Representa Anna Karenina, la novela escrita por el narrador ruso León
Tolstoi entre 1873 y 1877, uno de los frutos predilectos de la viña de los
Lumière, desde que la pantalla halló veta madre en la adaptación de textos
literarios.
Casi siempre solemos remitirnos a la interpretación de Greta Garbo del
apasionado personaje femenino para el realizador Clarence Brown en 1935, o
acaso a la de Vivian Leigh en la versión nada rotunda de Julian Duvivier
estrenada hacia 1947; pero ahí están además, para el recuerdo fílmico, entre
otras, las de Claire Bloom, Helen McCrory o la francesa Sophie Marceau, una de
las más recientes.
La joven actriz británica de 27 años, Keira Knightley, convertida en la
heroína fílmica de varios monumentos de las letras trasladados a la pantalla
inglesa más próxima, vuelve a ser convocada por su compatriota Joe Wrigth,
quien le tomó el gusto desde Expiación. Keira saca adelante la Karenina de Joe con
resolución, deseos y hasta cierto donaire -si excluyésemos sus mohínes
habituales de can hembra en etapa de merecer-, pero esta no es su película,
sino la del realizador. Porque este así se lo propone y bien que hace por
demostrarlo.
Como igual hizo Tom Hooper con Los miserables de Victor Hugo en el mismo
2012, el realizador de Orgullo y prejuicio se propuso realizar una de las
traslaciones más heterodoxas del clásico tolstoiano. En verdad, en el guión del
dramaturgo Tom Stoppard para Wrigth no hay ni un diez por ciento de las
innovaciones introducidas, digamos por ejemplo, por el australiano Baz Luhrman
en su Romeo y Julieta de 1996; aquí los cambios se expresan, fundamentalmente,
en la puesta en escena, campo en el cual el director quiere imponer sus “marcas
autorales”.
De cierto cuanto consigue son tan solo demasiados arañazos de estilo,
que autoflagelan el cuerpo fílmico.
Su coreográfico largometraje de dos horas y cuarto constituye la
antítesis del ascetismo, la gravedad, el tono de la novela. Aunque no lo
compartamos en este caso puntual, eso se podría entender, pues es potestad de
todos los adaptadores imprimirle su lectura e interpretación personal a la obra
base. Ahora bien, las fruslerías y virguerías del creador de El solista
provocan daño al sedimento discursivo, evaporado entre el oropel de la
representación, entre el devaneo y los vaivenes del amaneramiento más
explícito.
En determinados planos secuencias donde refuerza la integración lúdica
confesa de la teatralidad y sus dogvillianos decorados mutantes en el montaje
fílmico, el director de Hanna exagera tanto que su filme sobrepasa el
amaneramiento para convertirse en engolamiento artificioso, al pulverizar la
delgada línea roja entre el esteticismo a ultranza y lo ridículo.
Los caprichos formales de un largometraje que deposita la mayor parte de
su sus activos en el a veces ladrón banco del estilo debilitan sobremanera el
alma de la narración, para no hablar ni por un instante de cuanto se esquivó
aquí la complejidad tolstoiana, en tanto hacerlo se convertiría en impedimento
grande para visionar este grandilocuente espectáculo.
De tal, pues, que esta enésima versión de Anna Karenina se recordará en
el futuro con la sonrisa condescendiente o irónica, según quien la evocase, de
hasta donde llegaron ciertos creadores al ubicar su cámara durante los tiempos
de esa posmodernidad fílmica, a cuyo amparo se han cometido ya demasiados
sacrilegios artísticos.
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