Las películas de Takashi
Miike (Muerto o vivo, Audición, Visitor Q, La felicidad de los Katakuris, Una
llamada perdida) son provocativas, ambiguas, hiperbólicas, demenciales,
subversivas, elaboradas exquisitamente a nivel visual y en el manejo del tiempo
cinematográfico. Maestro en el tensar hasta grado extremo una situación de
angustia, su narrativa logra exasperar a espíritus conservadores, pues un golpe
de timón en el relato conduce la historia hasta abismos no fáciles de tolerar
por todo tipo de espectador. Por ejemplo, en su largometraje Ichi the killer
hay escenas brutales de tortura y flagelación, carne para el debate de
determinados anclajes teorizantes sobre el uso de la violencia en la imagen
fílmica; piedra de escándalo de cuanto es válido o no aceptar dentro de la
pantalla comercial.
Con este prolífico creador de casi 70 películas, -quien en
su momento de mayor ebullición creativa filmó un promedio de siete trabajos al
año-, se valía de todo, menos la pasividad.
Sin embargo, cosas del género
humano, la pasividad o algo parecido alcanzaría
la filmografía del prolífico cineasta japonés en una película como Harakiri: su
visión de 2011 de la novela de Yasuhiko Takiguchi, ya valorada por Masaki
Kobayashi para su extraordinaria creación fílmica de 1962 que le exhiben a
todos los alumnos en las escuelas de cine. No es menester aquí apurar
comparaciones entre los prospectos de Kobayashi y Miike, sino sopesar, per se,
a la nueva revisión de la novela de Takiguchi, la cual, de plano, valga decir que
le queda harto saludable a Takashi.
Ya el cine japonés ha
desacralizado bastante la figura del samurai, desde las obras de los cineastas clásicos
hasta los guerreros homosexuales de Nagisa Oshima; sin embargo Miike muestra
como pocos la doble moral, el sinsentido de conceptos propios de una ética
robótica y la deshumanización de estos clanes feudales sometidos a preceptos férreos
e inamovibles. Así, el samurai sin dueño Motome llega a la mansión de un
poderoso señor, con la supuesta petición de hacer acto de harakiri o suicidio,
aunque su real intención es que el jefe guerrero del lugar se conduela de su
triste suerte y le regale unas monedas para pagar al doctor de su hijo pequeño
enfermo. Como ya antes había sucedido hecho parecido, nadie se conduele aquí de
las calamidades del joven samurai, quien en el colmo de las penurias
económicas, vende hasta su espada, el más alto símbolo de honor de estas
figuras de la historia nipona. De manera que, con el fin de dar una lección a
posibles imitadores, prácticamente lo obligan a abrirse las entrañas con una improvisada
espada de bambú que lo destroza lentamente sin matarlo, hasta que alguien se
digna a cortarle la cabeza y así cesar su sufrimiento.
Entre tanto, el hijo de este
hombre fallece y la mujer empeora de su resquebrajada salud, hasta morir
también. El padre del joven, otro samurai curtido, es testigo de tal tragedia
de redobles helénicos/shakesperianos y acude a la mansión donde sucedió el
forzado harakiri. Entre continuos flash backs y una propensión oral impropia
del cine de Miike y del asiático en general, cuanto sucederá a partir de ahora
supondrá la posición interpretativa del autor con respecto a un determinado
período de la historia del Japón relacionado con la terminación de un modo de
vida: el de los ronin o samurais a sueldo que quedaron sin trabajo tras la
desmembración del shogunato y vagaron entre campos y aldeas en busca de
sustento o la muerte autoinfligida. Dicho suicidio era menos el resultado de un
supuesto acto de valentía que la consecuencia de la desazón imperante en
aquellos asalariados en paro, con cuya imagen Miike transmite al espectador un
paralelo con el estado de cosas actual en un mundo de desempleos, crisis e
incertidumbre generalizada.
El padre de Motome pone en
solfa todo el absurdo manual de ritualidades del clan y hasta el supuesto valor
a toda prueba de los samurais. A quienes más incidieron en la muerte de su
hijo, les corta el cabello, símbolo máximo de deshonor. Y ellos solo optan por
esconderse. El hombre cuenta la verdadera versión del harakiri en el patio de
la villa señorial, ante todos, y de paso les serrucha el piso de su ideología,
al demostrarle la falta de honor en la que incurrieron al provocar el suicidio
con intenciones egoístas. El Harakiri de Miike habla, con suma elocuencia, de
las mentiras que nos inventamos los hombres para sobrevivir entre el abrigo de
las épocas, sin reparar a veces en el daño que ocasionamos a los demás. Lo hace
en una película parsimoniosa, queda, lánguidamente bella como un paisaje otoñal
de la campiña japonesa.
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