Nacido
el 14 de julio de 1918 en Upsala, Suecia, cumplimos este año el centenario del
natalicio de Ingmar Bergman, uno de los más significativos realizadores de la
historia del cine.
La
pantalla contemporánea no puede comprenderse sin maestros como John Ford, Yasujiro
Ozu, Andrei Tarkovski o Ingmar Bergman, porque ellos contribuyeron a formar sus
mapas de representación y a forjar los pilares de sus códigos.
El
sueco representó una de las figuras tutelares del séptimo arte, desde la década
de los ´40 del siglo XX, aunque la parcela esencial de su creación se extiende
durante los cuatro decenios posteriores. Y, de manera excepcional, se adentra
en las comarcas del XXI.
La
obra suya, señera, resulta materia obligada para todas las academias de cine
del planeta y plato reglamentario para los cinéfilos. La firma del maestro está
asociada a la cultura audiovisual de muchas generaciones de espectadores.
Este
hijo de pastor, criado en la severidad monacal de su familia luterana, fue
alguien difícil y paradójico, como casi todos los genios. Solitario,
nostálgico, hosco, resentido, celoso, aprensivo. Contradictoriamente tildado de
misántropo, se relacionó con muchas personas; aunque con reservas.
Contradictoriamente tildado de misógino, era en cambio devoto total del sexo
femenino; aunque con una posición de demasiada exigencia para con sus no pocas amadas.
Triste de naturaleza y a la vez bromista. De raigambre religiosa, pero
anticlerical. Irónico, soberbio, culto. Amante de las tablas (el también
dramaturgo compartió la dirección fílmica con la teatral a lo largo de muchos
períodos), la filosofía, el arte y la literatura…
Su
cine, en buena medida, constituiría un reflejo de esa personalidad, ambigua,
rica, pletórica de conflicto y fascinación.
Tan
inteligentes y duales como su autor resultaron sus piezas cinematográficas. Tan
magnéticas, complicadas, agudas, epatantes y rabiosamente contagiosas de
felicidad y pena -mucha pena- por nosotros mismos, a la vez fueron esas
películas a las cuales todo espectador debe volver cada cierto tiempo.
Sobre
la obra de Bergman circunvalan grandes temas/ideas con algunos de los cuales se
puede estar de acuerdo o por el contrario rebatir de a pleno, pero que, de una
u otra manera, suelen adentrarse casi siempre en la carne de su narrativa: la
ineluctable condena al fracaso, la extrema complejidad de las relaciones
humanas, la incomunicación de la pareja, la crisis de la institución familiar
burguesa, el sentido o el sinsentido de la vida, el destino luctuosamente
finito de la especie, la relación del ser humano ante la fuerza divina y ese
“silencio” de Dios, del cual hablase a su modo también el católico maestro estadounidense
Martin Scorsese en su último filme de igual nombre.
Aunque
había filmado varios largometrajes desde inicios de los años ´40, Ingmar
Bergman no encontraría el reconocimiento total a escala internacional hasta Sonrisas de una noche de verano (1955), Premio Especial del Jurado en Cannes;
si bien dos años antes había entregado una cinta que, pese a no haberse
agenciado ningún lauro, descolló igualmente. Era su inolvidable Un verano con Mónica, a la cual el
maestro francés Jean-Luc Godard (eterno admirador suyo), calificó como “la más
original de las películas del más original de los directores”.
En
medio de su denominado período simbólico, jalonado por un arco temporal que
arranca un trabajo de fuste a la manera de El
séptimo sello (1957, Premio Especial del Jurado en Cannes) y finiquita El silencio (1963), irrumpe una
película que, no obstante en puridad para algunos no formar exacta parte de tal
etapa, habría de erigirse en uno de los grandes manifiestos fílmicos del
cineasta escandinavo. Se trata de La
fuente de la virgen (1960), material con deudas confesas con el cine del
maestro japonés Akira Kurosawa.
En
los Estados Unidos, el mismo año el inglés Alfred Hitchcock estrenaba Psicosis y el sueco se aparecía al otro
lado del Atlántico con La fuente de la
virgen, a cuál de las dos más estremecedora y polémica, en virtud de su
componente común de descarnada violencia. Todavía la capacidad de recepción del
gran público no estaba entonces condicionada para enfrentarse al registro
opresivo y de supina agresividad de las escenas del filme de Bergman.
Dicho
relato de violación colectiva a una joven, posterior asesinato de la víctima y
ulterior venganza despiadada del padre de la muchacha, choqueó a muchos
espectadores, como fundamentalmente a los poderes religiosos, mediáticos y
parlamentarios de Suecia. En Cannes, empero, le confirieron un premio honorario
de la crítica; mientras que en el área septentrional de nuestro continente se
granjeaba el Globo de Oro y el Oscar a la Mejor Película Extranjera.
También
hay mucha violencia, psicológica y física, en Pasión (1969). Tres años atrás, el creador europeo había estrenado
su magistral Persona, interpretada
por sus musas Liv Ullman -ella, pareja suya por buen tiempo aunque no se
llegaría a convertir en una de sus cinco esposas, puebla gran parte de su cine-
y Bibi Andersson.
El
proverbial poderío visual del autor, amparado en la suma pericia del fotógrafo Sven
Nyksvist (más tarde favorito del filo bergmaniano Woody Allen) ha de plasmarse
con fuerza mayúscula en Persona, al
abordar este estudio sin parangón sobre el rostro, la identidad y la
fagocitación vampírica de los pariguales en condiciones determinadas.
En
el libro Conversaciones con Ingmar
Bergman, publicado en 1970, el director manifiesta lo siguiente en relación
a Persona: “Para mí, esos seres que
intercambian sin más sus máscaras y que de pronto comparten la misma eran
fascinantes. Sin la fuerza o la iniciativa de las actrices, sin el estímulo, la
imaginación, la claridad intelectual, la competencia de los actores que
trabajan conmigo, yo sería incapaz de realizar los guiones que escribo solo. Se
apoderan de esos guiones y los convierten en cosa suya”.
En
la segunda parte de las aseveraciones existe parte de verdad y parte de falsa
modestia, cosa nada común en sí por cierto. Muy calificado director de actores
(y mejor de actrices), a mi juicio Bergman lograba extraer lo más depurado del
arte histriónico de sus intérpretes sobre la base de tres elementos centrales:
la entrega de líneas de diálogo exquisitas para masticar y escupir en forma de
actuación; la preparación previa con ellos o cuando menos la transmisión de su
visión o concepto del personaje; y la conjunción del tino para elegir al actor
acorde con el papel a desarrollar, con la consiguiente inducción a la
identificación por parte de este hacia su rol: todo con la debida observancia y
exigencia de un hombre minucioso, atento al detalle y ofrendado a su arte.
Con
reconocimientos en los principales festivales del mundo (el de Berlín lo
consagró desde la entrega del Oso de Oro a Fresas
salvajes, de 1957; y el de Venecia le confirió el León de Oro por toda su
carrera, en 1971), el signatario de Secretos
de un matrimonio (1973) y Sonata de
otoño (1978) hilaría un grupo de notables documentos fílmicos cuya calidad -salvo
excepciones puntuales- no decae; ni incluso en la etapa de ancianidad del
cineasta. Su autobiográfica, sensible e impactante Fanny y Alexander (1982) y su filme-epitafio, la delicada pieza de
cámara televisiva Saraband (2003)
confirman el último aserto.
La
influencia de la galaxia Bergman gravita sobre gran parte del cine
contemporáneo. Está en Ojos bien
cerrados (1999), la también obra póstuma del maestro norteamericano Stanley
Kubrick, como en Anticristo,
dirigida por el danés Lars von Trier justo un decenio adelante. Se encuentra en
grandes segmentos del cine independiente de foco familiar hecho en los Estados
Unidos; ha de localizarse en el ADN de mucho drama familiar europeo de las
últimas décadas y en parcelas del cine más intimista facturado en
Latinoamérica. Hemos de hallarla además -aunque ya sin densidad y sometidos
tales ecos referenciales a un proceso cabal de filtrado diegético- en el
terreno de la teleficción, muestra de lo cual son diversas producciones de las
cadenas norteñas HBO (Big Little Lies)
o Amazon (I Love Dick).
Aunque
resulta literalmente imposible de ser copiado, al genio de Upsala han intentado
remedarlo desde bastardos imitadores hasta adelantados de este arte. En muy
escasas ocasiones con la sonrisa de la fortuna a su favor. A su pesar, lo mismo
que le sucediera a Tarkovsky y mucho después a Quentin Tarantino -salvando las
distancias- tal proclividad referencial ha generado una abultada densidad
poblacional seudobergmaniana por kilómetro cuadrado en el cine contemporáneo. Es
un precio a pagar por haber tenido entre nosotros a ese torrente artístico
fallecido en Farö, el 30 de julio de 2007, en el mismo país y en el mismo mes
en que nació, a los 89 años.
(El artículo fue publicado en el portal de la UNEAC).
En la Filmoteca de Catalunya de Barcelona - a pocos metros de donde casi viví el atentado "islamista" del año pasado, se està pasando desde hace semanas un ciclo de films con el título Sinfonia Bergman, que he seguido "religiosamente". Me ha encantado por eso leer este escrito de Julio Martínez Molina, muy completo, interesante y objetivo, en la emblemática revista Gramma i en la Habana, donde se conocieron y casaron mis padres en los años 30, antes de volver a su Galicia natal y reemigrar a Barcelona. Me he dado cuenta de que conocía especialmente el Bergman de El séptimo sello y otros del ciclo simbólico, que denomina el artículo, pero que también hay un Bergman "en color" que conocía, pero menos, y un Bergman casi "neorealista" de los años 40, en que se muestra una Suecia popular que me han dado ganas de conocer, aunque la de ahora sea diferente pèro necesariamente continuadora de aquella. Un abrazo de Jaume Rodríguez (Barcelona)
ResponderEliminarJaume Rodríguez, me ha emocionado su mensaje, sobre todo por el vínculo filial suyo con la ciudad. Gracias por su lectura y además por sus palabras. Un abrazo, Julio Martínez Molina.
ResponderEliminarla vida me sigue mostrando cuanto debo aprender gracias muchas gracias
ResponderEliminar