martes, 26 de abril de 2016

Juego de tronos



Aunque en la obra del -en materia de fe- poco acomodable George R.R. Martin exista poco de la dicotomía Bien-Mal ultrareferida por el católico narrador británico de El señor de los anillos, el estadounidense ha sido calificado por la revista Time, de igual modo a otros muchos buscadores apurados de parecidos, como “el Tolkien americano”. Reacio a las equiparaciones, reales o traídas por los pelos, valdría no obstante destacarle a los cómodos establecedores de parentescos, sí, que el norteamericano -a través de menos magia y arquetipos, más realismo, crudeza, explicitez, diversión, densidad, diversidad de universos morales prohijados por la misma inescrutable naturaleza humana, indagación en los perfiles volitivos, sordidez y sexo-, en verdad ha sabido redimensionar el género épico, la fantasía heroica, a unos tiempos corrientes donde muchas fronteras fueron dinamitadas a favor de un Más Incontenible, reclamante de tensar los arcos de la representación a los límites de lo indelimitable.

El ora esplendoroso, ora irregular Martin -no todo lo emanado de su bamboleante pluma irradia igual- trasluce lo anterior en varias sagas novelescas, de una de las cuales (Canción de hielo y fuego) la cadena HBO tomó buena nota para -con la colaboración del propio escritor- estrenar en 2011 la primera temporada de Juego de tronos, atrapante dispositivo de ficción cuya más reciente temporada comenzó el pasado domingo.
Pese a que este cronista le pareció que en sentido general la segunda no satisfizo las expectativas generadas por la primera, e incluso padeció de capítulos reiterativos poblados de increíbles zonas muertas, de cuanto se trata aquí es de valorar la del comienzo. Y dicho arranque de la obra representó uno de los verdaderos sucesos de la teleficción mundial de las últimas décadas. No hay desperdicio en tal decena de episodios: más que televisión, vimos cine del bueno en estado de gracia.
A su fabulosa ambientación, diseño de producción de Genma Jackson u organicidad total, en fin, de la puesta en pantalla precisa ponderársele la cadencia dramática, tonalidad, ritmo, caracterizaciones…, pero, sobre todo, la posesión de una entidad cuasi inclasificable en palabras, capaz de jerarquizar cualquier producción audiovisual, al tiempo que la singulariza: su ángel.
Juego de tronos, primera temporada (aunque estemos al día con la serie, nos referimos solo a los inicios, porque la televisión nacional nada más ha transmitido los veinte primero episodios)  porta un ángel que sobrevuela, vigila, bendice cada uno de los diez capítulos, desde el piloto y su inolvidable set-piece inaugural en la nieve, hasta aquel en el cual al Stark (Sean Benn) que parecía protagonista le arrancan tranquilamente la cabeza. De predecible nadie podría acusar a este trabajo ungido tanto por la imaginación como por la sagacidad de los guionistas -David Benioff a la cabeza- de no dejar sucumbir la narración entre los fórceps de la épica. Al margen de sus obvias, necesarias escenas de este tipo dado el género del exponente, o la coralidad, gana preeminencia la batalla interior del ser humano dentro de un escenario de pasiones, mentiras, subterfugios e intrigas donde los personajes están configurados para convertirse en baza mayúscula del relato (dramáticamente deliciosa la familia Lannister en su totalidad, con destaque el enano Tyrion, compuesto por Peter Dinklage: el tipo más inteligente, cínico e hilarante de estos Siete Reinos habitados por hermanos incestuosos, malvados reyezuelos mimados, retorcidos tipejos, humanidades poliédricas, miradas orbiculares, envidias, celos, rivalidades; también por extrañas criaturas de los hielos, guardianes de noches o muros, dragones y una madre humana de estas figuras fantásticas: esa rubia Daenerys Targaryen quien también prendó a los ya miles de cubanos devotos, conocedores de una serie cuyas últimas temporadas la televisión nacional deberá transmitir, aunque sea ya con un largo desfase.
De tal que hemos de dar por la mejor guía de invitación a degustar la serie las palabras del crítico español Ismael Marinero en Miradas de Cine, no. 120, marzo de 2012, cuando afirma: “(…) teniendo en cuenta la dificultad de condensar en diez capítulos de 55 minutos las ochocientas y pico páginas de la edición en rústica del libro original, el resultado es brillante. La serie no debe entenderse como un sustituto o resumen del texto, sobre todo para no privarse del genuino disfrute de devorar sus páginas, sino como una fiel traslación de un universo propio capaz de desbordar los límites de la pantalla televisiva. Para adentrarse en ella hay que vencer prejuicios de todo tipo y entiendo que pueda causar rechazo a priori, pero si los primeros compases de este violento ajedrez humano cautivan, el resto arrebata. Es una cuestión de abrir o no la puerta al placer de vivir, durante una temporada, en los luminosos interiores de Desembarco del Rey, los bosques nevados de Invernalia y las áridas tierras de Vaes Dothrak. Si el espectador decide dejarse llevar, podrá perderse para siempre en algún confín de los Siete Reinos (…)”.

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