija de California, ese pueblito costero llamado Monterrey que asemeja una suerte de Venice New Age para mujeres desesperadas con dinero. Tiene un esposo más joven (Alexander Skargard, Eric el Vikingo de True Blood) cuyo cuerpo parece modelado por los dioses nórdicos, quien está perennemente necesitado del sexo de su mujer; y dos saludables rubios gemelos: millonarios ellos, como papi y mami. Los chiquillos comienzan a advertir, en uno de los raccontos propios de la narrativa fragmentada del material y el alma de “dj visual” de Vallée, que algo raro sucede en el cuarto de sus padres. Es que papá no parece conformarse con el sexo tradicional y violenta, por creciente obsesión patológica, a una mujer que primero parece asentir a los requerimientos de un esposo a quien -no obstante su extraño comportamiento- ella ama, pero de parte del cual luego debe aceptar, irremisiblemente, que es blanco de un severo castigo emocional y físico.

Los gemelos de Celeste asisten a la escuela exclusiva donde también acuden los pequeños de las dos amigas de ella: la igualmente adinerada Madeline (Reese Whiterspoon) y la menos solvente Jane (Shailene Woodley). Portadoras ambas, sobre todo la segunda, de sus traumas personales y/o mentiras como resorte apelativo para sobrellevar sus existencias. A la larga, ninguna conforme consigo mismo, a la manera de Celeste. En el colegio, una de las madres más pudientes de Monterrey, Renata, asumida por la camaleónica Laura Dern, acusa al hijo de Jane de abusar de su hija. Jane defiende al vástago, aunque tiene sus reservas, pues ese niño fue fruto de la bestial violación que cerró una intempestiva one-night-stand. Ella se aterra con la idea de que el muchacho porte los genes del progenitor. Pero quien de verdad agrede a la niña no es él, sino uno de los gemelos de Celeste, cuyo esposo esconde otros secretos, además de golpearla.

A la manera de la serie The Affaire, Big Little Lies desarrolla su trama central en paralelo con la investigación de un crimen efectuado en la comunidad de Monterrey, al que argumentalmente le conceden una no debida preeminencia. Dicho asesinato insoluto someterá a más presiones de las habituales al núcleo humano- vector central de Big Little Lies. El muerto, cuya identidad no se conocerá hasta el séptimo episodio, resulta uno de los personajes masculinos de peso (de los pocos existentes, pues la pieza es otro de los títulos del universo femenino de HBO y ellas son las dómines absolutas de la escena) en el desarrollo nada lineal de un relato que se retuerce y alimenta de retrospectivas y flash forward o saltos adelante, cual resulta típico en la teleficción sajona del siglo XXI después de Perdidos.

Al sacar la carta o mcguffin del asesinato, no importa su preponderancia en la “fuenteovejúnica” resolución climática final del trabajo, la miniserie basada en el best-seller de Liane Moriarty escrita por David E. Kelley -el curtido y comercial creador televisivo de la recordada Ally McBeal-, que en realidad debía ir (sin diques ni valladares), sobre quiebres, esquirlas, fracturas morales, se atraganta entonces en el soporte del clásico whodunit (los relatos sobre la búsqueda de quién cometió el crimen), divaga dramatúrgicamente y pierde fuelle en su inmersión a los claroscuros morales de estas mujeres. Y de esta comunidad en general.

No la ayuda en ese limbo su acentuado amaneramiento descriptivo y el raro caso de contaminación afectiva de sus creadores con el universo melódico-visual-iconográfico del escenario reflejado, el cual a veces parece mostrarse con más admiración que con real sentido dramático.
No obstante, algunas cosas de cuanto cuenta a su manera Big Little Lies no solo les compete a madres pijas, cuarentonas o jóvenes, solteras o casadas, habitantes de la rica Monterrey o cualquiera de estas comunidades bien del país del norte. E interesan, por tanto, a grado general. Si bien se comprende su contextualización en dicho universo exclusivo, a efectos tanto de la rentabilidad como de la naturaleza del guion, el argumento podía centrarse en cualquier pueblo o ciudad de los Estados Unidos, Malasia, Argentina, España, Islandia. Y es lo que, a mi modo de ver, de algún modo la empina, al ecumenizarla.

El material al mando de Vallée, entre otros temas de indagación, escruta (sin mucha originalidad ni maestría, es cierto; pero lo hace y eso sigue contando mucho) la violencia de género, aunque no en bruto, a lo La mujer del animal, digamos. Fortaleza del texto televisivo es que analiza una forma de expresión de este flagelo doméstico donde la vejada intenta disculpar al agresor, puesto que las propias reglas del juego emocionales dictadas y acogidas en casa, así como las mismas gradalidades y transiciones de una práctica que pasa de lo ordinario a la violencia en tanto parte de una nada normal “normalidad”, le inducen a no aceptar cuanto de verdad está sucediendo.

Muchas mujeres hoy día, en todo el mundo, afrontan el calvario cotidiano de Celeste, de forma incluso mucho menos sutil en su expresión. Nuestro país no es la excepción del fenómeno. La violencia de género se ceba sobre inocentes que ofrendaron su vida a un salvaje que, en el mejor de los casos, le dejará par de moretones cada semana y, en el peor, quince o veinte puñaladas a la salida del trabajo un día. El final.

(Texto publicado originalmente en el portal de la UNEAC)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...