martes, 25 de junio de 2013

El camino de San Diego, según San Sorín


Acostumbrado como está el espectador a la ortodoxia de la narrativa hegemónica, quizá al hacerle frente a una película semejante a El camino de San Diego (Carlos Sorín, 2006)  pueda sentirse algo distante ante un concepto de la puesta en escena que casi reniega de ella.
Aunque, si está conectado con el cine del director de Historias mínimas y Bombón el perro, comprenderá que este camino autoral devino, por convicción, pauta morfológica primaria de las obras de un hombre mucho menos interesado en “narrar” en la línea aristotélica que en configurar climas, constatar la imbricación ontológica del individuo a su realidad telúrica, pulsar el mapa emotivo de personajes (quienes a la larga no suelen ser más bien tales, según el entendido del guión tradicional, sino no-actores representados a sí mismos) desde el ecuador de una sensibilidad entrevista sobre la base de su contribución a elevarlos en tanto seres humanos.
 
El director de La película del rey llevó lo anterior a un plano meliorativo casi insuperable en Historias…, para luego reeditar, sin igual lustre pero también con beneficios artísticos, la ecuación en Bombón el perro… Y, a la tercera (El camino…), bueno, a veces va la vencida, o la media vencida cual es el caso. Ya estaría bien que Sorín vaya pensando en replantearse sus conceptos de desesquematización constructiva de su “documentalismo ficcional”, porque de seguir este paso lo que estará cimentando en breve será su propio edificio del esquematismo.
El camino de San Diego constituye otra road- movie (subgénero consustancial a la ejecutoria del cineasta argentino) agradable, bondadosa, llena de bonhomía pero que a resultas de ello está habitada por tanta “gente noble de pueblo”  que cuesta un poco deglutirla. San Sorín apuesta por un mundo mejor, y eso es harto plausible en esta era de vómito donde la especie pareciera en fase de mutación letal -Chomsky dixit-, pero se le está yendo la mano.
En el trayecto del personaje central (un muchacho de Misiones fanático de Maradona quien emprenderá  largo viaje hasta Buenos Aires para llevarle al astro, internado en una clínica por problemas cardíacos y de drogadicción en 2004, la raíz de árbol en cuyos contornos cree ver reflejado a su venerado 10 albiceleste), habrá derroche de buenas vibras, cartománticas motivadoras, campesinos amables, camioneros magnánimos, prostitutas soñadoras, amotinados comprensivos…, en fin, una colmena afectiva por donde no se acerca ni un moscón dramático; léase giro acentuador de conflictos.
Nuestro Tati, personaje central creado con calidez, humor y  dubitaciones, aunque con demasiada ingenuidad (deliciosamente actuado, valga decirlo ahora, por el empírico Ignacio Benítez: hazaña cotidiana de los filmes del realizador) llevará su pedazo de árbol con cara de deportista a la capital, en un periplo donde compulsaría más a cierto narratario en mi órbita de gustos percibir la voluntad de registro antropológico de la trama, o el reflejo de esa pobre Argentina profunda preterida antes vista en El cielito y otros filmes devuelto por estas imágenes, que los planos de lectura remitentes a  la “épica solidaria”, al “poder de la voluntad” y toda esa buena leche más necesaria de rociarla sobre el mundo real a través de los hechos diarios que desde la lejanía idílica de unos cuantos fotogramas.  

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