La
gran diferencia entre el cine americano y el europeo estriba en que en el
primero el torrente sanguíneo dramático lo constituye la energía física
dominante en los hechos narrados; y en el segundo, el elemento basal lo
representa la observación del individuo, la energía se traslada por canales
internos provenientes de sí, y el tempo, por consiguiente, tiende a ser más
parsimonioso, dilatado, exhaustivo, como
corresponde hacerlo a las escrutaciones caracterológicas, que eso son muchas de
las películas de este continente.
Especialmente
las francesas. El cine nacional apuesta por la persona, su cotidianidad,
conflictos humanos, manquedades, ilusiones. Se inclina, con humildad, hacia los
rostros protagonistas de la vulgaridad -en su antonimia de elevación, fasto-
del presente en decenas de producciones anuales, compuestas por realizadores de
fino tacto y pulso exquisito en el delineado de sus cuadros instrospectivos.
Entre
ellos, la directora Marion Vernoux, quien se ha caracterizado por indagar en el
día a día de gentes normales y corrientes, a través de magníficas piezas en las
que el costado romántico de la existencia queda acentuado. Tal es el caso de
esta deliciosa película Nada que hacer (Rien a faire) es la historia de dos
desempleados que se conocen en un supermercado, donde matan su tiempo sobrante,
haciendo las compras que sus respectivas parejas no pueden hacer porque
trabajan.
Ella
es muy tímida, tiene menos estudios y solvencia que él. Su contraparte, cuenta
con la seguridad interior de una educación y la presciencia de que aunque ahora
esté parado, eso será por poco tiempo. En sus tardes de compras, intercambian
palabras, sonrisas, y poco a poco van desvelándose mutuamente sus conflictos.
La amistad se va fortaleciendo, y
transformándose, sin que ninguno diga nada, en romance. Unas piernas que se quieren unir por debajo
de la mesa en el café, una mano que se le va a ella hacia su muslo cuando él la
enseña a conducir… Esto no puede acabar en otra cosa que en lo que todos
pensamos, si bien, él intenta impedirlo, para no hacerle daño y complicarse, le
dice.
Las
ausencias de la casa de la señora donde
ella ha encontrado un puesto de sirvienta les brinda les posibilita reafirmar
en la cama que lo suyo pasa de ser una atracción romántica. Ella procura tenerlo
más junto a sí. Se inventa un paseo al interior para el fin de semana, cuando
su marido, sindicalista, marchará a la celebración del 1 de mayo en París, y
las niñas partirán a una colonia. El se las arregla, y allí están ambos. El ya
sabe que le han dado el empleo añorado, pero no se lo cuenta hasta último
momento porque esto supone el alejamiento que determinará, a su juicio, la
separación. Ella, hastiada de sus
vacilaciones (ya antes, por su causa, habían estado alejados) lo deja solo en
la noche.
Es la
mañana, y ya antes de que ella suba a su apartamento, él la espera en la
escalera. Ella sufre un desmayo en el ascensor, y una mujer le presta
asistencia en otro piso. No llegará.
El
contemplará con insistencia el edificio desde el exterior, queriendo tener
rayos x en los ojos para saber donde está. Ella, a través de la ventana ajena,
observa al hombre que quiere, a la única persona que le ha mirado al rostro en
muchos años, que la ha besado con pasión, le ha contado sus problemas y le ha
dicho que le gusta el tamaño de sus pechos.
¿Acaso será la última vez que lo verá ?Será
más poderoso que el deber el compromiso afectivo que los une, y él, encontrará
espacio, en sus días laborales, para amarla? No lo sabemos, pero somos libres
de pensar cuanto queramos. Tal potestad nos la confiere la realizadora Vernoux,
que cierra su filme con un desenlace tan abierto como el mañana.
Realista
como la vida, simple y compleja como ésta, así es Nada que hacer, un filme en
el que no decae un solo instante la curva de atención, pese a que alguien pueda
suponer que "no sucede nada".
Película
esta que recordaremos no solo a causa de su historia, sino por la apabullante
convicción con que los protagonistas, Valeria Bruni Tedeschi y Patrick Dell´Isola, componen sus personajes. Son actuaciones, sobre todo la de la actriz,
tan amplias, aprehendoras de los secretos de este oficio, y por si fuera poco,
con un poder de naturalidad tal, que difícilmente se olvidarían. Sin ellos, la historia hubiera perdido
irremediablemente en fuerza.
Nada
que hacer, como tantas otras buenas películas francesas, nos deja una lección:
tienen mucho que hacer los europeos, ya a niveles extraartísticos, en
promoción, distribución, aseguramiento de mercados, protección a su cine, para
que en un futuro ¿de sueños¿ sea esta la pantalla que se imponga en el planeta.
Resulta una herejía que este tipo de películas se consuma en Francia, tengan
alguna vida en festivales y punto, pero sin embargo cuanta bazofia salga al
ruedo en Norteamérica al otro día estén proyectándola desde Malasia hasta las
Kuriles. Es uno de los tantos bochornos que ojalá en días no lejanos dejemos de
padecer.
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