Dice
el director norteamericano Quentin Tarantino que él vive en dos mundos: el del
cine y el de la realidad. En cambio, el gobierno de los Estados Unidos solo
vive en el mundo del cine; específicamente en el del oeste, cuya decalogía
validaba que naciones originarias de nativos americanos fuesen conquistadas a
base del exterminio, defendía la ley del más fuerte y certificaba que sus
personajes en posición de poder pusieran precio a la cabeza de otros seres
humanos.
Pero
la sordidez de las alimañas que mandan en Washington supera a los sheriffs u
otros gerifaltes de los westerns, puesto que aquellos, en presunción,
establecían sus recompensas sobre forajidos y criminales.
Ahora
Trump y la pandilla de hienas que lo asesora en el tema hemisférico han puesto
un “Wanted” a la cabeza de un presidente constitucionalmente electo, apoyado
por la mayoría de su pueblo y una de las figuras a las cuales más le debe la
integración entre las naciones de América Latina. Una persona honesta, entregada
a los suyos, quien merece el respeto de todo el orbe por conseguir la titánica
hazaña de mantener a Venezuela fuera de las fauces estadounidenses, tras años
continuados de brutal asedio imperial en todos los frentes.
Como
hubiese proclamado (y antes de él, muchos directores norteamericanos) Sam Peckinpah
en su western crepuscular de trasfondo mexicano Tráiganme la cabeza de Alfredo García, William Barr, fiscal general
de EE.UU. de temible prontuario y convertido en una suerte de John Wayne del
Este, pide la cabeza de Maduro y de otro grupo de altos dirigentes de la
hermana nación.
La
jugada yanqui tiene dos objetivos: el primero, sentar dentro de la confundida
opinión pública internacional -que ellos manipulan mediante una poderosa red
mediática repetidora del pensamiento oficial de Washington- que sí es posible,
perfectamente normal, emitir una orden de búsqueda y captura contra un
presidente al que acusan -de forma vil y falsa, cual resulta común allí-, de
narcotraficante.
El
estado canalla, el estado villano por antonomasia invierte las verdaderas
jerarquías del mal e intenta uniformar registros de percepción al situar al
mandatario latinoamericano al nivel de Manuel Antonio Noriega o de Osama Bin
Laden, entre los varios por quienes ofrecieron recompensa en el pasado reciente.
Una
gran, definitoria diferencia de estas figuras con el presidente constitucional
de Venezuela es que ambas (como igual lo hicieron Saddan Hussein y Muamar el
Kadaffi) en determinado momento fundamental de sus trayectorias apoyaron a
Estados Unidos o contrajeron deudas con dicha nación, un error gravísimo.
La
historia indica que todos quienes alguna vez se congraciaron con los dueños del
mundo fueron aniquilados por sus antiguos “amigos”. No es el caso de la
Venezuela -y su presidente- antimperialista, la cual nunca ha cedido a un
chantaje imperial, la que cuenta con una unidad cívico militar en torno al
líder, un ejército de primera línea, bien armado, con centenares de miles de
efectivos y más de dos mil generales y la capacidad real de humillar sobre el
terreno a los integrantes de una potencial invasión militar estadounidense.
El
segundo objetivo del movimiento gringo es puramente electoral: como la red de
asesores del emperador está consciente de que el efecto boomerang del
coronavirus tras la desastrosa gestión administrativa para prevenir y curar la
pandemia en EE.UU. puede pasarle factura en las elecciones presidenciales de
noviembre, precisa encontrarle una victoria política a toda costa, una nueva conquista
que poner sobre la mesa.
En
el manipulado imaginario de esa nación Venezuela es el demonio; no solo para
los republicanos, también para los demócratas y buena parte del electorado, el
cual recibe 24 horas de desinformación diaria. Por tanto, liquidar a ese
régimen supondría un gran éxito político para Trump, sin soslayar tampoco el
hecho de que soltar ahora esta idiotez de la recompensa opera además como un
efecto disolvente de la atención pública, una cortina de humo para que no solo
se hable del atolladero interno: igual funciona lo que han hecho en estos días
contra Irán y Cuba.
El
imperio lanza el “Se busca” y a través de la jugarreta también pretende
fomentar el disenso en las filas militares de Caracas, además de atizar el
interés de mercenarios o cazarrecompensas suicidas quienes, encandilados con el
premio, se atreverían a atentar contra Maduro.
Lo
cierto es que el ejército imperial no se va a lanzar ni ahora ni después contra
Venezuela por otras dos grandes razones: la primera es que representaría una
derrota militar terrible, sin parangón en su historia de invasiones; y la
segunda es que, pese a que los mandatarios-peones continuarían apoyando a
Washington, ninguno de los pueblos de América Latina respaldaría esa agresión y
eso supondría el rechazo total de un continente a los Estados Unidos y su
principio del fin.
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