Que “Como mejor está un
indio es muerto” resultara la frase dilecta de algunos de los personajes
fílmicos más conocidos de John Wayne, no impidió en nada que este actor fuese transportado a la categoría
de mito en los Estados Unidos por sus adoradores, los medios, y un sistema
interesado en auparlo acorde al estandarte que en el terreno ideológico alzara
desde la pantalla su mejor aliado en Hollywood.
El actor, nacido el 27 de
mayo de 1907, la quintaesencia heroica del
western, supuso la encarnación en
celuloide de ese vaquero dominante, con traza y lanza de colonizador, que
acabara con los nativos supervivientes refugiados en la zona oeste del país durante
el siglo XIX, luego de que entre el XVII y hasta finales de la posterior
centuria tales tribus originarias -las cuales de forma primigenia componían la
nación norteamericana- fueran casi aniquiladas por medio de la violencia más
feroz.
Que Wayne formase parte de
un conjunto de películas que, sin embargo, contribuyeran al desarrollo de este
género cinematográfico (sobre lo cual más adelante nos detendremos), no puede
embozar en ningún modo la impronta reaccionaria de un sujeto que respondió
siempre a los postulados más conservadores y recalcitrantes del stablishment yanki.
Es imposible olvidar a la
hora de cualquier evocación de su figura que fue el republicano más célebre de
Hollywod, que mucho antes que Reagan llegara a la presidencia ya no pocos habían
pensado en él para instalarlo en la Casa
Blanca, o que respaldara los apetitos de dominación más
siniestros de las administraciones estadounidenses durante el genocidio
perpetrado por esos gobiernos contra el pueblo vietnamita.
Wayne fue además uno de los
fundadores, en 1944, de la Motion Picture
Alliance for Preservation of American Ideals (Asociación Cinematográfica para la Preservación de los
Ideales Norteamericanos), una congregación de cineastas en contra de cualquier
viso liberal dentro de la industria del cine.
Pese a ser querido y
respetado en buena parte del gremio, otros lo odiaron por figurar entre los
tristemente célebres delatores de sus compañeros con simpatías izquierdistas
ante el Comité de Actividades Antiamericanas.
La típica loa que un lector
de cualquier parte del mundo puede encontrar al referirse al director de El Álamo y Boinas Verdes será, poco más o menos, de tal guisa: “Si hay algún
hombre que haya encarnado por sí solo a América (Estados Unidos), ése es sin
duda John Wayne. Representaba con naturalidad el genuino espíritu americano,
los ideales, los valores y los sueños de sus compatriotas. Este héroe que
defendía la ley en un mundo de forajidos, este embajador que se batió por todos los valores justos de su país, se
convirtió en leyenda”.
En ocasiones similares
ditirambos aparecen, incluso, en medios cuyas perspectivas ideológicas difieren
en forma ostensible de los blasones defendidos por el intérprete, lo cual da la
idea del modo tan vigorosamente acrítico con que ha sido asumida su
personalidad, no ya solo vista en el mero plano fílmico, sino integrando su
postura política. Dicotomía a desterrar por posibles exégetas por aquello de desligar el arte de…, pero que no
resulta tal en alguien como Wayne; antes bien fundidura indisoluble de intencionalidades.
El hecho sin duda está condicionado por la
adoración ejercida por Wayne en millones de espectadores a lo largo del planeta
-aunque fundamentalmente en su país-, sin distinción de credos de cualquier
tipo, razas, orígenes sociales. Esto, en medida determinante debido a su
proverbial imagen de portador de los valores tradicionales familiares; a la
inmensa popularidad del género donde surgió, creció y llegó al estrellato como
actor: el western. Y a causa además
de la recurrencia en la encarnación del tipo rudo pero galante con las mujeres
y tierno con los niños; o del sheriff, imagen perennemente idealizada -sobre
todo por los norteamericanos, para quienes resulta tan caro ese patrón del
vengador repartidor de justicia y cuya cultura pop está impregnada hasta el
subsuelo de dicha esencia.
De su aureola legendaria habla Juan Tejero en
su libro Duke, la leyenda de un gigante, cuando asevera: “Era el número
uno, el mito, el más grande. Gustaba a todos. A los niños y a los mayores, a los
de derechas y a los de izquierdas, a los cultos y a los incultos. (…) Para
millones de personas es simplemente único. Pero ante todo, su nombre representa
el símbolo del estrellato masculino, como Greta Garbo lo es del masculino”.
Casi tan representativo de
la cultura americana como Mickey Mouse o Marylin, las anécdotas sobre la
admiración que despertaba se cuentan por millones en sus múltiples biografías.
Una de las más referidas sea acaso la que recuerda cómo cuando el emperador
nipón Hiroito visitó de forma oficial Norteamérica, en 1975, lo único que pidió
fue visitar a Disneylandia y conocer al viejo John.
En su biografía John Wayne: The Man behind the Myth,
Michael Munn echa leña al fuego en torno a los rumores que siempre corrieron
relacionados con la supuesta orden de Stalin para eliminarlo, por denunciar
comunistas para Mc Carthy. No obstante, siempre según este autor, su sucesor en
la presidencia soviética, Nikita Kruschov, trajo de vuelta a los sicarios de la KGB y hasta llegó a
manifestarle a Wayne su admiración en un encuentro privado.
Para 1970, el en cantidad
imbatible intérprete de 157 películas y uno de los más taquilleros de la
historia de la pantalla mundial -campeón indiscutible durante al menos par de
décadas-, había sido elegido como el segundo personaje más famoso de los
Estados Unidos desde su fundación, en una superencuesta nacional que solo
antepuso al astro nada menos que a Abraham Lincoln.
Y un año con posterioridad a
semejante distinción era calificado allí mismo como “el hombre que ha puesto de
manifiesto del modo más eficaz el significado de la palabra americano”.
No resultó extraño, pues, que en junio de
2004, en plena segunda invasión a Irak y
a raíz del cuarto de siglo de la muerte de Wayne por cáncer, varios diarios
estadounidenses publicaran en sus titulares interrogantes del corte de la que
continúa: “¿Cómo se hubiera comportado él ahora, si el destino lo hubiese
convertido en un marine en Irak¿”.
Durante los días posteriores
al 11 de Septiembre de 2001, período de exacerbada manipulación por el aparato
gubernamental y la prensa a su servicio de los sentimientos patrióticos, constituyó
un verdadero éxito de ventas en su país la reedición de un disco hecho par de
décadas atrás con el texto hablado de Wayne, America, why i love her (Estados
Unidos, por qué lo amo)
Al tratar de explicar lo que representa para
los norteamericanos, el expresidente James Carter expresó: “En una época con
escasos héroes, fue un hombre excepcional, que llegó a ser más que un héroe, al
convertirse en un símbolo de muchas de las cualidades que han hecho grande a
nuestro país”.
Supongo que con lo de la época de escasos héroes se refiriera
a la desastrosa era Viet-Nam, donde los estadounidenses comprobaban como se
desinflaba la burbuja de mentiras donde vivían, al ser vapuleada la gloria de la gran nación -leáse el trasero del imperio- por “esos monos”, como
llamaba el querido John a los
asiáticos en ese monumento al chovinismo, la mendacidad, la soberbia y la
guerra que es la por sí codirigida Boinas
verdes (1968). Película en loor de la política belicista yanki, aun a
sabiendas del atolladero donde se enlodaban sus artífices como consecuencia del
obtuso cariz de dicha conflagración.
Pero proceder de modo
semejante era típico de John. Siempre lo hizo. En Las arenas de Iwo Jima (1949)
(también conocida como Arenas
sangrientas) no dejó una sola mandíbula de japonés en su sitio, a culatazo
limpio. Como recuerda Ignacio Ramonet en el libro Propagandas silenciosas,
Wayne satisfará a menudo el deseo del protagonista de Infierno en las nubes de
Nicholas Ray al exclamar: “Los japoneses no se merecen vivir”. Lo hará
-sostiene el escritor- “sobre todo en Las arenas de Iwo Jima, de Allan Dwan,
cantando las delicias de asar a los amarillos con lanzallamas”.
Tal cual afirma Rolando
Pérez Betancourt en el ensayo El cine, la
guerra y algo más, “fue el actor
con mayor intervención militar en las pantallas, tanto durante la Segunda Guerra Mundial como
después. Reiterando su imagen de tipo duro y casi siempre solitario cubrió
todas las ramas militares: infantería de marina: Las arenas de Iwo Jima, aviación naval: La bandera de las águilas, fuerza área: Piloto de jet, ejército: El
día más largo, y así unos cuantos títulos más que se extendieron incluso
hasta la guerra de Viet-Nam (…)”.
Sabedores en la Meca de su inclaudicable
postura proimperial, y más que nada de
su simpatía entre el público, siempre que Hollywood se aliaba al Pentágono o al
sistema en alguna contienda lo llamaban al plató para incorporar al defensor a
ultranza de la grandeza patria de turno. Es así que en 1954, compusiera el
protagónico de Callejón sangriento,
de William Wellman, director que seis años antes tuviera la dudosa suerte de
filmar La cortina de hierro, filme fundacional de la sarta de
panfletos vomitados por la industria gringa al servicio del poder durante la Guerra Fría. Callejón… forma parte de las cintas más
anticomunistas producidas a la sazón.
En su material histórico El cine del “peligro rojo”, el crítico
Rodolfo Santovenia explica que esta última película “peor que la anterior,
absurda e inverosímil en su desarrollo -en la que los comunistas chinos no
desempeñan un papel distinto al de los indios de un western- hizo exclamar al director: ´Este tipo de cine está desprestigiado.
No sé por qué insisten en él. Yo soy republicano, pero detesto a todos los
políticos”.
Comprender a Wellman, un
buen director con quien el propio Wayne hizo algunas cintas salvables, no era
difícil al ver la propaganda barata, intelectualmente primaria y patriotera
destilada por aquel tipo de producción para el cual el que acabó con las
“hordas de indios en taparrabo” venía que ni pintado.
Es que Marion Michael
Morrison (verdadero nombre del actor) tenía pinta de héroe desde que era un
mozalbete. Quizá la hidalguía de su porte, su alta estatura -de adulto llegó a
1,93-, o probablemente su dominio del fútbol en el campo deportivo de la University of Southern
California, convenciera al astro del cine mudo Tom Mix , quien filmaba cerca de
allí, para ofrecerle un empleo en el floreciente negocio. Algunas buenas
lenguas aseguran que lo hizo a cambio de unos boletos para un partido.
Pese a este golpe de suerte,
la buena fortuna no le sonrió durante sus comienzos al Duque -como es sabido, solía
llamársele así desde pequeño porque andaba por lo general en compañía de un
perro nombrado de ese modo-. La gran jornada (1930), western épico sonorizado de Raoul Walsh,
supuso el abandono de su etapa inicial
de extra y secundario, al constituir el primer protagónico del intérprete en
ciernes, si bien devino soberano fracaso taquillero. Walsh, no más ver al
espigado y joven actor que le presentara John Ford, había confiado en él, y fue
quien le propuso cambiarse el nombre, se cuenta, como tributo al general de la
guerra de independencia contra los ingleses, “El Loco” Anthony Wayne.
Casi toda la década del ´30
se la pasó Wayne descuartizando apaches y pieles rojas en westerns de serie B antes que uno de los maestros indiscutibles
del género, John Ford, lo convocase para su clásico La diligencia (1939). John Wayne comenzará a convertirse en John
Wayne a partir de ahora y solo ahora.
Su Ringo Kid de esta obra
marca el inicio del dúo John-John, como se bautizara a la dupla más famosa del
oeste.
La diligencia, hito del western en el cual
el género se robustece al serle incorporado a sus elementos clásicos de los
tiros y persecuciones a caballo, un componente moral, psicológico y social, ve
aparecer en aquellos nunca olvidables planos de Ford a un hombre que sería la
figura antonomásica del oeste, el género del movimiento, “el del cine por
excelencia”, como lo considerase André Bazin.
La relación con el grandioso
Ford de manera indudable consolidó el prestigio de Wayne, tanto entre los
actores como en la industria en general. Fue tan estrecha la camaradería entre
ambos hombres, que cuando el segundo dirigía su primera cinta -El Álamo (1960)-, Ford se le aparecía en
el set de rodaje, comenzaba a dar órdenes como si fuera el realizador, y Wayne
lo dejaba hacer sin darle el mínimo reproche. A Ford aquel western épico le pareció una película colosal “la más grande jamás
filmada”, sin importarle su imponente carga de patrioterismo.
Wayne lo había conocido en
la década de los veintes, cuando le cuidaba unas ocas para cierto pasaje de Madre mía (1928). Dicen que sucedió un
incidente muy gracioso: al soltar Wayne las aves creyendo que la escena había
concluido cayó en cuenta de lo contrario, y entonces puso una desconcertada
cara de espanto que increíblemente maravilló al hosco Ford, un tipo que
discutió con muchos, le soportó un puñetazo en pleno rostro a Henry Fonda, pero
que nunca se enemistó con el eterno amigo.
Quizá lo explique el
argumento real que Wayne solía cultivar sus amistades, poseía un especial
sentido del humor y compartía con muchos de sus compañeros del giro fílmico la
atracción por el whisky y el cigarro.
El binomio de las dos J terminó
veinte películas entre las que se incluyen
Fort Apache (1948), La legión invencible (1949), Río
Grande (1950), El hombre tranquilo
(1952), Centauros del desierto (1956)
y El hombre que mató a Liberty Valance
(1962), el último gran western clásico,
que de algún modo finaliza una manera, un concepto, un estilo de asumir el
género y a sus héroes míticos. De manera que a Wayne le cabe el honor de haber
intervenido, junto a Ford, en las dos cintas que definen la entrada a nuevos
cauces dramáticos, expresivos y conceptuales del oeste: La diligencia y El hombre que…
Pero también tuvo la dicha
de realizar cinco filmes con otro genio de la época dorada de Hollywood, como
Howard Hawks. Un cineasta que, de la misma manera que Ford, era dueño de un muy
buen ojo clínico para detectar a actores y luego conducirlos a un decoroso
desempeño. Es por eso que no resulta fácilmente explicable que el mediano Wayne
los atrajera tanto, como igual hiciera con Henry Hathaway, Michael Curtiz,
William Wellman, Edward Dmytrik, Raoul Walsh, Mervyn LeRoy, Nicholas Ray y
hasta Cecil B. De Mille.
El actor era competente
hasta un punto, más que nada funcional, pero su variedad de registros no superaba
la gama elemental. Aunque, mirándolo bien, quizá no le hiciera mucha falta,
toda vez que Wayne siempre fue Wayne, repitió el mismo personaje hasta la
saciedad y logró especializarse en hacer de sí mismo.
Por su registro en El conquistador de Mongolia (1956) recibió el Golden Turkey Award
por la peor actuación del año.
Los críticos nunca lo
miraron bien del todo, no obstante que puntualmente llegara a tenerlos bajo su
poderoso influjo también. En su reseña del magnífico western de interior de Hawks, Río
Bravo (1959), compilada en Un oficio del siglo XX, Guillermo
Cabrera Infante opina: “(…) él es el vaquero por excelencia y después de Gary
Cooper no hay quien le saque ventaja con su lenta voz, su andar acompasado y su
displicencia por la vida: en Río Bravo
Wayne ha actuado con una facilidad que hace años que el cronista no le veía: la
explicación: Wayne estaba molesto porque Dean Martin tenía todas las
posibilidades en su rol y porque le habían colocado entre dos cantantes, uno
casi retirado, otro ídolo de las pepillas, y se consideraba diezmado, mermada
su reputación, y se dedicó a hacer con la punta de lápiz lo que a los otros dos
costó Dios y ayuda (…)”.
Con Hawks filmó además,
entre otras cinta, El Dorado (1967),
suerte de secuela de Río Bravo, donde
compone a un amistoso pistolero a sueldo que ayuda al sheriff del pueblo a
combatir a una banda de asesinos empeñada en aniquilar a la familia de un
honesto granjero; o sea, uno de sus perfiles clásicos en la pantalla, y que
tanta magnitud emocional implicara a la hora de hacerse querible ante un
respetable identificado con las hazañas de su héroe.
A la altura de este filme,
ya al actor se le había diagnosticado un cáncer de pulmón hacía poco más de tres
años, pero continuaba bebiendo y fumando sin conferirle mucha importancia. También
tenía su propia productora nombrada primeramente Wayne-Felowes, y más tarde Batjac.
Faltaba poco para que
obtuviera su primer Oscar por Valor de
ley (1969), pues par de décadas atrás no lo consiguió en Las arenas de Iwo Jima, cuando fuera
nominado por su rol del sargento Stryker.
Es célebre su frase al recibir la estatuilla: “¡Wow¡, si hubiera sabido
esto me hubiera puesto el parche en el ojo hace 35 años”. Es que en Valor
de ley había interpretado al primer sheriff tuerto de su historia fílmica.
Rememora Pilar Wayne en su
libro Duke: Mi vida con John Wayne “que
la noche de la ceremonia se encontraba muy nervioso, y se sentía como
derrotado”. Debía tenerse en cuenta que competía con Dustin Hoffman y Jon
Voigth por la intervención de ambos en un filme tan significativo para la época
como Vaquero de medianoche, además de
con par de grandes actores del fuelle de Richard Burton y Peter O´Toole.
Escribe la autora: “Se tenía
a Wayne como favorito, pero también era cierto que Burton y O´Toole habían sido
injustificadamente pasados por alto tantas veces que quizá la Academia podría querer
corregir su fallo premiándoles. Entonces, cuando Barbra Streisand subió al
escenario, ella anunció lo que se esperaba: ´… and the winner is…John Wayne´.
Duke recibió una estruendosa ovación, besó a Streisand, se quitó una lágrima y
pronunció su discurso”.
En dichas palabras, amén de la oración famosa
del parche, dijo además: “ (…) Señoras y señores, no soy un extraño en este
escenario. He subido y recogido esos maravillosos hombres dorados antes, pero
siempre para amigos. Una noche subí dos veces: una para el Almirante John Ford
y otra para nuestro querido Gary Cooper. Estuve muy diestro e ingenioso esa
noche, pero esta noche no me siento muy hábil, muy ingenioso (…)”.
Wayne se sintió inmensamente
feliz con su Oscar ¿acaso pensó no recogerlo nunca¿, tanto que lo reprodujo por
decenas, y le entregó una copia a todo el equipo que participó en la
realización del filme. Esos rasgos típicos de su personalidad contribuyeron a
consolidar igualmente su fama de tipo querido por las multitudes.
Casado en tres
oportunidades, el viejo león de Iowa y ascendencia irlandesa tuvo siete hijos
para llorar su muerte el 11 de junio de 1979, en momentos en que las por si adoradas
actrices Mauren O´Haara y Elizabeth
Taylor le gestionaban la concesión de la Medalla de Honor del Congreso.
Su larga anatomía fue enterrada en el Pacific
View Memorial Park, bajo una lápida sobre la cual puede leerse: “Feo, fuerte y
formal”. Hasta el epitafio contribuyó a
la prolongación de su mito aun después de la muerte.
(Publicado originalmente en
la revista Cine Cubano).
No hay comentarios:
Publicar un comentario