Sin que el espectador participase de su experiencia de voyeur en tiempo real, pues es una carga informativa suministrada por intermedio de un racconto, el maduro, alcohólico e impotente personaje del ricachón encarnado por Rod Steiger ve como cada noche su esposa, Romy Schneider, es tomada por su joven vecino, arriba de la alfombra de la sala del chalet familiar de Saint-Tropez, en la película Manos sucias (Claude Chabrol, 1975).
La traición, además de despertarle ideas violentas respecto al intruso, reconfigura algún clúster dañado de este hombre, quien rumbo al epílogo le demuestra a su esposa que su impotencia sexual pasó a la historia, mediante la antológica posesión que deja a la entonces mujer más sexy del planeta con ojos enjugados por lágrimas encontradas de placer, culpa, incomprensión, perdón y asco por sí misma. Allí, sobre la misma alfombra de la infidelidad.
Imagino que algo semejante a lo imaginado por el gran Chabrol, ese cirujano por antonomasia de los tumores de la burguesía francesa y además muy buen conocedor de la diada erotismo-tragedia, se le haya pasado por la mente al realizador Adrian Lyne para perpetrar su último atentado al cine, el presunto thriller erótico de estreno en el espacio televisivo cubano La película del sábado.
El primero de los numerosos problemas es que el director de Aguas profundas (Deep Water, 2022) no es el mismo de La mujer infiel o El infierno; y el segundo que ya la tendencia del thriller erótico tiene casi cuatro décadas de desfase en Hollywood. El tercero, que a las sutilezas de un Chabrol o cualquier otro director de fuste, Lyne contrapone meras estridencias. El cuarto, que ni el insípido Ben Affleck ni la tan bella como limitada Ana de Armas son Rod Steiger o, sobre todo, Romy Schneider. Ya puestos, tampoco son el Michael Douglas y la Glenn Close de Atracción fatal o ni siquiera el Richard Gere y la Diane Lane de Infidelidad, par de películas anteriores de la misma corriente firmadas por el realizador británico de 82 años, también causante de Una proposición indecente y Nueve semanas y media.
Desde sus 62, hacía justo veinte, este señor no filmaba. Y se nota. Su Aguas profundas es un bodrio de feria en términos de guion, dramaturgia e interpretaciones. No voy a develar la trama aquí, pero esta se encuentra repleta de incoherencias, decisiones y soluciones injustificadas, escenas pueriles, reacciones psicológicas no menos infantiles en personajes adultos... Y el suspenso, la acción y el erotismo, los cuales se supone fuesen ingredientes esenciales de algo vendido como “la renovación del thriller erótico”, huelgan en pantalla.
También precisa entenderse el contexto en el cual el erotómano director de Lolita filma esto: en la época del #MeToo, lo políticamente correcto, cuando mostrar el escote de una mujer llega a producir reacciones incómodas en la falsa generación neo puritana y pseudo feminista de la industria yanki. Rodar un filme semejante en un momento donde el Código Hays sería más magnánimo que cuanto permite Hollywood hoy es casi irracional, la verdad. Si además de eso, se le suma la ausencia de química entre ese robot de la expresión apellidado Afleck y nuestra Anita, se inferirá que las supuestas “escenas de sexo” de eso tengan poco y el carácter de representación resulte tan evidente. Y no es porque ella no esté capacitada para tales escenas, algo demostrado, bien, por la coterránea en Manos de piedra.
Mucho peor que la adaptación a la novela de Patricia Highsmith en la cual se basa, estrenada hace cuatro décadas por el francés Michel Deville al servicio de Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant, estas Aguas profundas de Lyne nunca debieron emerger de sus diques de contención.