Al olor de sus ´70, Martin
Scorsese, último maestro vivo de la pantalla norteamericana, rubricó en La
invención de Hugo (Hugo, 2011) el filme más nostálgico, autobiográfico,
familiar, irrigado por la fantasía y reafirmante tanto de su inmenso amor hacia
el cine como de sus notables conocimientos históricos en torno a dicho arte. El
único rodado por él hasta el momento en 3 D. Con verdadero sentido en su caso,
no por mera moda, sino en función de expandir la profundidad de campo; conferir
plasticidad a geniales travellings
aquí articulados o a determinadas tomas aéreas.
Este penúltimo trabajo suyo
(ya esta blog comentó su posterior El lobo de Wall Street) cumple varios fines,
pero de modo personal lo veo como la lección regalada por el gran autor a esos
directores, novatos o no tan, quienes tienen la impudicia de sostener en
entrevistas que no han visto más de “las películas necesarias”. ¿Cuáles son?
Averigüen. Si aprendieran de Martin, sus reflexiones, documentales, incesante
visionaje e investigación, sobre su labor de preservación del archivo
audiovisual a través de su World Cinema Foundation, afán pedagógico y
coleccionista…, no perpetrarían entonces las chapuzas que uno tiene luego el
disgusto de comentar en los medios.
Desprovisto del componente
melifluo de Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso, el creador de Taxi Driver
compone un relato cuasi testamentario en derredor de la capacidad de soñar
generada por la séptima entre la única de las artes capaz de aprehender en sí a
todas las demás juntas. Nadie que no haya sentido escalofríos en el último
rincón de su cuerpo al descubrir el celuloide, ni recuerde el invaluable
instante de su primera irrupción dentro de la sala mágica podrá aquilatar en su
justa dimensión una experiencia artística como esta.
La invención de Hugo es una
oda al poder taumatúrgico e incomparable de la pantalla, un llamado a preservar
sus exponentes cimeros (harto locuaz el símil de las películas quemadas de
Méliès para convertirlas en material químico de zapatos), a conocer sus
períodos memorables. A grabar para la eternidad fotogramas icónicos: quizá
aquel cohete clavado en el ojo de la
Luna; o a lo mejor el primer tren asustador de los Lumière
arribando a la estación de La
Ciotat o el buen hombre-mosca Harold Lloyd colgando de un
reloj a las afueras de un edificio: evocaciones legendarias reconvertidas por
Martin a provecho del relato. Asaz pertinente tal exhortación scorsesiana, al
surcar franco período de olvido cultural e histórico de la Humanidad.
Todo en el largometraje es
pleitesía a una forma de expresión cimera, desde sus mismísimos orígenes.
Valiéndose del pretexto argumental de esta
relación entre el niño Hugo Cabret y el realizador de Viaje a la Luna, regístrase sentida
evocación de un período fundacional del cine, mediante escenas-réplicas u
homenajes explícitos a Méliès, sí; pero además a los Lumière, Griffith, Lang,
Keaton, Chaplin, Clement, Renoir… Hasta el propio pie inspirador, el libro en el
cual se basa (La invención de Hugo Cabret), tiene el elemento más que
paratextual, metacinematográfico, de haber sido escrito por un descendiente de
David O. Selznick, el famoso productor hollywoodino de Lo que el viento se
llevó. E incluso existe un personaje de La invención…, el historiador fílmico
encargado de rescatar del olvido a Méliès, que en cierto modo funciona como
alter ego del propio Martin, quien hizo lo mismo en los `80 con Michael Powell,
el célebre pero en un momento ignorado realizador inglés de Las zapatillas
rojas y Narciso negro. Thelma Schoonmaker, editora vitalicia de Martin y viuda
de Powell, fue la primera en asimilar dicha identidad, según reconoció el mismo
autor de Casino en entrevista.
Colegirán por lo leído hasta
aquí que el filme (en exhibición del 3 al 9 de julio en 3D en la sala Patria
del Cerro) constituye una película ultracinéfila, la cual podría generar
pérdida de empatía entre personas sin brújulas direccionales alrededor de
cuanto evocan sus imágenes. En verdad no le faltaría cierto sustento a la
observación, sin embargo lo emotivo y sencillo del guion compuesto por John
Logan neutralizan bastante lo anterior, para conseguir a la larga una cinta de
singular fuerza dialogística con el espectador de cualquier edad, si este
estuviese dispuesto a rendirse a la maravilla onírica, al poder fabular de sus
redobles dickensianos en algún momento remitentes al mejor Zemeckis y hasta
cierto Fincher benjaminbuttiano. Beneficiada por el diseño de producción del habitué Dante Ferretti, lo mismo en el
caso del soundtrack de Howard Shore
junto a la fotografía de Robert Richardson o los efectos visuales; habitada por
dos actores-niños sencillamente adorables (Asa Butterfield y Chloë Grace
Moretz), un Ben Kingsley en el rol de Méliès en su mejor forma, la fuerza
cómica -contenida- del maldito Sacha Baron Cohen en el rol del guarda de
estación...
Pese a todo, no supera La
invención de Hugo la trinidad mayor scorsesiana (esto es Toro salvaje-Uno de
los nuestros-Pandillas de Nueva York), si bien representa otra notable obra
suya que debió contar con mejor palmarés durante los Oscar, donde obtuviera
solo cinco estatuillas -apartados técnicos-, de sus once nominaciones. A Martin
nunca le ha ido muy bien con el Tío, si olvidamos el concedido a Los
infiltrados, casi por efecto de consolación.
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