La
retina aun no despabila tras la contemplación de Los ocho odiosos (Quentin Tarantino, 2015) y El renacido (Alejandro González Iñárritu, 2015), dos grandes western
post-crepusculares, y ya se leen notas con informaciones sobre el rodaje de
nuevas muestras del género; no solo en Estados Unidos, sino además en Europa,
Asia y América Latina, sitios todos donde ya esta escuela clásica cuenta con
sus pupilos.
Aunque siempre me haya parecido el excelente corto
cubano La guerra de las canicas
(Wilber Noguel, 2007) lo más parecido a un western nacional, no pierdo la
esperanza de que algún día aquí también hagamos una película de largometraje
del oeste pura. Ya vienen en camino filmes criollos de vampiros y otras “extrañezas
tropicales”, así que no debe extrañar que pueda suceder.
Es el western un tendencioso género, al potro
del arquetipo y la fantasía, mucho menos simple y desintelectualizado (o
desideologizado) de lo supuesto en su día por Tom Mix. Estuvo repleto -ya poco
después de Edwin S. Porter y durante extenso trecho de su etapa
primitiva/clásica-, de falsificaciones históricas y virilísimos relatos de
mitificación heroica o cuentos morales con la visión de un vencedor, por regla
envuelto en aureolas de glorificación, cuyo postulado ideológico de “mi rifle,
mi pony, mis testículos y yo” exacerbó, deglutió o simplemente enmarcó en
celuloide un cuadro representativo de los antivalores fundamentales sobre los cuales
fue cincelada la mentalidad de cierto prototipo de ciudadano norteamericano
¿alguien está pensando en Donald Trump? Y, por añadidura, levantada la nación y
luego el sistema imperial de los Estados Unidos de América.
Sin embargo, representa también -no solo lo
conocía Andre Bazin, sino hasta los más furibundos detractores- una comarca
especial de la pantalla. No por constituir pasto entrañable de la historia
común de muchas generaciones de espectadores, sino por erigirse en centro
gravitatorio de hawksiana singularidad donde el séptimo arte cabalga a su aire,
transpira libertad, rezuma emoción destila donaire y en el cual la trinidad cinemática
personaje/narración/espacio, aludida por Gilles Deleuze en sus estudios sobre
la imagen-movimiento, halla particulares connotaciones. Cine de entorno único:
“el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera…”, diría Jorge Luis
Borges.
El finado e irrepetible crítico español Ángel
Fernández-Santos interpretaba así su naturaleza específica, en el libro Más allá del oeste: “La idea de que en
un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la
línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños.
El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre
sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una
remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es
un western”.
Como el personaje central del inefable
western de Alejandro Jodorowsky El Topo (1970),
aquel pistolero-redentor de fenómenos quien en las secuencias finales se
resistía a morir pese a los mil balazos que rebotaban contra su cuerpo, el
género sobrevive, una y otra vez, a las palas y ataúdes de sus enterradores.
Por lo general, los obituarios no resaltan su influencia expresiva sobre la
pantalla mundial, desde la mismísima El
gran robo del tren. Ni sus ofídicas mutaciones hacia los universos del cine
de samurais clásico o versión chanbara, gangsteril, drama, comedia, acción, animación,
terror o ciencia-ficción: donde van por lo suyo entre muchos lo mismo un
Takashi Miike o Ang Lee que un Paul Thomas Anderson o John Carpenter. Visto
así, tales transustanciaciones, de hecho, le posibilitan casi vida eterna. Lo
cierto es que ya antes que el western brincara el Atlántico a comer los
spaghettis de Sergio Leone y tumbar latas en Almería o entrara en su fase
crepuscular y en el guiso desmitificador de Sam Peckinpah, Arthur Penn u otros,
cíclicamente son dictados partes de muerte a los cuales, siempre, seis o siete
buenas películas por década ponen en tela de juicio. Incluso en la era de
YouTube, el ocio interactivo, el solo conocido por nuestros niños pistolero
Woody o el mumblecore. Qué lo diga si
no Kelly Reichardt y su Meek´s Cutoff
(2010).
Considerable resulta a esta altura la
cantidad de películas del oeste facturadas en el Viejo Continente. Sin embargo,
no había sido el territorio nórdico fuente generadora de productos del género.
Por eso, de algún modo, sorprende el más reciente en arribar a estos lares: el
largometraje La salvación (The Salvation, Kristian Levring, 2014),
título de Dinamarca en calidad de estreno en Cuba.
El pórtico de La salvación apabulla los sentidos y, amén de confirmar que su
director se ha pasado la vida dándose atracones con platos fuertes de John
Ford-Howard Hawks y postres de Tarantino, tiene la pericia comunicacional del
buen cine. Hasta el mismísimo firmante de Django
encadenado se hubiese impresionado por la manera con la cual Lievring monta
set-pieces pletóricas de pasión,
empuje, garra y ritmo.
Las escenas iniciales del asalto y asesinato
de la familia del personaje central (un inmigrante danés llegado a Norteamérica
al son de la conquista del Oeste), en la diligencia, sucedida de forma inmediata
por la venganza fulminante de este, son una sinfonía cinemática sin la mínima
nota a destiempo. Planimetría de la emoción, Lievring subyuga al espectador
mediante su montaje anclado a la precisión extrema, desde el mismo instante en
que entran en la diligencia (los planos fordianos, la tensión cortante en un
espacio reducido, la yuxtaposición de ángulos dirigidos a captar los rostros de
los personajes y la suprema angustia vivida en ese momento) hasta la
liquidación de los criminales.
Siendo extranjero practicante de un género
extraño a su cultura, este director podría aleccionar a uno norteamericano del
presente como a John Cassar en cuanto al tratamiento de los ítems
humillación/dolor/venganza en el cine del oeste, quien en Forsaken (2015), western al servicio de los actores Donald y Kiefer
Sutherland, establece un mísero acto de pornografía lastimera de la emoción,
que incluso supera a cuanto ampara el término manipulación.
Por esas raras formas a través de las cuales
se trenzan lazos de unión en la pantalla, más allá de las respectivas
calidades, tanto La salvación como Forsaken observan confesa identidad, en
las formas de apelar a la violencia esgrimidas en el relato con El hombre que mató a Liberty Valance,
la que a su vez deviene suma y balance del concepto ínsito de este género de
entronizar al valor individual en tanto resorte a ultranza, definitorio, en la
solución de situaciones de conflicto donde prima la injusticia.
E injusticia es todo cuanto palpa en la
tierra sin ley el personaje interpretado por Mad Mikkelsen (el dúctil, rotundo
actor del drama danés La caza y de la teleserie estadounidense Hannibal). Tras la venganza por la
muerte de su mujer e hijo, sobrevendrá la verdadera odisea por su supervivencia
personal dentro de la comarca controlada por el gerifalte local y sus matones.
Con similar pericia a la demostrada por el
español Mateo Gil en su filme del oeste Blackthorn,
Lievring continúa manejando toda esta zona de la narración con soltura y, más
que la presunta fagocitación in extremis
de códigos y referencias que pudiésemos esperar luego de los fordianos cortes
germinales -en tanto paradigma de señas icónicas que también van a Sam
Peckinpah-, cuanto se aprecia a partir de ahora es la límpida mirada, la
plausible ofrenda personal a un género de alguien que se advierte aun prendido,
a sus 59 años, de esa consustancial cruza de belleza indómita y fisicidad. Con
el inevitable olor a pasado del género, puede ser. Sin apartarse demasiado de
los fundamentos de guion y narración de un territorio muy codificado, es
verdad. Pero igual le hubiese podido salir otro bodrio al corte de esos deprimentes
telefilmes anuales del género estrenados en los Estados Unidos. Y no es el
caso, pues La salvación es bien
salvable
En medio de la actual nueva “resurrección”
del western (al hilo esas tres buenas películas tituladas The Homesman, Slow West
y Bone Tomahawk, más una nueva serie
en HBO con el mismo Ed Harris de Appaloosa)
el filme del director danés se inscribe dentro de la porción rescatable del género.
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