Los ojos constituyen la herramienta prima mediante la cual un intérprete del rango histriónico de Anthony Hopkins expresa en El padre (The Father, 2020) la enfermedad que ataca a su personaje. En la mirada vagabunda escogida por el actor para la ocasión ha de encontrarse y perderse cuanto queda de un ser humano dañado por el Alzheimer. En esa pupila a la deriva se esfuma, para sí mismo, la historia de un hombre que, por muchos momentos ya, no resulta capaz de reconocerse, a los suyos y al propio relato de su vida.
Es El padre, por consecuencia, una película sobre el extravío y la pérdida inherentes a cualquier patología mental, un filme asomado al abismo de la incertidumbre: ese portal a mundos desconocidos donde quedan desdibujados sentidos, filias e ideas. Escenario provocador de gran dolor, sobre todo para los seres queridos de la persona presa de la demencia.
Mas, no obstante el poso de pena sobre el cual se asienta relato semejante, no existe aquí, digamos, el tono más elegíaco de una película de tema similar como Siempre Alicia (Richard Glatzer/Wash Westmoreland, 2014). Así, la cinta, incluso, recurre al humor y la hija del personaje central (Olivia Colman) no asume el aciago episodio de la vida de su padre a la manera de una calamidad, sino como parte de un proceso, en este caso aparejado a la senilidad, cuya mejor manera de afrontar sería a base de paciencia e infinita comprensión, las mismas que no poseemos muchos al vadear tales dramas familiares.
La película mediante la cual ese señor de la escena británica apellidado Hopkins se granjeara el Oscar al Mejor Intérprete, a los 83 años, es una pieza de actores. No solo al servicio del protagonista de El silencio de los corderos, sino además al de su coterránea Olivia Colman, merecedora de la estatuilla por La favorita y reconocido rostros de series como Broadchurch y la más reciente temporada de The Crown. En tal aspecto, El padre abre el apetito de ver cine, al refocilarnos con la interacción de dos camaleones que devoran sus papeles. Este arte siempre ha tendido, por la vía de sus intérpretes, el primer peldaño a la conexión con el espectador.
Inspirada en su propia obra de teatro estrenada en 2012 (la cual antes dio lugar al largometraje Florida, dirigido por Philippe Le Guay para 2015 a la gloria del finado Jean Rochefort), la película del novelista, dramaturgo y realizador francés Florian Zeller, empero, no se encuentra a la altura de su peso actoral en el aspecto de la hilatura dramatúrgica.
El primerizo director sortea la raíz escénica del trabajo a través, sobre todo, de la sabia edición del griego Yorgos Lamprinos y la dirección de fotografía de Ben Smithard, pero a la hora de manifestar en pantalla la confusión mental del personaje central, a quien trastrabilla es al propio espectador, en tanto nunca establece un centro de gravedad para el anclaje de lo real. Podría argumentarse que resulta intencional, obvio, habida cuenta de que el relato asume el punto de vista del personaje; aunque es el asunto no es ese, sino la anfibología en la construcción/orden dramáticos.
Además de tal carencia, El padre no es portadora del aliento poético, el brillo ígneo, la hondura, fuerza desgarradora, sutileza e inteligencia de otros títulos de temática más o menos similar pero superiores, como Lejos de ella (Sarah Polley, 2006), Amor (Michael Haneke, 2012) o hasta la misma Nebraska (Alexander Payne, 2013).
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