El otrora atendible realizador británico Danny Boyle ilustra a las
claras el modelo de creador cuya impronta va desvaneciéndose a medida que
concibe una nueva película. El progresivo descenso del director de Tumba
abierta, Trainspotting y 28 días después no es reciente, valga aclararlo; viene
desde los hoy día lejanos tiempos de Una historia diferente o La Playa. Pese a timar a medio
planeta mediante la academicista/sensiblera/manipuladora/oportunista Slumdog
Millonaire, pura carne de Oscar antes de filmarla, ni convenció del todo en
Sunshine ni tampoco en 127 horas; no obstante todas ellas superiores, por
mucho, a la ahora estrenada en Cuba, Trance.
Trance es menos un homenaje al Nicolas Roeg de Contratiempo o al Martin
Scorsese de La isla siniestra que un mal momento de Memento encasquillado con
los juegos de memoria del Inferno de Dan Brown o los delirios menos confesables
de Inception; solo que en lo que el filme de Christopher Nolan era osadía,
riesgo y originalidad en el largometraje de Boyle es nadería, baba e
inconexión.
Suerte de Inception con Síndrome de Down, la película cruje en su madera
fílmica a causa de giros inverosímiles, el inútil afán por epatar a ultranza y
esos absurdos volantazos de guión. Lo curioso de todo esto es que Boyle, en
presunción, intenta hacer el filme más entretenido de su carrera; pero sin
embargo, a resultas de tan mal engranaje, le sale el más pedantemente aburrido
de una -vista en conjunto- ambivalente filmografía.
La película, basada en la miniserie homónima de la cadena de televisión
inglesa BBC, comienza con el autorrobo de Brujas en el aire, cuadro de Goya, de
cierta casa de subastas. El asunto no sale bien, porque Simon (James Mc Avoy),
el personaje central encargado de comandar intelectualmente las acciones de
hurto, sufre traumática contusión que le provoca amnesia y por tanto olvida el
paradero del lienzo. Sus compinches lo llevan a una hipnoterapeuta, con el
propósito de sacarle la desconocida ubicación de la cotizada pintura. La doctora
se da cuenta de hay algo turbio, buen dinero por medio, e intenta formar parte
de la jugada.
A Boyle le funciona el segmento inicial del desfalco; mas desde que
irrumpe el área narrativa de las sesiones hipnóticas del protagonista con las
posteriores expresiones de realidad y todos los indicativos posibles de la
metarrealidad de este juego de muñecas rusas o capas de cebolla, la cosa se va
a la bartola sin remedio. Este es un realizador muy visual, dado a
fragmentaciones y elipsis, si bien aquí no encuentra el punto medio donde el
estilo establezca paridad con la madeja narrativa.
Trance, por consiguiente, se desorbita en una espiral creciente de
confusión, al punto de que ni cien linternas mágicas de Bergman juntas podrían
conferirle claridad expositiva. Lo peor, con ínfulas de autorismo, seriedad, de
“estoy en la línea de Christopher Nolan”, de “vivimos en un orden de cosas tan
fracturado como engañado que debemos graficar en fotogramas”. Boyle, no
obstante, quizá llega en algún instante a intuir que esto no es un documental
de física cuántica y está tensando sobremanera las cuerdas, de manera que
pretende descondensar merced a ciertas escenas de sexo, incluidos algunos
despampanantes desnudos frontales de la morena Rosario Dawson, con carne para
James Mc Avoy o Vincent Cassel, el otro de los delincuentes, según le sea
conveniente.
No obstante, el asunto no le hubiera cuadrado ni con tres Monica
Bellucci clonadas. La cuestión no es de cajas toráxicas femeninas al aire, sino
de necesidad de planteamiento discursivo, casi del todo carente aquí.
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