Al minuto 3 de Nanook el esquimal (Nanook of the North, 1920), el
cazador itivimuits de Ungava del Norte que da nombre a dicho documental
desembarca su canoa en la gélida orilla de una zona cercana a la Bahía de Hudson, junto a
Nyla, Allego, el resto de la familia y un perro. Robert Flaherty -ese cineasta
a cuyos filmes Jean Renoir considerara “la naturaleza misma”, Joris Ivens
definiera como “el padre de todos nosotros”, Werner Herzog acudiese al
experimentar en la vertiente ambientalista de su filmografía y la mongola
Byambasuren Davaa redescubriera en la vocación antropológica de su cine-, fija
el plano en la increíble salida de toda su gente del ombligo hueco de un sobrio
kayak, al tocar tierra la embarcación. De ahí en más, todo cuanto hace este
hombre del septentrión a lo largo de una 1 hora y cuarto de seguimiento fílmico
es interactuar con un medio hostil, al cual utiliza desde una perspectiva
pragmática pero afincada en el respeto a los elementos naturales, a las nieves
que le brindan el material para construir su iglú, a los canes que permiten
desplazar sus trineos, a los mismos animales que necesita para proveer de grasa
y carne a los suyos ante el frío. Nanook mata a esta morsa o aquella foca para
sobrevivir, cada tanto y cuando puede. No daña su ciclo de supervivencia.
Al minuto 22 de Koyaanisqatsi (id.1982), Godfrey Reggio introduce
elocuente plano donde yuxtapone las imágenes de un grupo de personas, varias de
ellas niños, dorando sus espaldas en la arena de una playa colindante con los
domos espeluznantes de una central termonuclear. En lo que en Nanook el
esquimal había de racconto de un universo cuasi primigenio sujeto a las únicas
reglas de las estaciones y el equilibrio, en Koyaaniskatsi hay de lectura sobre
la transformación progresiva de dicha balanza por la acción del hombre. Tal
extraño término identificador del filme resulta, explica Reggio en exergo del
largometraje documental, el vocablo empleado por el pueblo amerindio Hopi en
tanto sinónimo de “vida sin equilibrio”, “vida conducente a la desintegración”,
“vida loca”, “vida en turbulencia”. Mediante semejante obra, integrante de la
trilogía Qatsi -de culto, impensable para circuitos comerciales y solo rodada
merced a las voluntades combinadas de cineastas como Francis Ford Coppola,
George Lucas o Steven Soderbergh e intelectuales y científicos-, Reggio, con la
apoyatura perfecta en la fotografía de Ron Fricke (director de Baraka, 1992, en
la misma cuerda temático-estilística) y la música de Philip Glass, estampa una
suerte de visual y sonoramente paroxística constatación cinematográfica, sin
palabra mediante, en torno a las compulsiones del mundo moderno y sus
desgarraduras; en el orden físico sobre todo, pero también ontológico.
Aunque blanco de impugnaciones por el pesimismo destilado en sus
fotogramas o a causa del modelo alternativo de construcción del relato
documental empleado -no por todo receptor asimilable-, este indispensable punto
inicial del tríptico de Reggio supuso jalón para piezas de igual género fílmico
posteriores, encauzadas hacia la vertiente proecologista. Hacía años que el
autor de estas líneas guardaba en su computadora -sin verlas hasta la
elaboración del presente artículo, confieso heréticamente-, la trilogía Qatsi y
la pariente Baraka, en la cual con claro juicio el crítico español Angel
Fernández-Santos viera una “delicada y
esplendorosa rareza (...) poema visual ancho, dolorido y ambicioso, frontal y
fraternal mirada aterrada y esperanzada a la tierra. Una mirada al mismo tiempo
herida y enamorada”. Que conozca, los largos Koyaanisqatsi y Powaqqatsi, de 1988
(integrantes del tríptico al lado de Naqoyqatsi, estrenado hacia 2002) fueron exhibidos
en Cuba a través de un ciclo en la Cinemateca denominado Cine, Ecología y Sociedad:
la magia de Godfrey Redgio, amén de su corto Anima Mundi. Sin embargo, son
desconocidos entre las nuevas generaciones de espectadores; por lo cual, más
que detenerme en ellos, les insto a localizarlos y visionarlos.
Proyectada hasta en la
Mesa Redonda, ha sido la francesa Océanos (Jacques Perrin, Jacques Cluzaut, 2009), la más apreciada
en Cuba de sus sucedáneas recientes, si
bien entiéndase “sucedánea” con un carácter semántico bien flexible, en tanto
esta se ubica más acorde al barómetro de Santa Taquilla, dentro de una
concepción mucho menos de “arte y ensayo”, sin que ello suponga tampoco reñir
con sus explícitas cualidades.
Océanos no tiene nada que
ver con esos insufribles materiales de mascotas en los cuales gordísimos
americanos noños se babean con sus perros, mientras su gobierno destroza el
planeta; ni tampoco con las pretensiones pedagógicas o los montajes de
Discovery Channel donde la gueparda Kika cuida al guepardito Kiko, vino un león
y se lo comió, todos lloramos, y ¡qué linda la cadena televisiva¡, aunque a la
larga todo sea otro truco de la network. Aquí estamos hablando de liga
diferente, de una concepción real de la ética y un sentido de compromiso
ecologista verdadero. Estrenado, a luneta batiente, durante la inauguración del
Año Internacional de la
Biodiversidad, a raíz de su presentación Perrin le participó
al cotidiano galo Le Monde: “El filme transmite un mensaje de
esperanza...Sabemos que más de un tercio de las especies vegetales y animales
están en peligro de extinción, nos lo dicen los científicos. Nuestro futuro no
es escucharlos abrumados y sentados. Hay que ser constructivos y hay motivos
para confiar. Los santuarios funcionan. Cuando se prohíben las actividades
humanas en el mar, la vida renace. Lo hemos comprobado al rodar allí. En la
película, las imágenes de destrucción duran diez minutos, son como una
bofetada. No vale la pena cargar las tintas. Estamos al borde de la catástrofe,
pero aún podemos cambiar de dirección”.
Lo dijo bien. De la última
hornada de documentales de su corte producidos por los europeos: los franceses
Nómadas del viento (Le peuple migrateur, Perrin-Cluzaud y Michel Debats, 2001)
y Home (ibídem, Yann Arthus-Bertrand, 2009) o el británico Tierra (Earth,
Allastair Fothergill y Mark Linfield, 2007), este es sin duda el más
esperanzador. Aunque mantener enhiesta la fe de Jacques no resulta muy fácil
cuando se aprecia el proceder de los entes decisores del planeta en cumbres
como la de Copenhague, bochornosa para el destino de la Humanidad, dada la
ausencia total de voluntad e irresponsabilidad del principal país contaminador
del mundo.
Del agua surgimos, con los
coacervados, y tal elemento es dominante en el globo terráqueo; mucho más en el
más posible escenario mediato. Océanos, pues, constituye tributo del séptimo
arte al espacio donde surgió la vida. Supone vívida aventura sensorial, tejida
sobre la urdimbre de una coreografía cinemática, la cual fascina por su
plasticidad. Visionamos aquí excepcional sinfonía acuática cuyas pautas las
dicta el propio movimiento de los mares, la misma cadencia sincopada de la
biodiversidad marina. La narración halla
en el complemento sonoro de Bruno Coulais y el sonido ambiente bazas para revestir
de majestad melódica la pura poesía audiovisual contenida en imágenes tendentes
a renovar la capacidad de asombro ante la inmensidad del universo azul. El
largometraje prescinde, por extensos trechos, del acostumbrado narrador en off
del típico texto ilustrado, al confiar en la contundencia de lo mostrado; se
abstrae de demasiada orla, no comete la imbecilidad de ponerle nombre a los
animales (el antropomorfismo al uso) ni derrama Apocalipsis en sus fotogramas,
aunque argumenta unas cuantas verdades incómodas para las grandes compañías pesqueras,
las potencias occidentales y la inconsciencia de los humanos, en cualquier
sitio.
Billones de tomas, largos
años de trabajo por los fantásticos pero hoy más tristes océanos de nuestro
mundo y un presupuesto de 70 millones de dólares lo convierten en el producto
audiovisual de su tipo de más “punch” a lo largo de la historia desde que aquel
señor llamado Jacques Cousteau sembrase la semilla germinal de las criaturas
marineras de su tipo, décadas ha. No obstante, el filme no posee la organicidad
narrativa interna ni el sentido de integralidad de piezas como Microcosmos
(Claude Nuridsany y Marie Pérennou, 1996) o la antes citada Nómadas… Ni
siquiera de la más discreta El viaje del emperador (Luc Jacquet, 2005 y Oscar
de su categoría al otro año). Además, pese a su notable distancia con trabajos
del medio televisivo, repite tomas vistas hasta el hartazgo en muchos de esos
materiales (la tortuguita incapaz de llegar al mar tras romper cascarón, el
gran tiburón blanco tragándose a la foca en el aire, la orca balanceada hacia
la orilla como recurso excepcional de caza del increíble depredador…) Cuanto
derrochó en retomar, pudo emplearlo en investigar la flora/fauna de deltas,
estuarios, barreras coralinas o fosas oceánicas, echadas en falta aquí.
Las también galas
Microcosmos o Nómadas… sitúanse en instancia cualitativa superior a Océanos y
jerárquicamente bien por encima de materiales como la harto predecible Los
reyes del Ártico (Artic Tale, Adam Ravetch y Sarah Robertson, 2007), intento de
National Geographic/Notro Films por remedar los derroteros de la escarizada El
viaje del emperador; o la rutinaria Felinos de África (African Cats: Kingdom of
Courage, Keith Scholey y Allastair Fothergill, 2011), en la misma línea de los
casi quince documentales de la naturaleza producidos por Walt Disney durante
los ´50. Francia, puntera en la realización de estos megadocumentales
ecologistas, sentó cátedra en la realización de exponentes caracterizados por
una labor de filmación hercúlea sometida a posterior trabajo de montaje arduo y
exquisito que privilegia tomas que enmudecen, habida cuenta de su
monumentalidad. No obstante, no llegan a redundar en obras maestras de la
documentalística del perfil de marras, pues incluso hasta en los casos de mayor
notoriedad acusan diversas fallas.
Luego de reconocer los
aciertos de Nómadas…, el crítico cubano Víctor Fowler Calzada señala en el
artículo Los nómadas del viento (Revista Miradas, Escuela Internacional de Cine
y Televisión de San Antonio de los Baños) por ejemplo, que “(…)Todo este
inmenso movimiento de personal, tecnología y dinero (que de hecho reserva las
producciones semejantes sólo a países con industrias de cine lo bastante
poderosas como para asumir el riesgo de gastos de tan elevada magnitud), está
al servicio de un largometraje (el primero realizado en tan estrecha relación
entre hombres y aves) que ni es tan didáctico como para transformarse en una
explicación de historial natural, ni tampoco lo bastante radical como para
contentarse con mostrar las sorprendentes imágenes de vuelo de las que consta.
Sin embargo, esta misma voluntad de alejarse de los extremos, en función de
merecer una gran respuesta de público (como en efecto ha conseguido el
documental), hace que la narración visual en ocasiones se vea lastrada por los
apuntes explicativos de la voz en off o por momentos de
lentitud narrativa en los que apenas ocurre cosa alguna que nos impresione. En
este sentido, la propia espectacularidad de la imagen conspira en contra del
relato, después de asimilados los primeros asombros y por mero efecto
acumulativo, lo inusual de la visión se convierte en algo “normal” y entonces
se evidencia que la estructura narrativa, según los patrones que el propio
material propone, no ahonda en los significados y sentidos que podemos asociar
a la idea de la migración. Secuencias como la del niño que corre a despedir a
las aves o las de la anciana que alimenta a las aves durante su salida hacia la
larga migración, al inicio de la película, o las de ambos cuando las reciben al
regreso, son momentos de “actuación” que apenas pasan de ser tímidos apuntes de
un mundo de relaciones que en Le peuple migrateur quedan por explorar y cuya intención de
colocar el relato de la migración dentro de un marco trascendente es demasiado
simple (…)”.
Coincido con Fowler como con
su colega español Mirito Torreiro, cuando singulariza cual baza mayor del
largometraje documental “su apuesta por la belleza del vuelo, por la captación
del mundo en cámara cuasi subjetiva: como hiciera el gran John Ford con uno de
sus más simpáticos filmes mudos, Sangre de pista, en el que el punto de vista
de la narración estaba situado a la altura de los ojos de un caballo de
carreras, Jacques Perrin (…) nos invita a mirar desde los ojos de sus criaturas
de pluma. El resultado tiene una gracia impensable. Porque desplazando
simplemente el objetivo de la cámara (la película está rodada desde el soporte
de ultraligeros que volaban a la misma altura que las protagonistas del film),
y haciéndonos solidarios con un punto de vista para nosotros improbable, Perrin
termina insuflando una azarosa belleza en imágenes que, así mostradas, resultan
casi inéditas, un logro imprevisto pero no menos estimulante, una sana
recomendación para dejarse llevar por el movimiento, la plasticidad que tanto
amaba Léger (pintor francés y eventual cineasta) en la pantalla, el colorido
inaudito del que podemos gozar nosotros, sus nietos tecnológicos”.
Pese a ser uno de los
documentos audiovisuales de su género menos conservadores a la hora de atisbar
el cambio climático provocado por el calentamiento global como un fenómeno de
ya mismo, de expresión inminente, resultó controversial la irrupción de Home,
debido a varias razones, pero la más significativa su vista gorda sobre la
cuestión nuclear. Filmada pre-Fukushima y todo, concitó la repulsa de diversas
asociaciones ecologistas antinucleares. Sin embargo, ese no es a mi juicio el
problema de fondo del filme, sino su indecisión para designar, con nombres y
apellidos, quiénes son los causantes de lo que algunos llaman el comienzo de
“la séptima extinción”. Viro la verbosa
película de atrás a adelante una y otra vez y no aparece ninguna
reconvención directa. El mensaje va dirigido a los 6 mil millones de
terrícolas, cuyo 99 por ciento poco decide en protocolos y cumbres climáticas.
El batiburrillo del filme al espectador no pasa de: “Debemos de..., tenemos
que…”. ¿Debe quién y tiene quién? ¡Por favor¡ Sus fecundas imágenes valen, sí,
pero faltaban más dedos apuntando. Mucho más numen porta su compañera británica
Tierra en su advertencia sobre los perjuicios del irrespeto al equilibrio
ecológico.
Como en parecido episodio de
la décimotercera temporada de South Park, el documental norteamericano The Cove
(Louie Psihoyos, 2009) ganador del Oscar al mejor de su clase en 2010, enfila
los cañones contra las prácticas indiscriminadas de pesca de los japoneses. Los
delfines nipones le agradecerán Louie la apasionada defensa vertida en material
de loable factura, aunque ni de lejos semejante a las producciones europeas. A apreciar
Los cuatro elementos (Jiska Riskel, 2007) o Fata Morgana y Encuentros en el fin
del mundo (Werner Herzog, 1971 y 2007, respectivamente), entre otras pocas.
Más allá de las oscilaciones
de su valor fílmico o la tendenciosidad ideológica de algunos de los materiales
del género (incluso cierta impudicia inglesa puso en duda la veracidad del
calentamiento global, a copia hecha del proceder del Senado EUA), índice de
significación implícito de la mayoría de tales empresas audiovisuales lo
representa su condena, menos o más velada, al acto de rapiña medioambiental con
el que las potencias occidentales han puesto al borde del desastre ecológico al
planeta. No constituyen “panfletos ambientalistas”, sambenito empleado para
denigrarlas por los grandes grupos de poder para los que actuar contra el
cambio climático significaría entorpecer el flujo constante de ganancias. Estos
largometrajes documentales entrañan el valor de dejar guarecidas bajo el
candado del fotograma, de cara a la posteridad, la extraordinaria riqueza del
medio terrestre y acuático, la esplendente biodiversidad planetaria, el rol
urgente de la sostenibilidad y la preservación mediombiental, de una relación
más armónica de los terrícolas con la
Tierra…, así como reflejar mediante testimonios visuales
incomporables el proceso paulatino de degradación del cual fue, está siendo
víctima el único de los hogares conocidos por el sur humano hasta la
actualidad. Descontando que, de encontrar otro, ya sabríamos quienes viajarían
primero. Si hasta pedazos de Luna compra el dinero… Coppola filmó Apocalyse
Now. Bricoleándolo con Reggio y el significado de su filme, bien pudiéramos
decir Koyaanisqatsi
Now. Es el lenguaje mediante el cual nos están hablando tales obras. O se
recobra la sensatez y el equilibrio, o estas películas funcionarán en el mañana
como un lancinante muestrario de todo lo perdido.
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